El año en que perdimos los abrazos
El guion de 2020 cambió por completo por culpa de un virus que se iba expandiendo por el mundo de forma sigilosa. Desde el primer caso en España el 31 de enero hasta la primera vacuna el 27 de diciembre, así vivimos el año de la covid-19
El año comienza el 1 de enero, pero en España, con sus largas y atípicas vacaciones navideñas, no termina de desperezarse hasta el 7, cuando se retiran los Reyes Magos. El 7 de enero de 2020, el Congreso de los diputados investía presidente a Pedro Sánchez. Ese mismo día, en China, los científicos descubrían qué era aquello que estaba causando unas extrañas neumonías en la provincia de Hubei: un virus semejante al que causó el SARS, que atormentó a varios países asiáticos en el año 2003 y desapareció unos meses después. El guion del 2020 cambió por completo. Por entonces, nadie se imaginaba lo que llegaría poco después: desde la mayor pandemia que hayan visto las generaciones vivas hasta una vacuna en tiempo récord para erradicarla. Un año de mascarillas, confinamientos, distancia, PCR y curvas pandémicas. Un año en el que perdimos los abrazos.
Enero. Una amenaza lejana
Aquel 7 de enero nadie fuera del ámbito más especializado estaba muy pendiente del virus. Aunque tiempo después se supo que China ocultó indicios que indicaban que se podía transmitir entre humanos, por entonces se pensaba que solo podía pasar de animales a personas. El mercado de Wuhan se clausuró como probable foco y, a partir de ahí, no debía causar muchos más problemas. En pocos días tras la secuenciación genética, esta se hizo pública para que todos los países pudieran preparar pruebas PCR para identificarlo. China, sobre el papel, estaba siendo rápida y transparente, a diferencia de su actuación con el SARS, cuando sus ocultamientos demoraron meses la solución al problema.
Todo cambió el 20 de enero. Y a partir de ahí los acontecimientos empezaron a tomar una velocidad que da vértigo si se mira con la perspectiva del tiempo. Ese día China reconoció que se podía transmitir entre humanos. Esto ponía toda la estrategia patas arriba. Todavía solo se reconocían oficialmente 300 casos y seis muertes, pero el potencial ya se observaba con otros ojos. Eso sí, sobre todo dentro de las fronteras del gigante asiático. Casi nadie por entonces pensaba en una pandemia. Tres días después, China confinó la ciudad de Wuhan. El virus saltó a las primeras páginas de los periódicos y, salvo algunos periodos de tregua, se quedaría instalado en ellas hasta hoy mismo.
Millones de personas encerradas en sus casas. Sin poder salir de su ciudad. El mundo miraba con incredulidad aquel panorama. “Es algo impensable en un país democrático”, repetían los analistas. Mientras la Organización Mundial de la Salud (OMS) se debatía sobre si declarar una emergencia internacional, algo que solo había hecho en cinco ocasiones en el siglo XX, en España la noticia comenzaba a cobrar interés, por saber cómo regresarían los 23 españoles que vivían en la ciudad china y si era posible que algún caso cruzase las fronteras. El 24 de enero hizo su primera comparecencia pública Fernando Simón, el director del Centro de Control de Alertas y Emergencias Sanitarias (CCAES), que no era un total desconocido porque ya había sido portavoz con la crisis del ébola, en 2014, pero a quien casi nadie recordaba. Casi de pasada, dijo que había dos casos sospechosos que se estaban analizando. Salieron negativos, pero España ya estaba pendiente del virus. El 30 de enero la OMS declaró la emergencia internacional y el 31 el termociclador del Centro Nacional de Microbiología, en Majadahonda, arrojó el primer positivo por lo que entonces se llamaba 2019-nCov: el virus todavía no se había bautizado como SARS-CoV-2 y la enfermedad que lo causa, la covid-19, aún no tenía nombre. Era un ciudadano alemán que pasaba sus vacaciones en La Gomera. Ese día, Simón pronunció unas palabras que probablemente le acompañarán siempre: “España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado”.
Febrero. La expansión internacional del virus
Sigiloso, el virus ya estaba circulando por el mundo. Aunque solo había un puñado de contagios fuera de China más tarde se supo que ese mes estaba preparando el terreno para eclosionar y convertirse en pandemia, algo que la OMS no reconoció hasta el 11 de marzo.
Febrero fue el mes en el que se canceló el Mobile World Congress de Barcelona ante la indignación de todas las administraciones y la extrañeza de la mayoría de epidemiólogos; y, sobre todo, el mes en el que el coronavirus estalló en Italia. La epidemia ya no estaba a miles de kilómetros, sino a cientos, pero en España todavía parecía muy lejana. “Esto no nos puede pasar a nosotros”, pensaban muchos ciudadanos, alimentados por un Gobierno que se esforzaba en transmitir una sensación de tranquilidad que retrasó algunas decisiones porque el virus estaba, en teoría, controlado. Pero no se puede detectar lo que no se busca. España tenía una capacidad muy limitada para hacer pruebas, por lo que la definición de caso (quién era persona sospechosa de tener la enfermedad y, por tanto, someterse a una PCR) era todavía muy restringida. Era un pez que se mordía la cola: no se podían hacer más pruebas, sin más pruebas no se podían detectar más casos y sin más casos había, supuestamente, pocos motivos para tomar medidas drásticas.
Marzo. El estado de alarma
Marzo comenzó con un goteo diario de casos, todos controlados. Todo presunto. El punto de inflexión fue el día 8. El Gobierno había decidido no cancelar la normalidad y permitir actos culturales, deportivos, políticos y manifestaciones como si nada pasara. Aunque las marchas feministas se llevaron toda la atención, fueron solo una de las muchas concentraciones de personas que se produjeron aquel día. Y, a tenor de lo que sabemos hoy del coronavirus y el aire libre, no precisamente la más peligrosa. Pero lo que cambió en aquella fecha poco tiene que ver con estas concentraciones. Esa misma tarde, el CCAES recibía un reporte de la Comunidad de Madrid. A lo largo de esa semana los positivos iban subiendo a un ritmo casi constante en la región: 13, 18, 30, 23, 48, 37, 28 diagnósticos nuevos cada día. Ese domingo había 234 en un solo día. El dato no se hizo público hasta el día siguiente y fue lo primero que llevó a pensar a Sanidad que la epidemia estaba descontrolada.
El ministro compareció al día siguiente para recomendar que no se hicieran viajes innecesarios. Y la Comunidad de Madrid decidió, poco después, suspender las clases en contra del criterio del ministerio, lo que precipitó el estado de alarma en toda España. En el CCAES no veían sentido a que se parasen las clases, provocando un movimiento de población (estudiantes y profesores) a toda España sin cancelar el resto de la actividad. Se comenzó a preparar un decreto que se aprobaría en el consejo de ministros del día 14, 24 horas después de que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, hiciera una comparecencia por televisión anunciando que se tomaría la medida. Por entonces, el ambiente en la capital ya era enrarecido: los niños no iban a clase y muchas empresas habían comenzado esa misma semana a aplicar el teletrabajo. El 14 de marzo comenzó un estado de alarma que duraría 98 días y un confinamiento domiciliario en toda España que, dependiendo del territorio, y con modulaciones, se alargaría alrededor de dos meses. Comenzaron también esa noche los aplausos a los sanitarios cada día en los balcones de medio país, que duraron algo más.
Pero el confinamiento no era suficiente. Los hospitales estaban ya rozando del colapso y si no se tomaba una medida más drástica la tragedia sería aún mayor. Esto es lo que llevó al presidente, asesorado por un grupo de científicos, a tomar la determinación de congelar por completo la economía y permitir solo las actividades esenciales. Comenzó el 29 de marzo y duró 15 días. El último día de ese mes, el sexagésimo informe sobre la pandemia en España marcó el máximo número de casos de esta primera ola: 9.222, una cifra totalmente irreal, no solo por los retrasos en las notificaciones, sino porque por esa fecha se calcula que solo se detectaba uno de cada diez contagios. Pero simbólica. Fue el día que se doblegó la curva. Dos semanas de confinamiento habían dado su fruto. Pero quedaba un largo camino por delante.
Abril. El colapso hospitalario y de las residencias
Aunque los casos habían tocado techo y los fallecimientos lo harían poco después (el 2 de abril se llegó a 950 notificados en 24 horas), la angustia en los hospitales y las residencias duraría todavía semanas: faltaban equipos de protección, personal, camas, respiradores. El estado de alarma había llegado a tiempo a la mayoría de las comunidades, que con problemas y sacrificios, consiguieron atender a todo el que lo necesitó. Pero no fue así en Madrid, Cataluña, el País Vasco y algunas ciudades de las dos castillas. Allí fue necesario hacer triajes para atender a los más enfermos y miles de ancianos, especialmente en Madrid, quedaron a su suerte en sus residencias. Todavía era difícil imaginar el doloroso saldo que el virus iba a dejar en las residencias de mayores, uno de los grandes focos de esta crisis que ha destapado fallos estructurales en el sistema. Hasta mediados de noviembre habían muerto más de 24.500 internos en residencias de servicios sociales (también incluyen centros de discapacidad por ejemplo) con covid confirmada o con síntomas compatibles con la enfermedad. Muchos de ellos, en la primera ola, sin la atención médica que precisaban, sin poder despedirse de sus familiares y con unas plantillas que mermaban a medida que los trabajadores iban cayendo enfermos.
Este mes también fue el de uno de los símbolos de la pandemia: las mascarillas. Hasta entonces, los organismos internacionales no las consideraban imprescindibles, en parte por lo que se desconocía entonces del virus y, en buena medida, porque la producción mundial estaba colapsada. Ante la posibilidad de un desabastecimiento (que también sucedió) entre los sanitarios, prefirieron no recomendarlas. Pero su utilidad caía por su propio peso y el 8 de abril el Centro Europeo de Control de Enfermedades (ECDC, por sus siglas en inglés) reconoció que podían ser útiles. Dos días después, el ministro Illa salía públicamente a recomendarlas en transportes públicos y lugares de trabajo, algo que poco después se convirtió en una medida obligatoria en todo lugar público.
Pero si en abril se vivió lo más crudo en los hospitales (algo que ya había comenzado en marzo), también arrojó los primeros rayos de luz. El confinamiento de España había sido uno de los más duros del mundo occidental y comenzaba a hacerse muy largo. Era un clamor la necesidad de que, al menos los niños, pudieran salir a la calle a pasear después de un mes y medio de encierro, algo que se autorizó desde el 26 de ese mes: durante una hora, acompañados de un adulto y a un máximo de un kilómetro de casa. Comenzaba, tímidamente, la desescalada.
Mayo. La desescalada
El Gobierno conseguía aprobar las prórrogas del estado de alarma quincenalmente en el Parlamento, pero cada vez con más dificultad. Un equipo de asesores llevaba tiempo trabajando en un plan de desescalada que devolviera al país poco a poco a la normalidad. O a la nueva normalidad, como se bautizó al estado de las cosas tras el confinamiento. Sería un plan asimétrico y progresivo que iría llevando a cada territorio a recuperar, de una forma parcial, la vida anterior a la pandemia en función de su situación epidemiológica y su capacidad asistencial. La fase 1 de este plan comenzaría el 11 de mayo excepto para cuatro islas: Formentera, El Hierro, La Gomera y La Graciosa que, sin casos desde hacía días, se convirtieron en un campo de pruebas una semana antes.
Con la desescalada estallaron las polémicas y la guerra abierta entre algunas administraciones. Hasta entonces hubo diferencias, algunas pullas, especialmente entre la Comunidad de Madrid y el Gobierno central, pero que quedaban diluidas por lo dramático de la situación. Pero cuando pasó lo peor, y la región fue una de las rezagadas en este plan las diferencias se hicieron cada vez más evidentes. Pese a que los propios informes de Salud Pública de su Gobierno lo desaconsejaban, su presidenta, Isabel Díaz Ayuso, enarboló entonces una bandera que todavía hoy porta: la de llevar a Madrid por la senda de “la libertad” frente a las restricciones, a su juicio excesivas, que les imponía Sanidad. Conforme los datos iban mejorando, cada vez eran más Gobiernos autónomos los que pedían que terminara la tutela del estado de alarma para ser ellos los que gestionaran la vuelta a la normalidad.
Junio. El fin del estado de alarma
Aunque la desescalada estaba pensada para terminar a principios de julio, la falta de apoyos parlamentarios y la presión de la oposición y algunas comunidades llevaron al Gobierno a darla por terminada el 22 de junio. Entonces terminaría el estado de alarma y las comunidades podrían dar el salto a la nueva normalidad. En el caso de Madrid, saltándose de golpe una fase. Continuarían algunas restricciones, pero todo se relajaría en un momento en que España contaba 8 casos por 100.000 habitantes en los 14 días previos, la cifra más baja desde el comienzo de la crisis sanitaria, una que no se ha vuelto a ver, ni de lejos, desde entonces.
Julio. El comienzo de la segunda ola
A medida que se relajaron las medidas los casos fueron subiendo. La segunda ola iba tomando forma, muy lentamente. Por entonces igual que al principio de la pandemia había un goteo continuo de casos detectados, los medios se dedicaban a analizar cada brote (agrupación de tres o más casos fuera de un mismo domicilio). El germen estuvo entre los temporeros de Aragón, la primera comunidad que tuvo que dar marcha atrás en la desescala, y, de ahí, pasó a Cataluña. Desde entonces todas las comunidades comenzaron a vivir un tira y afloja de medidas para tratar de contener los casos.
Agosto. Se cancela el ocio nocturno
Parecía mentira, pero la situación se comenzaba a ir de las manos. Sin suficientes rastreadores, España lideraba una segunda ola que todavía no asomaba por el resto de Europa. Las miradas estaban puestas en los jóvenes y la noche. Así que Sanidad y las comunidades autónomas decidieron aprobar un paquete de medidas entre las que se suprimía el ocio nocturno que duran hasta hoy y que no se prevé que se modifiquen hasta dentro de meses.
Septiembre. Madrid, epicentro de la polémica
Madrid era el epicentro de la pandemia en Europa y de la polémica en España. Con los casos subiendo sin parar, Ayuso era reacia a tomar medidas drásticas y el Gobierno decidió imponerlas. En un Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud se aprobó por mayoría (lo normal era tomar las medidas por unanimidad) imponer medidas restrictivas a la movilidad en las poblaciones que superen los 500 casos de coronavirus por 100.000 habitantes, tengan una tasa de positividad en las pruebas superior al 10% y una ocupación de enfermos de covid en las UCI por encima del 35%. Con estos criterios, 10 municipios de la Comunidad de Madrid, incluida la capital, tenían que establecer confinamientos perimetrales, entre otras limitaciones.
Octubre. Medidas, contramedidas y un nuevo estado de alarma
La curva epidémica subía y bajaba según el territorio donde se estuviera. Las comunidades iban aprobando medidas cada vez más restrictivas para frenar la segunda ola, pero según avanzaba el mes, la tendencia iba subiendo en casi todo el país. Sanidad elaboró un mapa de riesgo en el que pronto la mayoría de autonomías rebasaban lo que se consideraba un nivel extremo. El Gobierno estaba preparando el terreno para un nuevo estado de alarma, cada vez más ejecutivos regionales lo venían reclamando y el gabinete de Sánchez aprobó la medida el 25 de octubre. Esta vez no querían andar peleando las prórrogas en el Parlamento, así que lo proyectó para seis meses. Y contemplaba tres aspectos básicos que las autonomías podían modular sin necesidad de recurrir a normas de dudosa validez jurídica: el toque de queda nocturno, los confinamientos perimetrales y el número máximo de personas en las reuniones.
Noviembre. La vacuna da esperanza
En la lucha contra una segunda ola que iba sumando contagios y fallecimientos, apareció algo de luz al final del túnel. El 16 de noviembre la compañía Moderna anunciaba que su vacuna tenía un 95% de eficacia. Dos días después, Pfizer hacía lo propio. Y una semana más tarde se sumaba la de Oxford-AstraZeneca, con algo menos de efectividad. Era cuestión de semanas que las autoridades reguladoras de los países revisaran aquella información y dieran luz verde al comienzo de un programa de vacunación que comenzase a sacar al mundo de la pesadilla que comenzó en enero.
Diciembre. Navidades revueltas y vacunaciones
El proceso de la aprobación de las vacunas fue más rápido de lo que nadie preveía. En la primera mitad de diciembre comenzarían las vacunaciones en algunos países (como EE UU y Reino Unido) y en muchos otros, como los de la Unión Europea, lo harían a finales de este mes. Pero con la solución ya en marcha, todavía quedaban problemas por resolver. La segunda ola, con altibajos, seguía amenazando a buena parte de Europa, incluida España, y se acercaban las críticas fechas navideñas, donde el virus encuentra su ecosistema preferido: encuentros sociales, cenas en lugares cerrados y mucha movilidad. Para evitar un invierno tan complicado como la primavera anterior, los Gobiernos se pusieron manos a la obra a elaborar planes que permitieran a las familias reencontrarse, pero limitando al máximo estos encuentros.
En España se aprobó un marco general que cada comunidad autónoma podía modular: se permitía la movilidad para ver a la familia y a los allegados, se flexibilizaba el toque de queda en las fechas señaladas y se ampliaba el número de personas en las reuniones. Pero el virus seguía avanzando y muchas autonomías dieron marcha atrás en esta flexibilización. El consenso entre los epidemiólogos es que tras estas fechas los casos subirán. Pero pocos se atreven a pronosticar en qué medida, más aún cuando ha entrado en juego una nueva variante del coronavirus, aparentemente más infecciosa. El virus lleva un año dando sorpresas. Todas las esperanzas están puestas en el 2021, pero todavía queda un camino de pandemia por recorrer y sus capítulos no están escritos.
Información sobre el coronavirus
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