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TRIBUNA
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Los claveles han vuelto a las calles

Ningún acontecimiento involucra hoy a los portugueses como el recuerdo de la revolución que hace medio siglo derrocó una dictadura podrida

Los claveles han vuelto a las calles. Lídia Jorge
martín elfman
Lídia Jorge

The revolution will be not televised

The revolution will not be brought to you

(Gil Scott-Heron)

1. Se dice que la revolución es hermana del poema, puesto que ambos implican un exceso de vitalidad, y tanto la una como el otro acarrean la luz de futuros soñados. Me gusta esta asociación por lo que implica, la creencia en la renovación unida al poder de la palabra, en el cambio hermanado con la dinámica del verso, en la utopía ligada a la metáfora. Y aunque la asociación entre entidades tan diferentes deba detenerse aquí, no puedo dejar de subrayar este vínculo, ahora que se cumplen 50 años del 25 de abril de 1974, aquel día radiante que devolvió la libertad a los portugueses, y la alegría regresó a las calles de todas las ciudades de nuestro país. Ese día, la poesía estaba en la calle, y al cabo de los años, ha vuelto.

2. Lo más sorprendente es que hubo una época en la que no lo estuvo. En los años noventa, llevar un clavel en el pecho en el aniversario del 25 de abril se consideraba señal de nostalgia decadente. El Parlamento se engalanaba de mala gana, a los militares que habían desencadenado la revolución y permitido una transición casi serena hacia la democracia se les dejaba de lado. Se retiró la R de la palabra Revolución, como diciendo que la fecha era una acotación inútil, que, de no haber habido un movimiento revolucionario, las conquistas democráticas habrían surgido de forma natural, por simple Evolución. Era la época posterior a la caída del muro de Berlín, cuando se pensaba que los objetos tenían alma y el intercambio de mercancías sellaba fraternidades entre países. Todo esto era falso, como trágicamente se reconoce hoy. Pero en Portugal, envuelto entonces en el frenesí de la modernización, una nube de polvo parecía querer posarse sobre la época de la utopía, que muchos se apresuraban a enterrar. En los cafés se repetía entonces la melancólica convicción de Ortega y Gasset: “En las revoluciones intenta la abstracción sublevarse contra lo concreto: por eso es consustancial a las revoluciones el fracaso”.

Sin embargo, a medida que nos fuimos adentrando en la segunda década del siglo XXI y las democracias empezaron a verse afectadas por severas amenazas, al tiempo que el movimiento antidemocrático iba ganando terreno en todo el planeta, por contraste, la revolución de abril empezó a ser valorada como nunca lo había sido. A estas alturas, lo es más que nunca. Lo que se está viviendo entre nosotros es un reconocimiento de esa reivindicación tan evidente que Portugal ha vuelto a ser un caso de análisis. No recuerdo ningún acontecimiento entre nosotros que involucre de tal forma a las instituciones, a los escenarios, al arte, al canto, a la danza, a la literatura, a la historia, a los periódicos, a los libros y librerías, a la casa y a la calle, y todo ello sucede a la vez, bajo el signo de la vitalidad, la memoria y la celebración. Los claveles están por todas partes. Y aquella canción de José Afonso, que a principios del milenio parecía causar repugnancia, arranca ahora lágrimas de emoción. He sido testigo, he podido observarlo.

3. Creo que son varias las razones que justifican semejante estado de ánimo colectivo. En el país de la Revolución de los Claveles (que fue pacífica, se produjo sin derramamiento de sangre prácticamente, fue la primera de muchas que la siguieron y que son consideradas sus epígonos, atrajo a gente de todas partes a las calles de Lisboa para reunirse en una celebración sin precedentes tras la caída de un régimen caduco que había durado casi medio siglo), la sociedad portuguesa aparece ahora socavada por un mal común, al igual que España, Francia, Alemania, por no hablar de Hungría, y para no alejarnos del espacio europeo. Por eso, la primera pregunta que formulan los periodistas extranjeros que llegan estos días a Portugal es: “¿Cómo cabe interpretar que 50 años después de la Revolución de los Claveles, el 20% de la población vote a una extrema derecha xenófoba y populista?”.

No quiero estropear esta página asignándole demasiado espacio a la excepción. Por eso prefiero pensar lo contrario: en los tiempos que corren, en Portugal, el 80% de los portugueses, a pesar de decepciones de distintas clases, quieren vivir en democracia. Recordemos que el mayor logro del 25 de abril fue alcanzar la libertad. Libertad de expresión, de elección, de movimiento, de reunión, de opinión y otras muchas. En definitiva, Libertad, y santa Libertad como decían algunos.

4. Sin embargo, quienes han nacido en libertad no saben lo que significa no tenerla. Desconocen que la libertad no es un regalo que se recibe, es una conquista que se deriva de la convivencia dialógica. Como no lo saben, se imaginan que el paraíso de la justicia perfecta, de la verdad absoluta, del respeto, del honor, de la riqueza y del progreso, todo al mismo tiempo, se produce por obra mesiánica de regímenes rígidos de un solo hombre que se sienta en su sillón de respaldo alto y permanece allí para siempre. Ahora bien, el infierno que desencadenan esos proyectos totalitarios ya los hemos experimentado. En nuestro espacio ibérico. Por eso, el politólogo Álvaro Vasconcelos, en una entrevista reciente al diario Público, dijo que lo que se propone como meta regeneradora no constituye en absoluto una nueva utopía, sino más bien una retropía. Y las redes sociales son su cauce dorado. Da sin duda que pensar.

En los años setenta, Gil Scott-Heron, el cantante afroamericano, decía que la revolución era incompatible con la comunicación televisiva y cantaba con éxito. Si estuviera vivo, ¿qué canciones compondría ahora, ante el poder demoledor de las redes sociales? Tomaría sin duda la guitarra para conjurar la oscuridad del discernimiento que estas impulsan, entre tergiversaciones, falsas promesas y mentiras. En verdad, la promesa de la involución acecha por todas partes. Pero no merece la pena seguir ensuciando la página en el día de hoy con la evocación de esta amenaza, cuando estamos en vísperas de recordar aquel jueves por la noche en el que al son de una canción fue derrocada una dictadura podrida.

5. Cincuenta años después, la memoria ha recorrido su camino, registrando verdades y petrificando también algunas mentiras, como ocurre siempre, pero junto a esta labor tendencialmente objetiva, se van alineando retazos de una mitología de la que despuntan piedras preciosas que salen a nuestro encuentro para henchir el alma. Una de ellas es precisamente una parte de la historia de la canción Grândola, Vila Morena, concebida y cantada por José Afonso. La canción arranca con unos pasos rítmicos que introducen la letra cantada en tono tradicional. Son los pasos de tres cantantes y un guitarrista, como cuenta uno de ellos, José Mário Branco, que pretendían reproducir el ritmo lento de la cadencia típica de los escardadores del Alentejo, cuando regresaban por la noche abrazados, arrastrando los pies. En 1971, en París, los pasos se grabaron a ritmo lento, duplicando el sonido, pero por un error técnico el resultado fue unos pasos rápidos, épicos, premonitorios de un cambio histórico del que, cuatro años después, constituirían la señal. Grândola, Vila Morena es nuestra Bella Ciao. Como ella, es una canción repleta de significados y narrativas de diverso orden, un puñado de versos que nos conducen hacia la esperanza.

Que no nos pregunten, pues, por qué hay tanta alegría en nuestras calles, a pesar de la mala vida de muchos. Porque, si las dificultades de los últimos años llevan a una parte de la población a las puertas del populismo, hay muchos más que saben que imaginar de nuevo la revolución, escuchando la canción que la anunciaba, es una fuerza que se mantiene activa en este rincón de Europa, una llama que ilumina la oscuridad que parece querer extenderse sobre la Tierra. Hay un exorcismo en las calles de Lisboa.

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