Sobre modales buenos y malos
La rebelión contra los protocolos tiene algo de infantil, aunque a veces marca verdaderos cambios de rumbo en una comunidad
Los modales sirven para propósitos contradictorios. Desde que las sociedades europeas dispusieron atenerse a estrictas reglas cortesanas, las maneras se usan para comunicar a los demás que pertenecemos a un medio o a un círculo determinado o bien para lo contrario, es decir, para advertirle al otro: “Tú no formas parte de este club”. Los códigos (y sus respectivos signos) son medios de autoafirmación y de orden, ya sea para confeccionar la lista de los invitados a una celebración, para regular la actividad de una secta de iniciados orientalistas, para organizar un partido político o una sociedad gastronómica.
Hasta las maras, esas pandillas que forman los delincuentes juveniles centroamericanos, cuentan con estrictos códigos de formas y de conducta. Las reglas de los grupos sociales tienden a ajustarse a un patrón —sea este un tipo de indumentaria, un acento o un vocabulario— y se rigen por un puñado de ritos expuestos con ademanes y gestos que por otra parte sirven para emular o despreciar los códigos ajenos. Se saluda de una forma —que no es lo mismo dar la mano que entrelazar los pulgares y acabar el saludo con un choque de pechos— (o simplemente no se saluda); se da un beso (que no es lo mismo que dar dos) y se cede el paso (o no); se agradece una dedicatoria o se guarda silencio, se elogia el trabajo del otro o uno se refugia en la reserva con la excusa de la discreción, etcétera. La variedad de valores e interpretaciones que damos a los signos que empleamos con los demás es asombrosa. Así nos aseguramos el lugar que ocupamos en el mundo, acompañados por otros que comparten con nosotros los mismos modales.
Las formas no son solo inútiles y anacrónicos resabios de una sociedad
de clases, sino que condensan el modo en que nos relacionamos
Nadie escapa al imperativo de las maneras, ni siquiera los que pretenden quebrantarlas, pues enseguida sus gestos se trasladan a formas alternativas codificadas y éstas se traducen en fórmulas nuevas que pueden ser imitadas. Los llamados “artistas de vanguardia” conocen esto muy bien tras haberlo experimentado en carne propia. Nacieron como alternativa al arte de las academias, a veces atacando radicalmente y con gran alharaca los motivos, las figuras y las técnicas académicas; y al cabo de unas pocas décadas, ya los tenemos perfectamente alineados y clasificados en las salas de los grandes museos junto a los maestros contra los que se levantaron. Los profundos agravios que los separaban de sus acartonados antecesores han quedado reducidos a pequeñas diferencias expositivas que los curadores resuelven de modo muy práctico: unos en una planta superior del museo y otros en la de abajo; lo que autoriza a pensar que quizá el “vanguardismo” no sea más que una variación en las maneras.
En cualquier caso, la revuelta contra los estilos vigentes no solo es habitual entre “vanguardistas”. La permanente revisión de los códigos que rigen las conductas sociales es una característica inconfundible de nuestros tiempos modernos. La cultura y la sociedad actuales llevan un par de siglos en constante rebelión contra las formas, primero cortesanas y después burguesas, desde los ya lejanos sucesos que protagonizaron los exaltados jacobinos en la Francia de 1789 cuando, como parte de su alzamiento contra el Antiguo Régimen, la emprendieron contra las pelucas y el culotte de seda e impusieron el tuteo en la Asamblea, tal como hacen hoy en día quienes se proclaman sus émulos y les gustaría ser identificados como herederos ideológicos del jacobinismo. Este es el sentido del repudio de la corbata, la reivindicación de las zapatillas deportivas o las greñas y del recurrir —de nuevo— al tuteo, al habla callejera del rapeo y a las trazas del “descamisado”.
La rebelión contra las formas y los modales, los cambios en los protocolos o en la indumentaria y las deliberadas variaciones en el habla, cuando no son espontáneos, mucho tienen de infantil y de irrisorio. Sin embargo, hay veces en que marcan verdaderos cambios de rumbo en una comunidad, como cuando los “barbudos” castristas decidieron afeitarse y enfundarse los pesados uniformes de los militares soviéticos, gesto que revelaba una alineación y también una servidumbre; o cuando los comunistas chinos dejaron en el armario las sobrias chaquetas Mao y recuperaron el traje y la corbata —¡la odiosa corbata!—, una deriva que no era la consecuencia de la moda, sino el signo de que en la China continental soplaban aires neocapitalistas. Un simple ademán puede venir asociado a un fuerte componente político, como aquella sandalia arrojada por un periodista a George W. Bush durante una conferencia de prensa, gesto que equivalía a tratarlo como a un perro. (Bush, por cierto, con notable sangre fría y pericia para el juego de cintura, consiguió esquivar el golpe). Y otras veces una acción pensada para dar la imagen de contundencia o de firmeza en las ideas propias, ejecutada sin la debida atención a las formas, se convierte en un torpe exabrupto, pura y simple mala educación, como el gratuito desplante que, con la excusa de sus fuertes convicciones antimilitaristas, dedicó recientemente la señora Colau a dos oficiales del Ejército español que atendían a un puesto en una feria en Barcelona.
La variedad de valores e interpretaciones que damos a los signos que empleamos con los demás es asombrosa
Contra lo que creen sus enemigos, los modales y las formas no son únicamente inútiles resabios de la sociedad de clases ni persisten solo por anacronismo o por casualidad, sino que condensan o interpretan el modo como nos relacionamos con el mundo y con nuestros semejantes. Por eso no pueden ser eliminados y, desde que se impuso la vida urbana y sedentaria, guardan estrecha relación con la manera como consideramos al prójimo y con el perfil moral (o inmoral) de nuestras conductas. Por esta razón, el siglo XVIII —“el último siglo civilizado”, según la respetable opinión de Octavio Paz— era tan pródigo en manuales de maneras que servían como repertorios de modales cortesanos y al mismo tiempo como prolijas descripciones de costumbres y primeros ejemplos de una semiología incipiente que, con el pretexto de enseñar la buena educación al individuo civilizado, trazaban el retrato de una época que soñaba con poder reducirlo todo a un código que se pudiera impartir y —sobre todo— aprender.
La reciente publicación de uno de estos manuales de maneras (De cómo tratar a las personas. Traducción de José Rafael Hernández Arias. Arpa. Barcelona, 2016), obra del barón Adolph F. Knigge, es testimonio de esta perdida asociación de los modales con la educación moral, la misma que puede leerse en los tratados de educación de príncipes de la España del siglo XVII y en los escritos de los primeros estetas ingleses, que fueron sobre todo escritores moralistas, como Shaftesbury. Las páginas del manual del barón Knigge no solo reúnen un repertorio de consejos de buenas costumbres, sino que están inspiradas en una urbanidad insólita cuyo fin último es una especie de belleza moral, típicamente ilustrada.
¿Cuánto de este espíritu tan civilizado llegará a los lectores contemporáneos, en su mayoría formados en la zafiedad y en el desprecio de las maneras? Difícil saberlo. En cualquier caso, la lectura del fino repertorio costumbrista del masón Knigge nos permite medir la distancia que —por desgracia— nos separa de los ideales ilustrados originales, de su desaparecido modelo de civilización, fundado en discernir entre maneras y en un espejo de costumbres en el que ya no podemos —¿no podemos?, no queremos— vernos reflejados.
Enrique Lynch es escritor y profesor de Filosofía en la Universidad de Barcelona. Su último libro es Nubarrones (Comba, 2014).
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