Descifrando a Fernando Simón
Es el hombre sobre el que han recaído todos los focos durante la pandemia en España. Ha explicado la crisis atrayendo a tantos detractores como seguidores. El responsable del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias es un médico zaragozano de 56 años que llega cada mañana en moto al Ministerio de Sanidad. Y asegura que cuando habla, no lo hace pensando en los periodistas, sino en la gente.
Silencio… Pero no cualquier silencio, sino de esos que preceden a la gravedad, que la acompañan, que la tutelan para que no vaya más allá de sus peores límites. Fue ese silencio el que se hizo cuando Pedro Sánchez decidió el cese de toda actividad económica no esencial dentro del estado de alarma, tras una reunión en La Moncloa a finales de marzo. Así lo recuerda Fernando Simón, el experto, el no político, el intruso, que acababa de asumir un papel fundamental en la crisis ya evidente y sus consecuencias. Se sentó junto al presidente del Gobierno y varios cargos con mando en plaza. Y dijo:
—Si no se toman medidas para reducir el riesgo, podríamos llegar a una cifra de cientos de miles de fallecidos y al colapso del sistema sanitario.
Sánchez le había preguntado su opinión de nuevo mientras la situación en Italia se desbordaba. Se acercaba aquella sombra de tormenta por todas partes. Necesitaban actuar con la contundencia de un cirujano.
—Doctor, ¿cómo lo ves?
Simón lo llevaba advirtiendo días, tras preparar con su equipo del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (CCAES) los escenarios posibles en medio de una escalada mundial de dramatismo creciente. Volvió a repetir aquello. Fue entonces cuando el presidente del Gobierno habló y tomó la decisión que suponía endurecer el confinamiento y paralizar aún más la actividad económica del país.
“En ese momento”, dice Simón, “yo sentí que me caían 300 kilos de piedras sobre la espalda. También me puse en su lugar y pensé: ¡Qué valor tiene este tío!”.
Ahí se abrió paso ese silencio, como constatación de un país cerrado, dentro de un continente camino de ser sellado, parte de un mundo asomado al abismo de la incertidumbre.
Fernando Simón estuvo ahí…, como diría el gran Manuel Chaves Nogales cuando hablaba de los inesperados testigos de la historia a principios del siglo XX. Casi sin querer, pero, al tiempo, en el lugar para el que este médico zaragozano, que cumplirá 57 años a finales de julio, se había preparado por si un día, en sus peores cálculos y dentro de un país desarrollado, se daba una circunstancia extremadamente pesimista. Aquella, concretamente, que de golpe se transformó en la estricta y pavorosa realidad. Estuvo ahí, en la misma sala donde se tomaron las decisiones más duras —las que afectan a la vida y al futuro de la gente—, pronunciando advertencias que conducen a ese fin: al que nadie desea pero tampoco ninguno puede evitar. “En situaciones así, solo cabe pensar en lo que puedes hacer. Olvídate de lo que desearías, apártalo de tu cabeza, no tiene sentido”.
Probablemente aquella mañana de marzo habría llegado en su moto hacia las 7.30 al Ministerio de Sanidad: una Suzuki que compró hace ya años a un amigo por 1.000 euros. “Me gusta arreglar lo que no está roto, no tirar por tirar”, afirma. Se habría desmontado de su caballo metálico, quitado el casco y la chupa de cuero, más antigua que la moto: “La compré en 1991 y está perfecta. Me costó 50.000 pesetas de entonces [unos 300 euros]”. Subió a la sede del CCAES, como casi cada día después de que Ana Mato, cuando fue ministra con el PP, le nombrara director del organismo en 2012. Una sede en la que El País Semanal ha pasado dos días con el médico y su equipo, que actualmente componen 15 personas entre médicos, biólogos, enfermeros, expertos en datos…
Desde allí, Simón ha afrontado varias crisis. La más sonada, la del ébola, en 2014. En España no hubo ningún muerto y tan solo un contagio. Armó ruido, pero no se puede comparar con lo que ha supuesto el coronavirus. Este año ya está claro que la covid-19 no tiene comparación con ninguna de las anteriores alertas y desastres sanitarios: “Desde que comenzó el siglo XXI, esperábamos una gran pandemia. Llegó”, asegura Simón.
La segunda semana de marzo llevaban varios días sin librar tanto él como los miembros de su equipo. En los momentos más críticos, el CCAES llegó a estar formado por 24 personas. Todos ellos necesitaban una fortaleza sin precedentes para afrontar un ritmo de trabajo extenuante. Jornada tras jornada, madrugada tras madrugada, fin de semana tras fin de semana. Debían prepararse ante la lucha más titánica de sus carreras. “Sin ellos no habríamos llegado a ninguna parte. Aquí están los más grandes en su campo de nuestro país y con los mejores contactos mundiales para manejarnos. El 9 de marzo comprobamos que la situación estaba fuera de control. El contexto en Italia nos avisaba de lo que se nos venía encima”.
—Y ¿por qué no antes, con las señales que llegaban de China? ¿Soberbia occidental?
—Pensábamos que conocíamos más, que sabíamos lo suficiente como para controlarlo. Pero la realidad es que no lo detectamos con la rapidez necesaria para frenarlo.
Simón lo esgrime a modo de arrepentido mea culpa. Se refiere a España, pero también al resto de la UE. Los expertos del Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades infravaloraron el riesgo real en la más que controvertida reunión celebrada el 18 de febrero, cuando la pandemia estaba a punto de estallar en Italia. “Ahí empezamos a valorar distintos escenarios posibles”, asegura Simón. Pero no suficientes, sin duda. “Sinceramente, no sé cuántas cifras de infectados se movían en mi cabeza entonces, pero nunca llegaron a los casi 250.000 que tenemos ahora en España”.
El temor, aparte de la mortalidad evidente, era el colapso sanitario. A esas alturas, la duda, la turbulenta duda, consistía en saber cuántos casos circulaban ya por España. En qué medida podía hacerse frente a la avalancha. La pregunta es muy simple. ¿Colapsó el sistema?
Simón se lo piensa.
—No. En el ámbito nacional, no. En algunos puntos concretos, casi. Pero existió ante eso capacidad de reacción. Hubo un periodo en el que el 55% de las camas ocupadas en toda España lo estaban por pacientes del coronavirus.
Hoy, su mayor concentración recae en los rebrotes. El primer día que El País Semanal entró en el CCAES tras levantarse el estado de alarma se cifraban en 13 de manera activa. Ha bajado la tensión más extenuante. Simón lleva tres fines de semana en los que ha podido quedarse en su casa. “Y dormir, dormir mucho”, asegura. Recuperar sueño. Cargar la fuerza necesaria para su cuerpo enjuto que hace tiempo se batió en los campos de rugby y hoy desliza por barrancos en otra de sus aficiones: la escalada.
En contacto permanente con las comunidades autónomas, y pendiente de los rebrotes, Simón también hace balance. En la mesa de su despacho hay muchas carpetas apiladas, aunque, de algún modo, en orden. Una de ellas lleva por título Future World. ¿Qué contiene? “Ah, eso es secreto”.
Entra y sale del despacho mientras nos deja ahí, con el riesgo que eso supone ante la curiosidad del periodista. Pero, por naturaleza, se fía. Proyecciones de futuro. Quizá, como las que vislumbró hace una década. “Hace 10 años, al elaborar planes de preparación y respuesta, nos pusimos en el peor de los casos posibles para un país desarrollado, y básicamente es lo que ha ocurrido”, asegura. También, ojalá, en esa carpeta se especifiquen las soluciones, estrategias y los caminos para no desembocar de nuevo en el desastre. Entre tanto, Simón mide, reflexiona, recapacita sobre la estrategia que fue posible. Cuenta y recuenta, examina datos. “En sí, no significan nada. Primero, debes saber y comprobar las fuentes de dónde proceden, deben ser fiables. Y luego utilizarlos para fines concretos. Producir datos es algo muy complejo, mucho más que manejarlos”.
—¿Hasta qué punto podemos fiarnos de ellos y de los que se están utilizando?
Hay algo en la reacción de Simón hacia ese punto que indica que no se siente cómodo. El titubeo en algunas fases de la gestión de la crisis y el cambio en los criterios de medición le han granjeado críticas muy severas. Él querría aplicar a la política o a la comunicación el sentido científico que tratan de dar desde su equipo a los datos.
—¿Qué más da una cifra más alta que otra o más baja cuando hablamos de 28.000 víctimas? ¿Cambia algo? Ya lo dicen algunos periodistas, que un muerto resulta noticia y mil ya pasan a ser estadística. Los datos son útiles si sirven para entender el problema y darle solución. Nuestro trabajo no tiene que ver con individuos, sino con poblaciones. Hemos compuesto el puzle con lo que nos proporcionaban las comunidades autónomas. Nuestra obsesión ha sido con cada una de ellas que comprobaran si eran fiables o no. Todos han hecho y siguen haciendo un trabajo excepcional.
En esa coordinación con las comunidades autónomas, el doctor seguramente ha aplicado muchas reglas de su carácter. Y un espíritu de equipo basado en ir más allá de los límites. “No los tengo. No creo que nadie los tenga. Y si existen, hay que tratar de olvidarse de ellos, no darles la más mínima oportunidad. Los límites están para saltárselos, como los dogmas”.
He ahí un resumen de lo que ha sido su esencia vital. “En todo momento, ha hecho lo que él ha querido hacer. Pero siempre como servidor público”, asegura Salvador Illa, ministro de Sanidad, que ha tenido tiempo de conocerlo muy de cerca y en situaciones extremas. A ambos les ha caracterizado estos meses una virtud: la serenidad. Una serenidad que parecía contagiarse entre ellos.
“No podía perder la calma”, asegura Simón. “Cuando tienes que transmitir escenarios dramáticos a quienes les toca tomar decisiones, para que entiendan de verdad lo que es importante, debes hacerlo muy calmado. Pero en esa seguridad también estás obligado a hacer ver las dudas o la incertidumbre que cabe en cada una de las posibilidades”. En eso, el doctor trasluce experiencia. También psicología, algo que sin duda le viene de sus conversaciones y de la admiración a su padre, psiquiatra, que hoy tiene 89 años. “Ha sido un hombre increíblemente vital, que ha sabido recuperarse de dos golpes, dos veces viudo. Me pregunta mucho, a ratos se siente preocupado por mí, y, a ratos, orgulloso”. La madre de Simón, segundo de seis hermanos, murió cuando él tenía ocho años. “Te sientes responsable hacia los más pequeños, inevitablemente”.
Las situaciones límite las ha vivido a fondo. Su experiencia como epidemiólogo lo ha llevado a Burundi, Somalia, Tanzania, Togo o Mozambique. “Cuando tienes que ir a un hospital en Beira (Mozambique) a controlar una epidemia de cólera y ves, nada más llegar, que el equipo médico no sirve porque no hacen más que llorar, ¿qué haces? Pues convencerlos de que a pesar de que se les mueran cien han salvado miles, devolverles así la moral”.
También anduvo por Guatemala y Ecuador. Pasó por las aulas de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, en el Reino Unido, y por el Instituto de Vigilancia Sanitaria de París. Se ha movido por casi todas partes con su esposa, María Romay-Barja, y sus tres hijos. Fue en París donde, aparte de aprender gestión de diferentes escenarios, se apuntó a unas jornadas de comunicación con otros compañeros. “Lo dejamos rápido, nos pareció absurdo. Estaban obsesionados por transmitirnos eso que llaman la estrategia del win-win, que nos comiéramos unos a otros como tiburones. Lo basaban todo en la imagen, hasta nos indicaban qué tipo de ropa nos podía sentar bien”.
Ahí le preguntaron por su pelo y él respondió, como ahora: “Me dejé de peinar a los 15 años”. Y respecto a sus tonos de ropa adecuados, probablemente no incluyeron en el catálogo el gris o todas las variantes de azul que ha mostrado a lo largo de sus comparecencias. Con camisas sin planchar, además, a mucha honra: “La plancha fue útil porque en un momento sirvió para matar bichos. Cuando se han inventado lavadoras y detergentes que pueden con eso, ha pasado a ser un elemento de apariencia y dominación. ¿Quién plancha? Las mujeres, generalmente. En mi casa, no sé ni dónde está la plancha”.
Su forma de comunicar no aparece en ningún manual al uso. ¿Por qué este hombre se ha convertido en un icono pop del que se hacen camisetas, al que mandan regalos a su despacho, incluso bustos esculpidos con su rostro? ¿Por qué este señor genera en algunos una confianza que le abruma y un odio en detractores a los que desprecia o ni les dedica un ápice de su tiempo? Probablemente, porque no se detiene un momento a actuar con pose. Ni calcula estrategias. No utiliza redes sociales. “Existe una confusión respecto a las ruedas de prensa: yo no hablo para los periodistas. Me dirijo a la población”.
Así consigue, con vestuario desaliñado, afeitados nada rigurosos, alboroto en su cabellera y cejas que ni por asomo se le ocurre cortar, labrar una extraña complicidad con parte del público. Vestido con jerséis de andar por casa y vaqueros, daba paso en las comparecencias de las semanas más críticas a militares y cuerpos policiales o guardias civiles con medallas y galones que obedecían y esperaban a que él, más hippy que ejecutivo, más casual que marcial, les concediera turno. “De hecho, he intentado no aprender nada de protocolo, no se me vaya a pegar”, afirma.
Salvador Illa incluye entre las dotes innatas de Simón la comunicación y el liderazgo: “En ese sentido cuenta con las virtudes que los expertos enseñan y muchos, pese a esmerarse, no consiguen. A eso une un carisma con sus equipos también natural, y, sobre todo, que es buena persona. No cabe duda de eso cuando lo tratas”. Lo único que a Illa le ha inquietado en estos meses ha sido lo siguiente: “Su manía de la moto… Ante eso me he tenido que poner serio. En días de mucha tensión, de mucho riesgo, no me hacía ninguna gracia que se trasladara en moto. Se lo he dicho. Incluso, no le he dejado alguna vez que la utilizara cuando nos trasladábamos a La Moncloa. ¡Sube al coche, Fernando, haz el favor!”.
Pero los trayectos en Suzuki, para Simón, día a día, son esos espacios íntimos con aire que utiliza para pensar: “Cuando llegas a la oficina, lamentablemente, muchas veces no tienes espacio para reflexionar, pararte a examinar con reposo las cosas. Eso lo hago en la moto”.
El ministro Illa lo quiso cuidar tanto en los días aciagos que una de las peores noticias que recuerda hoy es cuando Simón contrajo el virus. “Afortunadamente fueron pocos días”, afirma el responsable de Sanidad en su despacho. Incluso se acuerda cuándo dio positivo: 30 de marzo. Pero Simón, durante su convalecencia, siguió atento a la situación. En su caso, resultó leve. “Ni me daba cuenta de que podía haberlo contraído. Lo atribuía al cansancio”. Curioso… El encargado de los diagnósticos, confuso ante los síntomas propios. “Pasé una noche de mucha tos y un día de fiebre, nada más. Mis hijos me dejaban la comida en la puerta, se portaron de lujo. Y los vecinos nos traían hasta torrijas, que era casi Semana Santa. No sé cómo se lo podré agradecer”.
Simón volvió a su puesto el 14 de abril. Las medidas de confinamiento empezaban a dar resultados. ¿Por qué ha causado tantos estragos la covid-19 en suelo español? “A mí me gusta analizar lo que ha ocurrido en todo el territorio”, responde Simón. “Su impacto en el ámbito nacional ha quedado muy sesgado por lo que ha ocurrido en Madrid y Barcelona. Es lógico, son las puertas de entrada para la mayoría de la gente. Luego, afecta a las localidades de alrededor. Por eso, junto a Madrid, se han visto más afectadas las regiones limítrofes. Además, España es, junto a Japón, el país con más esperanza de vida. Por tanto tenemos una población muy envejecida con la que el virus se ha cebado. Eso explica, en gran parte, nuestra situación”.
Un escenario que juzga ya bajo control. Pero que no sabe hasta qué punto aún le pasará su propia factura. Cree que a fuerza de actuar no ha tenido tiempo apenas de digerir lo vivido y eso aflora de manera evidente en su rostro: al hablar de lo más trágico y lo más heroico, se le enraman los ojos. “Cuando te encuentras en situaciones así, lamentas cada uno de los muertos, te los llevas a lo más hondo. Piensas también en lo que has llegado a evitar. Pero no soy tonto: lo que a mí me jode son esos 28.000 fallecidos. ¡No los acepto! He visto morir gente, mucha gente, todos los días, en los países donde me ha tocado luchar. A mujeres jóvenes que con seis hijos se te quedan en una sala de partos y sabes positivamente que esas criaturas no tienen un padre que se vaya a ocupar. Sufres. Los epidemiólogos venimos llorados de casa. Tenemos coraza para aguantar. Estos meses he llorado, quizá menos de lo que hubiera pensado, y muchas veces, aparte de por los muertos, por los vivos. Por esos héroes callados, por la gente confinada que lo ha perdido casi todo y paga esto de mala manera. Por aquellos que sin poseer nada llevan un plato al vecino porque tiene menos aún. Esos son los que verdaderamente me emocionan…”.
Simón deja de hablar. Los ojos, tan claros en su tono grisáceo, rojos. La voz ronca, aún más quebrada. Y un reproche por haberse roto al recordar ese momento: “¡Joder, ya me he puesto a llorar: vete al carajo!”.
Sentados en una terraza de la calle de las Huertas, junto al ministerio, a este hombre que tiene tantos detractores en las redes, durante tres horas de conversación en torno a unas cervezas y un pincho de tortilla, continuamente se le acercaron desconocidos para darle sinceramente las gracias. Ningún insulto, ni malas palabras. Todo señales de cariño y ánimo. “Ves, casi no puedo salir a la calle, todo esto me abruma y lo agradezco infinitamente, ¿por qué a mí? Simplemente hago lo que tengo que hacer”.
El caso es que salir con Fernando Simón a la acera es como pasear con una celebridad. Y no le hubiese importado, porque una de sus pasiones es el rock and roll y, concretamente, tocar el bajo: “Los Beatles, sí, a toda la familia nos gustan, pero también Eric Clapton, Van Morrison, grupos españoles, Juan Perro y antes Radio Futura, por supuesto… O todos los cantautores, ¿quién puede negar que Sabina es un poeta? Y, claro, Labordeta. Mira, digo Labordeta y la carne de gallina se me pone”.
El cariño lo recibe; ante las críticas, sobre todo las políticas, se pone el impermeable: “No he hecho cursos de formación para entender estrategias políticas, pero veo películas y leo periódicos… La clave para desprestigiar a gobernantes pasa por atacar a los expertos con los que trabajan. Eso puede llevar a ciertas canalladas, pero prefiero ni enterarme”. Tiene su propio método contra las malas intenciones: “Hago un esfuerzo constante por parecer tonto y sorprenderme ante la maldad. No la acepto, por sí, como ha ocurrido, por ejemplo, con los bucaneros que en los peores momentos han dominado el mercado sanitario. Ahora, menos, pero existen”.
Otra cosa es cuando esas críticas vienen del ámbito científico: “Duelen más”. ¿Lo dice quizá por la que vertió Pedro Alonso, el mayor experto en la lucha contra la malaria, cuando dijo que aquí no se habían hecho las cosas bien? ¿Se sintió expresamente aludido? “Pedro es un gran experto en malaria, pero la emergencia sanitaria no es su fuerte. Quizá se dejó llevar un poco por otros motivos, aunque no me ha molestado”.
Ahí es donde los científicos sacan un poco su estilete, enseñan las garras. Porque en todas partes, y en su ámbito también, se lanzan coces. Aun así, Simón contempla lo que viene con confianza: “Creo que podremos controlar los rebrotes, ahora disponemos de medios para contener una posible nueva activación del virus. Medios sanitarios que la crisis había dejado mermados y que espero hayamos aprendido a solucionar. Debemos revertir la capacidad de nuestro sistema de salud, sin duda. Es una de las principales enseñanzas de esta situación”.
Con la guardia en alto, él y los suyos esperan disfrutar este año de unos días en Caspe (Zaragoza), el pueblo donde desde niño ha pasado casi todos sus veranos. Ahí disfrutará algo de un ligero descanso nunca desconectado, entre decenas de sobrinos, hermanos, primos —“podemos llegar a juntarnos 30”, dice, “somos muy familia”—, mientras confía en que se aparte un poco de encima el foco que tanto le ha pesado estos meses: “Dentro de un tiempo, lo sé, nadie se acordará de mí”.