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Revolución no es lo mismo que transición

Este mes se cumple medio siglo del fin de la dictadura en Portugal en un proceso muy diferente al sucedido en España un año más tarde

Tribuna David Martín 04/04/24
SR. GARCÍA

Con el cincuentenario de la revolución portuguesa de 1974 a la vista, los gobiernos de Portugal y España han organizado un extenso programa conmemorativo conjunto. Se trata de una iniciativa que busca recordar y celebrar, a lo largo de este año y de 2025, la implantación de regímenes democráticos durante la década de los setenta del siglo pasado en ambos países. En esa época, portugueses y españoles pusieron fin a sendas dictaduras y dieron cuerpo a dos democracias que, no exentas de perturbaciones iniciales, se consolidaron en Europa dando paso a un largo periodo de estabilidad política. Sin embargo, una celebración compartida no debería hacernos pensar que una transición es lo mismo que una revolución. Aunque el estadio original de falta de libertades fue común, los episodios acaecidos en Portugal y España hasta la aprobación de sus respectivas constituciones democráticas no podrían haber sido más diferentes. Por este motivo, estos ciclos no siempre deberán ser explicados desde una lógica conjunta estrictamente transicional: si en la actualidad es posible afirmar que las memorias que han generado esos procesos en ambas sociedades están lejos de gozar de los mismos estímulos, es justamente porque no se valieron de instrumentos idénticos en su ejecución.

La operación del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) que el 25 de abril de 1974 derrocó al Gobierno salazarista de Marcelo Caetano —obligado a exiliarse en Brasil ese mismo día— poco tuvo que ver con la muerte natural del dictador Francisco Franco el 20 de noviembre de 1975 y con el funeral de Estado que siguió a su fallecimiento. En Portugal, el salazarismo fue extirpado de cuajo de las instituciones y el marco en el que se redactó la carta magna, aprobada el 2 de abril de 1976, concedió a los constituyentes plena autonomía para establecer las bases de un nuevo Estado de derecho, cuya raíz era una revolución incruenta que restituía a los portugueses sus derechos fundamentales bajo un modelo republicano. En España, por el contrario, los cambios fueron planteados desde el seno de un régimen autoritario que se fue desmontando progresivamente hasta dar paso a una implosión controlada, en un proceso condicionado por los viejos poderes y que optó por la monarquía parlamentaria como forma de gobierno, tal y como sancionó el referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978.

Hay consenso entre los historiadores al afirmar que el ruido de sables en los cuarteles españoles de aquellos años funcionó como una espada de Damocles en la lenta apertura hacia la democracia. Con su presencia, esa amenaza provocó, además, que el recuerdo de la Guerra Civil y la represión franquista limitase, en último término, los movimientos de la izquierda hacia posturas más rupturistas. Así, si el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 fue la evidente materialización de esos miedos, las posiciones reaccionarias de los militares en España —con la notable excepción de la Unión Militar Democrática— contrastaron fuertemente con el papel desempeñado por el estamento castrense en Portugal. En el país vecino, el ejército, no solo representado en la imagen icónica del capitán Salgueiro Maia entrando con su columna militar en Lisboa el 25 de abril, se situó nítidamente a la vanguardia de la revolución y lo hizo de muy diversas formas. De esta manera, al tiempo que muchos oficiales ocuparon un espacio preponderante durante el Proceso Revolucionario en Curso (PREC) iniciado con la caída de la dictadura, entre las tropas abundaron también los soldados que, desafiando la disciplina militar, desarrollaron grupos de autogestión para la defensa de las nuevas libertades.

Esta situación no significó que no se registrasen en Portugal algunas posturas reaccionarias como las observadas en España. El general António de Spínola, destacado miembro del MFA que en septiembre de 1974 había apelado desde la Presidencia de la República a la movilización involucionista de una “mayoría silenciosa”, planeó el 11 de marzo de 1975 un golpe militar buscando infructuosamente atenuar los logros revolucionarios. Durante ese año, también el “Verano Caliente”, plagado de enfrentamientos entre grupos de extrema derecha y extrema izquierda, dio forma a un clima “guerracivilista”. Pero en la posterior crisis del 25 de noviembre, el momento de mayor tensión entre las diferentes facciones militares portuguesas, a lo que se asistió fue a una lucha entre la izquierda militar del MFA y su ala moderada —próxima al Gobierno y a posiciones socialistas y socialdemócratas— que se saldó con la victoria de esta última corriente, la extinción formal del PREC y la estabilización de la democracia representativa.

No se pueden obviar estas secuencias dispares para comprender las diferentes formas de mirar al pasado a ambos lados de la Raya. Desde un punto de vista político-institucional, las miradas retrospectivas a los textos constitucionales en España y Portugal se han caracterizado por un notable antagonismo. En Portugal, las sucesivas reformas constitucionales inauguradas en 1982 buscaron “desideologizar” una constitución que daba cabida a una planificación de los medios de producción de tipo socialista, a la reforma agraria o a la irrevocabilidad de las nacionalizaciones, entre otras disposiciones. De este modo, los partidos mayoritarios portugueses promovieron retocar en varias ocasiones su articulado para confluir, de paso, con los países de su entorno, siendo los grupos más a la izquierda del arco parlamentario aquellos que con mayor vehemencia defendieron la literalidad de la constitución de 1976.

Ni que decir tiene que en España los grandes partidos se conjuraron para hacer exactamente lo contrario que sus homólogos lusos: blindar el texto constitucional y rechazar la introducción de grandes reformas. En ese contexto, durante mucho tiempo se ha hecho fuerte en determinados círculos un relato que alaba las virtudes del carácter negociador de la Transición española, pero que simultáneamente traba cualquier propuesta reformadora de calado más allá de las modificaciones mínimas que ha sufrido el texto hasta la fecha.

Hoy, cuando la amenaza de la extrema derecha se cierne sobre los dos países ibéricos, es en la construcción libre de una memoria popular acerca de la instauración de la democracia donde mejor se observan las diferencias entre orígenes revolucionarios y caminos transicionales. Si en España la celebración del 6 de diciembre no deja de ser una ceremonia política circunscrita a las Cortes Generales, las conmemoraciones portuguesas del 25 de abril no pueden parecernos más fascinantes a muchos españoles. Esa fecha no solo constituye una gran fiesta comunitaria de gran carga emocional que encuentra en las calles su principal escenario, sino que alimenta su imaginario a través de un ejercicio de memoria colectiva que convoca siempre a cientos de miles de ciudadanos. El sentimiento transversal, con sus cantos a la libertad conquistada, es el mismo que recorre los versos con los que la poetisa portuguesa Sophia de Mello Breyner Andresen plasmó el recuerdo de una revolución de vítores y claveles que cumple 50 años: “Esta es la madrugada que yo esperaba. / El día inicial entero y limpio / donde emergimos de la noche del silencio / y libres habitamos la sustancia del tiempo”.

Celebremos, pues, la libertad, pero no busquemos en España versos tan bellos y revolucionarios como estos porque no los encontraremos: una revolución no es solo una transición.

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