Defensa de los límites
La realidad nos enseña la necesidad urgente de aceptar la contención como punto de partida para una mejora racional de las cosas
La idea de que haya límites que no puedan o no deban cruzarse provoca en nuestro mundo un rechazo instintivo: límites en el comportamiento, en la expresión, en la velocidad, en la ambición, en el consumo. A cada momento la publicidad propone ventajas sin límites, disfrute ilimitado de datos, placeres sin límite, como en esos restaurantes de baja estofa americanos que invitan monstruosamente a comer hasta el hartazgo por un precio fijo: “All You Can Eat”. En esto, como en tantas otras ocasiones, se conjugan los intereses más rapaces y destructivos del capitalismo y las fantasías de emancipación radical y satisfacción instantánea de todos los deseos heredadas de Mayo del 68. El capitalismo quiere abolir cualquier límite al crecimiento y al beneficio; el mayodelsesentayochismo te anima a cumplir a cada momento y sin retraso ni control cualquier deseo: “Prohibido prohibir”.
A diferencia de las necesidades, cuyo catálogo es bastante reducido, los deseos pueden no acabarse nunca, y una vez obtenidos despiertan no el apaciguamiento de lo ya logrado, sino la ansiedad de lo que todavía no se tiene. Ese principio lo formuló Buda hace 25 siglos y lo estudian ahora con todo tipo de recursos científicos los inventores de adicciones. Como la imaginación sí tiene límites, quienes alcanzan el privilegio de poseerlo todo, sean capos del narcotráfico internacional o plutócratas de la tecnología, incurren en una penosa monotonía en sus adquisiciones desmedidas: coches de lujo, mansiones, relojes, islas privadas, yates, yates cada vez más grandes, yates tan grandes que han de ir acompañados de otros yates en los que se aloja el personal innumerable, yates con helipuertos. Como ni el yate más enorme les basta, se construyen cohetes y naves espaciales; como les enfurece someterse al límite humillante de la muerte, fundan clínicas y centros de investigación biomédica para alargar sus vidas. Leí en Financial Times que, a raíz de la pandemia de covid, se ha notado un aumento en la pasión adquisitiva de los megamultimillonarios, acuciados quizás por esa sombra de mortalidad y fugacidad de las cosas que también nos aflige a los seres humanos ordinarios.
A nuestra propia escala, cada uno puede ser como esos espíritus hambrientos que habitan uno de los infiernos de la mitología budista tibetana: no tienen sosiego porque la comida que devoran en vez de hartarlos les da más hambre todavía. Es asombroso que sabidurías tan antiguas contengan metáforas que expliquen con tanta precisión nuestro tiempo. Cualquier límite se ve como una restricción intolerable. Un poeta se revuelve contra los límites opresivos de la métrica y de la rima; un artista, contra el peso muerto de las tradiciones y contra las formas del arte académico. Que la poesía medida y rimada dejara de estar de moda hace más de un siglo, y que todas las tradiciones y convenciones académicas del arte no sean ya ni un recuerdo lejano, no menguan la conciencia arrogante de quien a estas alturas se sigue declarando en rebeldía contra ellas. La publicidad ha parasitado astutamente el lenguaje de las vanguardias: “Rompe las reglas”, dice un anuncio de telefonía móvil. Hace ya varias generaciones que no queda nada por transgredir, ni en las artes ni en las costumbres, pero la transgresión sigue mereciendo todo tipo de parabienes culturales y académicos, y hasta de subvenciones, y la norma, la forma, el límite, suenan a tedio y a represión. Los economistas llevan décadas burlándose de aquella idea de los límites del crecimiento que formuló en 1972 el Club de Roma.
Un límite que entre nosotros padece una forma particular de desprecio es el de los modales, las formalidades de la vida social, en lo privado y en lo público. Entre nosotros, la grosería de comportamiento y de palabra se glorifica como espontaneidad, y toda formalidad cortés parece hipocresía, y cuanto más soez es el lenguaje que usa un escritor, un periodista, un político, un ministro, más impresión da de autenticidad y compromiso. En nuestra desaliñada juventud creíamos que la forma era desdeñable porque lo importante era el fondo, y que importaba el contenido y no el continente, y así acabábamos en una confusión ética y estética que al cabo de tantos años se parece mucho a la que reina ahora mismo.
A todo el mundo, cuando es joven, le provoca rechazo la antigua expresión inglesa Manners before morals. Las buenas maneras, desde luego, no son más importantes que la decencia moral, pero están mucho más conectadas con ella de lo que parece, y su deterioro y su ausencia son señales no de emancipación, sino de discordia. Una cortesía universal e implícita la practica casi todo el mundo cuando se mueve por una red de metro o viaja en el autobús. Quien rompe el límite de las formas, hablando a gritos al teléfono, ocupando dos asientos con las piernas desplegadas, provoca una estridencia tan desagradable como la de una nota falsa en un violín. Cuando se ha vivido bajo las normas asfixiantes de una dictadura, hay un instinto natural de rebeldía contra todo límite. Pero en nuestro caso la dictadura terminó hace ya casi medio siglo; y los portugueses, que vivieron tan sometidos como nosotros, y que además llegaron a la libertad con una explosión de alegría que nosotros no conocimos, mantienen un respeto admirable por las buenas formas, que se manifiesta a cada momento en la vida diaria, y también, para nuestra vergüenza y envidia, en la vida pública.
“Donde hay forma hay alma”, dice Fernando Pessoa, que no encontró nunca la forma posible para el eterno borrador de su Libro del desasosiego. Como esos padres y madres que tardan tanto en aceptar el valor educativo de los límites, creo que esa educadora implacable que es la realidad nos va enseñando a todos, en cada ámbito de la vida, la necesidad urgente de aceptarlos, y no ya como estorbos inevitables, sino como puntos de partida para una mejora racional de las cosas. Delante de nuestros ojos se está desbaratando el delirio neoliberal y sesentayochista de la proliferación infinita de lo caprichoso y lo superfluo, de un crecimiento económico sin pausa que a lo que se parece es a la proliferación incontrolada de un tumor canceroso. Nada puede crecer indefinidamente: ni el número de turistas que llegan a una ciudad o a una isla, ni el agua potable que se consume en un país de desertificación y de sequía, ni los residuos de plástico que se arrojan al mar, ni las cantidades de comida en buen estado que acaban en la basura mientras millones de personas siguen muriendo de hambre, ni la ropa mala y barata que alguien se pone una o dos veces o no se pone nunca y acaba en esas cordilleras de harapos que van creciendo en el desierto de Atacama. Una abogada tenaz y valerosa, Teresa Vicente, impulsó la iniciativa popular gracias a la cual se reconocieron por primera vez en España los derechos no de una persona, sino de un don irremplazable de la naturaleza, el mar Menor de Murcia, un paraíso terrenal que ha estado a punto de convertirse, por culpa de los vertidos de residuos y fertilizantes, en un pantano inmundo de agua estancada y peces muertos. La ley justa promovida por Teresa Vicente marca los límites que aseguran la protección de lo que pertenece a todos, a los que vivimos ahora y a los que aún no han nacido, a los seres humanos y a las demás criaturas.
Pero no habrá una ley y ni siquiera un gran acuerdo que imponga los límites de la buena educación, las formas, la prudencia, a esa parte de la clase política y mediática que ya solo sabe usar el lenguaje para la arenga, la mentira y la injuria, para echar leña al fuego y celebrar con guasa cínica la furia de las llamas.
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