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Guardianes de la materia prima

Queso de campo, variedades de tomates recuperadas de la extinción, carne ecológica. El valor de la materia prima y de los productores que la hacen posible comienza por fin a ser reconocido. Una historia de redes comunitarias, audacia y, sobre todo, mucha calidad.

LOS HAY QUE saltaron al rescate de un sector como el ovino en plena campaña del lechazo y consiguieron aliviar la situación crítica de algunos pastores palentinos gracias a un estudio de I+D. Y otros pequeños productores se volcaron en su entorno más próximo para servir a su comunidad. “En abril faltó el carnicero en Goizueta (Navarra) porque estaba confinado y el pueblo se quedó sin carne”, cuenta Maite Sánchez. Entonces, la ganadera ofreció a sus vecinos la de sus vacas betizu, en peligro de extinción. Comenzó a elaborar chorizos y salchichones con ella, y el grupo de mujeres Ganaderas en Red se encargó de dar visibilidad y salida a sus productos. “A alguna gente le da la vida el dinero; a nosotros, saber que, si un día pasa algo, tenemos capacidad de alimentar. Antes de la pandemia nunca lo había pensado, pero cuando sucedió nos dimos cuenta de que somos los primeros de la cadena y los que tenemos que cuidar al mundo. Si todo falla, aquí estaremos”, explica Maite. Ese mismo compromiso movió a la quesera María ­Orzáez para unir fuerzas con queserías de campo y artesanas españolas, y crear un mapa digital donde cualquier persona pudiera descubrir la más cercana a su casa y comprar directamente. Porque, como siente Orzáez, “la unión de muchos pequeños puede lograr grandes cosas”.

María Orzáez, la revolucionaria del queso artesano

María Orzáez trabajaba en la industria química en Sevilla hasta que a los 49 años sintió que tenía que cambiar de vida. Vendió todo lo que tenía y se compró una pequeña casa en el campo, en Castilblanco de los Arroyos, en Sevilla. No tenía ni idea de lo que quería hacer, solo sabía que necesitaba vivir en la naturaleza. "Pero cayó en mis manos el libro Quesos franceses: una guía ilustrada de más de 350 quesos de todas las regiones de Francia y tuve el impulso de aprender a elaborar quesos pequeños de pasta blanda y fermentos naturales que nadie hacía en España", dice. De eso han pasado ya 17 años.

Desde su casa veía las cabras de raza autóctona florida sevillana que su vecino tenía en extensivo en la dehesa. Un día le contó que vendía su leche a Francia. "De ese modo se perdía toda la microbiología y propiedades beneficiosas del pasto en extensivo y me propuse hacer yo el queso", cuenta. En 2003, se despidió de su trabajo, dejó a sus tres hijos con su padre y se fue al Centre Fromager de Carmejane, en la Provenza, para aprender. Al año siguiente, en el garaje de su casa de campo comenzó a elaborar quesos de pasta blanda con leche cruda de las cabras de su vecino y fundó la quesería Mare Nostrum (lacteos-mare-nostrum.com). "Nadie entendía el producto hasta que encontré apoyo en la alta restauración. Ellos lo apreciaban y podían pagarlo", cuenta. La Hacienda Benazuza, la aventura sevillana de restauración de elBulli, fue el espaldarazo definitivo. "No había conseguido todavía el registro sanitario cuando me presenté con mi queso y lo metieron en la carta de desayunos", recuerda. A partir de ahí, sus creaciones fueron colándose en los mejores restaurantes del país y en mercados de productos ecológicos donde María disfrutaba del contacto con el cliente.

En 2013 se alió con un grupo de queseros españoles para montar la red española de queserías de campo y artesanas. "Al principio éramos 15 y ahora somos 500. Las queserías de campo son las que producen su propia leche, y las artesanas, las que la compran a ganaderías locales a menos de 50 kilómetros. En su mayoría trabajamos con leche cruda y cortezas naturales", aclara. Cuando la covid-19 paralizó el país, crearon un mapa digital con todas sus queserías (redqueserias.org/asociados) "para que la gente conociera cuál tenía cerca de casa y pudiera hacer un pedido", cuenta. Los hijos de María abrieron en 2017 en Sevilla Casa Orzáez, un punto de venta para sus creaciones artesanas y las de otros pequeños productores. Durante el confinamiento comenzaron a repartir a domicilio con su propia furgoneta. Así han fidelizado una clientela que se ha sentido cuidada cuando más lo necesitaba.

Maite Sánchez, chorizos de vaca en peligro de extinción

La ganadera Maite Sánchez habla con el monte porque conoce su lenguaje. Aunque se crio en Errenteria y en su casa nadie se dedicaba al mundo rural, siempre tuvo clara su vocación. En el año 2000, con tres hijos pequeños —el menor, de un año—, se separó y se instaló con ellos en Goizueta (Navarra). “Fue el sitio más barato que encontré para comprar terreno y un caserío caído que levanté con mis manos”, recuerda. A esta fuerza de la naturaleza de 56 años no hay nada que la frene. “Es muy difícil ser ganadera y empezar de cero. En estos pueblos no te aceptan si eres mujer haciendo un trabajo de hombres. Fue duro, pero me quedé”, dice.

Veinte años después, su familia vive de la venta directa de carne ecológica de sus terneros de raza betizu. “Me hice con vacas de esta raza porque es autóctona, la última salvaje que queda y se parece a mí”, dice riendo. Su ganadería, Domiña, suma 80 cabezas. “Viven en las 14.000 hectáreas de montes comunales de Goizueta, se reproducen y paren libremente. Además, mantienen limpios lugares de difícil acceso”, añade. Mientras pastan a su lado, explica que es una raza infravalorada debido a su baja rentabilidad. “La betizu nunca se ha explotado para carne, pero no soy la única que lo hago, aunque sí la que la ha dado a conocer. La gente las tiene por la subvención y muchos no las atienden”, cuenta.

Hasta marzo, Maite y sus hijos acudían con los filetes y carne picada a las ferias alimentarias de la zona, pero, una vez suspendidas, ¿qué podían hacer? "Teníamos a los terneros preparados y a mi hijo pequeño se le ocurrió hacer chorizos y salchichones para que no se echara a perder la carne", recuerda. Una vez elaborados y sorprendidos por su sabor, llamaron a sus clientes para ofrecérselos. Al mismo tiempo, Ganaderas en Red, el grupo de mujeres de toda España con ganaderías extensivas al que pertenece Maite, les compraron, hicieron publicidad y comenzaron a enviar a toda la Península. "Entonces nos pasó algo increíble. Cuando la gente se agobió por si faltaba comida, nosotros sentimos que éramos los primeros de la cadena y que cuando todo fallara podríamos alimentar", cuenta. Y aunque confiesa que le gustaría contar con una página web, no tiene prisa. Por ahora, sigue enviando por mensajería los pedidos que le encargan por teléfono o email. Y a los que intentan convencerla de que vende barato para ser ecológico —a 14 euros el kilo de carne y 6,80 euros el chorizo—, les responde siempre lo mismo: "Si hiciera productos para ricos, preferiría no ser ganadera".

Maite siente tal respeto por sus vacas que, cuando son viejas, no las lleva al matadero para intentar sacar el máximo provecho. “Permitir que mueran cuándo y dónde les toque es nuestra manera de darles las gracias por habernos ofrecido toda una vida de terneros y haber cuidado nuestros montes. Para poder hacerlo, pedimos un permiso de alimentación para animales necrófagos y se las comen los buitres”, dice con respeto. “Tengo hijos salvajes, vacas salvajes, caballos salvajes y una vida salvaje. ¡Así es difícil ser normal!”, añade riendo. Como si alguna vez se le hubiera pasado por la cabeza intentarlo.

Ana Rosa García y Daniel López, lechazo tradicional de I+D

En el pueblo palentino de Paredes de Nava viven menos de 2.000 personas, más de 5.000 ovejas, hay dos mataderos, un lavadero de lanas, dos curtidurías y un centro gastronómico y cultural del ovino. Por eso, cuando la hostelería cerró en marzo, mes álgido de la venta de corderos, los ganaderos de esta localidad —como los del resto de España— se echaron a temblar. Sagrario Hoyos, de 51 años, fue una de ellas. "Lo pasamos muy mal porque había mucha incertidumbre. Empezaron a sobrarnos muchos lechazos y son productos perecederos que rápidamente se pasan de peso", cuenta mientras guía su rebaño entre la niebla. "Pero yo tuve suerte", reconoce. Gracias a un proyecto en el que el Centro Tecnológico de Cereales de Castilla y León (Cetece) llevaba meses investigando y a un email que corrió como la pólvora por toda España, Sagrario y otros pastores de la zona pudieron dar salida a sus corderos.

Ana Rosa García, responsable del departamento de calidad y seguridad alimentaria del CETECE, estuvo al frente de la iniciativa. "En 2019, la Diputación de Palencia nos encargó un estudio para dar solución al problema de los restaurantes que no podían servir un lechazo si llegaba un turista y lo pedía sin previo encargo", cuenta. "Tras meses de pruebas en el centro, conseguimos que un lechazo de raza churra o assaf envasado al vacío con agua y sal, asado a baja temperatura durante ocho horas, se mantuviera cinco meses en perfecto estado en refrigeración y, tras un golpe de horno, estuviera igual que cocinado de manera tradicional", explica. A los pocos meses de concluir el estudio se declaró el estado de alarma y, ante la crisis que vivían los ganaderos, Ana Rosa quiso ayudar. "Mandé un email a los trabajadores del CETECE preguntando si alguien quería cordero. Lo asaríamos en el centro y echaríamos una mano al sector. Bueno, pues el email empezó a rular por toda España y se descontroló. Pusimos el móvil de nuestro compañero Daniel López como contacto. En un fin de semana registró 100 pedidos y tuvo que hacerse con otro número personal", relata.

Sin experiencia comercial, pero con toda la buena voluntad del mundo, se organizaron. "En la web donde vendemos libros de formación, metimos el lechazo para que la gente pudiera comprarlo. Fue un éxito", recuerda. Durante tres semanas, asaron 30 lechazos diarios, que ofrecían a precio de coste. "No ganamos nada, pero ayudamos a darles salida. En la desescalada creamos la empresa Lechazo Asado Premium (lechazoasadopremium.com) como una spin-off y, ya con otra estructura, vendemos cuartos de lechazo asado. Si funciona, creemos que puede ayudar a fijar una población con tradición ganadera", apunta López. El Ayuntamiento de Paredes de Nava les ha cedido un antiguo depósito de cereal del siglo XVI para llevar a cabo su actividad, dar formación y degustaciones. "Conocemos a los ganaderos, dónde pastan las ovejas libremente, tenemos matadero en el pueblo y una trazabilidad exquisita", reconoce Daniel. "Faltaba la idea adecuada. Alguien joven no se compra un lechazo en la carnicería y lo asa en casa. Sin embargo, si le llega listo para darle un último golpe de horno, sí lo encarga", afirma López. Hasta la fecha, han vendido más de 3.000.

Mariscos O Grove, de la lonja a casa a golpe de clic

Pablo Mourelos y Francisco Vidal forman una buena pareja de compradores en la lonja de O Grove. Mourelos tiene 27 años y es el más joven, mientras que Vidal, a sus 75 años, es el más veterano y lleva acudiendo a la subasta desde hace medio siglo. “Podría estar jubilado, pero no quiero dejar a Pablo solo todavía. Quiero que aprenda todo. Aunque es muy espabilado y lo coge todo rápido, hace falta experiencia para esto”, cuenta mientras palpa unas nécoras bajo la atenta mirada de Mourelos. Ambos compran para Laxe de Rons, la empresa familiar del joven que distribuye marisco gallego fresco y cocido a restaurantes de toda España y a particulares en menos de 48 horas.

En una pantalla de la lonja, el precio de la nécora comienza a bajar y los compradores, que suman más de 100 los días de mucha actividad, sujetan con el pulso de acero el mando para detener el contador cuando les convenga el precio. “Aparte de la subasta, compramos directamente al barco de mi tío y a otra embarcación de confianza”, explica Mourelos. Su empresa está especializada en marisco de pata, pero también ofrece cualquier género gallego. “Nos ayudamos mucho entre todos porque cada producto tiene su complicación y hay que conocerlo bien”, explica. Tras la compra de mariscos y pescados, los lleva a sus dos cetáreas, donde aguardan vivos en agua de mar unas horas hasta ser enviados por mensajería urgente o cocidos si el cliente así lo demanda.

“Todo lo que ofrecemos proviene de pesca sostenible. Cuando mi tío captura pescados como lenguados o rodaballos, tiene un pequeño pilón lleno de agua dentro de su barco donde los deja y llegan vivos a la lonja. Encontrar algo más fresco que eso es imposible”, asegura.

Aunque Mourelos lleve ligado a este negocio familiar toda su vida, nunca pensó entregarse a él. "Después del instituto, estudié para trabajar en un laboratorio de hematología, pero las prácticas me parecieron tan tediosas que lo dejé y me formé en marketing digital", dice. Entonces no podía imaginar que ese curso salvaría los puestos de los 16 trabajadores de su empresa en mitad de una pandemia. "Abrí la web mariscosogrove.com hace tiempo para envíos a particu­lares. Durante el confinamiento hicimos una pequeña inversión en publicidad digital (150 euros al mes) y gracias a eso llegamos a mucha gente. Multiplicamos las ventas y pudimos continuar todos trabajando pese a que la hostelería, nuestro mayor cliente, permanecía cerrada", cuenta. "Además, gente que nunca había comprado online se dio cuenta de que era una buena manera de adquirir producto de primera calidad, recién salido del mar, y sin salir de casa", cuenta. Desde noviembre, en su nave también elaboran carne de buey de mar y centollo para salpicones. "Ponemos una luz ultravioleta para que no quede ningún trocito de concha cuando lo limpiamos. Me lo enseñó un cocinero", explica. Mourelos no desaprovecha ninguna posibilidad de aprender algo nuevo.

Roberto Cabrera, recuperador de variedades antiguas

No pertenece a una familia de hortelanos, pero en 2000, al cumplir 26 años, Roberto Cabrera se propuso crear una huerta en la comarca madrileña de Las Vegas donde recuperar variedades de hortalizas, verduras y frutas antiguas desaparecidas utilizando métodos de agricultura tradicional casi extintos. Para encontrar las semillas rústicas, se nutrió de pequeños agricultores que encontró preguntando por todos lados y también de bancos de semillas. Y lo que comenzó con una pequeña huerta, en 20 años se ha transformado en una empresa con terrenos de cultivo artesano en Lorca, Almería, Illescas y Huesca. Solo en la comarca de Las Vegas, Huerta de Carabaña posee 40 hectáreas. “Somos la finca más grande productora de planta rústica en España y no certificamos el producto con ningún sello porque cultivamos mucho más que en ecológico”, afirma Cabrera.

En su huerta madrileña ha recuperado algunas variedades antiguas como el tomate corazón o el moruno. “Este último es el que más calidad tiene, pero da muchas complicaciones porque es muy sensible a las enfermedades y al clima. Lo recuperamos por proteccionismo, porque era lo que más se cultivaba en esta zona. Tanto es así que hay personas mayores que llevan 50 años sin ver estos tomates y los reconocen en nuestra tienda por su aspecto y nombre. Eso da mucha satisfacción”, cuenta Cabrera emocionado.

Con la primera cosecha, en 2002, su hermano y él visitaron con una caja de sus tomates los restaurantes de la capital donde el cubierto era superior a 50 euros. “Les contábamos quiénes éramos y lo que hacíamos. Unos nos echaron a los perros y otros nos metieron hasta la cocina”. El hotel Ritz les empezó a comprar y en su carta escribieron: Ensalada de tomates de la Huerta de Carabaña. “Un consejero de El Corte Inglés comió un día allí y nos llamaron para que nuestros tomates estuvieran en sus tiendas”, dice. Desde entonces, además de servir a establecimientos gastronómicos, cuenta con nueve espacios dentro de estos almacenes y en 2016 abrieron su primer restaurante en Madrid.

Cuando en el confinamiento los sistemas de venta online de grandes superficies se saturaron, Huerta de Carabaña fueron de los primeros en crear una plataforma de venta directa a casa (huertadecarabana.es). “Sacamos del ERTE al equipo de los restaurantes, metimos un turno de noche para montar el negocio online exprés con nuestra propia logística y en una semana pasamos de cero a ser 12 personas dedicadas a la entrega a domicilio”, reconoce. Tenían dos furgonetas, alquilaron dos más y entre todos empaquetaban y repartían. “No pusimos precio mínimo. Si alguien pedía 20 euros, se lo llevábamos aunque perdiéramos dinero porque sabíamos que lo necesitaba”. Este verano, junto a su huerta con 68 variedades de tomates en Carabaña, montó un restaurante al aire libre por donde han pasado más de 5.500 personas.

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