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Las otras vidas
Tribuna
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Diversos días de abril

El 25 de abril portugués y el italiano siempre me han dado cierta envidia. En España no hubo un día en el que se retirara un invasor, o en el que una conspiración militar pusiera los tanques en las plazas para dar fin a la dictadura

Molina 29 abril
FRAN PULIDO
Antonio Muñoz Molina

El 25 de abril es una de las fechas más luminosas del calendario. Suena a plena primavera, a liberación festiva, a promesa. Juan Benet decía que en la pesadumbre de los años cincuenta los días cercanos al 14 de abril invocaban con sus colores botánicos tan vivos la conmemoración prohibida de la Segunda República. El 25 de abril tiene una sugerencia doble de celebración porque es fiesta nacional en Portugal y en Italia. El 25 de abril de 1974 el golpe militar más pacífico del mundo hizo que se derrumbara de la noche a la mañana el edificio decrépito del régimen fascista, y el mismo día de 29 años atrás quedaron liberadas las grandes ciudades del norte de Italia y los últimos verdugos y funcionarios de la República de Saló huían en los convoyes de los militares alemanes vencidos, en uno de los cuales viajaba disfrazado Benito Mussolini, que habría podido escapar si un partisano antifascista no lo hubiera reconocido cerca del paso fronterizo. En el día de la liberación, las plazas que quedaban desiertas en las noches de terror policial, o que eran ocupadas reglamentariamente por multitudes fieles al tirano que gesticula en el balcón, se convierten en hervideros festivos de muchedumbres con pancartas y banderas. En Lisboa, cada vez que paso por el Largo do Carmo, por el Rossio, por la Praça do Comércio, me acuerdo de aquellas fotos en blanco y negro que tanta envidia nos provocaban a algunos cuando las veíamos en los periódicos españoles: carros de combate con banderas rojas y claveles en las bocas de los cañones, gente joven que escalaba los monumentos para coronarlos de pancartas y que se lanzaba vestida a las fuentes públicas. Justo este 25 de abril Tereixa Constenla entrevistaba en este periódico a Alfredo Cunha, que fue, a los 20 años, el autor de muchas de las fotos que yo veía entonces, soñando con fotos semejantes en la Puerta del Sol de Madrid.

En las fotos italianas de 1945, la alegría colectiva está ensombrecido visiblemente por las huellas de la miseria de la guerra, por el vendaval recién terminado de crueldad de la ocupación alemana y la saña fratricida de los sicarios del régimen de Saló, que habían llevado su extremismo hasta una especie de bestialidad nihilista. Pero donde se ve todo el júbilo de la liberación y todo el horror de la guerra es en las imágenes de otra plaza y de otras multitudes, solo unos días más tarde, en el Piazzale Loreto de Milán, donde fueron arrojados como en un montón de harapos y monigotes sangrientos los cadáveres de Mussolini y algunos de sus últimos secuaces, antes de que los colgaran bocabajo como reses desolladas sobre las ruinas de una gasolinera. El día de la liberación queda marcado en los calendarios con un número en rojo que señala tan rotundamente el final de un tiempo y el comienzo de otro. Van pasando los años y la conmemoración se vuelve sobre todo oficial, con gran aparato de discursos y desfiles, y mucha gente prefiere aprovechar el día de fiesta para irse a la playa, antes que salir a una plaza llevando una bandera. Pero queda siempre un eco de aquel primer día, una conciencia tal vez vaga pero secretamente poderosa de pertenencia colectiva, de una fraternidad nacional que se afirma en lo más común y no en lo visceral y sectario.

El 25 de abril portugués y el italiano siempre me han dado cierta envidia. En España no hubo un día en el que se retirara un invasor, o en el que una conspiración militar pusiera los tanques en las plazas para dar fin a la dictadura. He pensado muchas veces que una debilidad de nuestra democracia era la falta de esa fecha indeleble, de ese día de clausura y comienzo que servirá cada año como ceremonia cívica por encima de las diferencias legítimas, de los intereses confrontados, de los enconos mezquinos y autodestructivos. La dictadura es un estado de vida en suspenso, un esperar desalentado en el que la mezcla tóxica del miedo y el tedio va minando la dignidad y aletarga el espíritu de rebeldía. Parece que la dictadura va a durar para siempre. Y en muchos casos es así, porque las vidas humanas son muy breves, y en una dictadura tan larga como la de Franco muchas de ellas acabaron sin el menor vislumbre de esperanza.

No tuvimos un 25 de abril, ni un 14 de abril. No cambiaron las banderas en los balcones ni se derribaron las estatuas. Nadie tomó por asalto las oficinas de la policía política ni tiró a la calle desde las ventanas los archivadores donde se guardaban los testimonios del oprobio, como sucedió en Lisboa en la sede siniestra de la PIDE, que ahora es un museo dedicado a la memoria de la resistencia antifascista. Así que tampoco tenemos una verdadera fiesta nacional o federal, porque la del 12 de octubre invoca resonancias imperiales tan superfluas como inoportunas, y porque el 6 de diciembre, el día de la Constitución, se celebra con tan escaso empeño que ha acabado juntándose con esa otra fiesta inverosímil que es el día de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, pretexto para un puente festivo en el que no queda rastro de homenaje al documento en el que se sostienen nuestras libertades.

Por supuesto que la idea de un punto de partida nuevo y radical es un espejismo. Nada acaba de golpe. No hay comienzo que se desprenda de todas las sórdidas ataduras de un tiempo anterior, más aún si ese tiempo ha sido tan largo, tan abundante de beneficiarios y de cómplices activos y pasivos como una dictadura. En su conversación con Tereixa Constenla, Alfredo Cunha se acuerda de la alegría del 25 de abril, pero también de los horrores de una descolonización apresurada, que dejó atrás guerras civiles y víctimas inocentes, y centenares de miles de retornados que de golpe lo perdieron todo y se encontraron siendo extranjeros en el país al que regresaban. Solo un año después del 25 de abril se proclamó en Italia la República, consagrada en su carácter social y antifascista en la Constitución de 1948. Pero muchos jerifaltes que habían medrado bajo Mussolini siguieron manejando influencias, y en las tensiones de la Guerra Fría Italia padeció la injerencia insolente y muchas veces clandestina de Estados Unidos.

En Portugal, salvo los extremistas broncos de Chega, no hay nadie en la izquierda ni en la derecha que no celebre el 25 de abril. En Italia el presidente del Senado tiene en su despacho un busto de Mussolini, y la primera ministra elude cuidadosamente en sus discursos conmemorativos palabras tan nítidas, y quizás tan irritantes para ella, como “Resistencia”, “Antifascismo”, “Partisano”. El espíritu de la República, que alentó en Italia una efervescencia cultural incomparable en toda Europa, vanguardista y popular a la vez, tan deslumbrante en el cine como en la literatura o el diseño, es un legado embarazoso para una derecha que pierde cada día más el pudor sobre sus inclinaciones antidemocráticas, sobre la fascinación que le despiertan los caudillos enfáticos del pasado, y sus aspirantes a imitadores del presente. En cuanto a nosotros, ahora que por fin hemos sacado los restos del fundador de Falange del Valle que ha dejado de llamarse de los Caídos, con un retraso de tan solo 48 años, nos hace cada vez más falta un quimérico 25 de abril para celebrar una libertad que no es menos verdadera ni valiosa ni frágil porque no podamos recordar el día exacto en que nació.

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