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Tribuna
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Cincuenta veces mayo

Mayo del 68 permitió quedarse con lo mejor de una revolución desechando lo peor. Por fin la revolución podía dejar de ser una orgía de sangre. Pero, antes de darnos cuenta, la revolución neoliberal fue la que venció de manera implacable

Antonio Valdecantos
ENRIQUE FLORES

La palabra “revolución” sugiere la idea de una agitación histórica que rompe el ritmo consabido de los hábitos, logrando que la historia recorra en pocos días un camino que, de otro modo, habría costado décadas o no se habría transitado nunca. Pero esta noción tan familiar no es, en realidad, demasiado vieja: todavía en las vísperas de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII perduraba el sentido tradicional de la palabra, conforme al cual la revolución es un vuelco de los tiempos que permite a estos regresar a algún estado anterior. No en vano se trata de una metáfora astronómica, tomada de las órbitas de los cuerpos celestes. La revolución consistía en detener los tiempos y volver atrás, algo muy distinto a la explosión de novedad que provocaron las revoluciones estadounidense y francesa.

Para dar rienda suelta a la libertad revolucionaria era preciso estar muy agobiado por la necesidad

Mayo de 1968 fue quizá una revolución, aunque lo fue de manera bien paradójica. Mientras que Raymond Aron se apresuró a llamarla “la revolución inencontrable”, Deleuze y Guattari sentenciaron, quince años después, que en realidad no había llegado nunca a darse. Los acontecimientos de mayo constituyeron un episodio esencialmente universitario, y lo fueron, sobre todo, porque estaban diseñados para ser objeto de inagotable comentario escolar y de fatigosa conmemoración cultural. Se responderá que casi todas las revoluciones de este mundo han sido prolijamente estudiadas y celebradas, pero el caso del 68 es harto singular, porque en mayo de aquel año el estar posando para la historia era el gesto al que todo lo demás tenía que subordinarse.

Cuando la revolución es una fiesta, lo que se desea es que no termine nunca y que se repita

Comparando las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, Hannah Arendt abogó por el modelo estadounidense contra el francés porque en el primero la “cuestión social” había estado ausente. La revolución francesa —la de verdad, no la de 1968— derivó pronto en una pugna de los pobres para dejar de serlo, mientras que la americana la ejecutaron hombres libres y bien alimentados para dar a los tiempos un inicio nuevo, algo que, según Arendt, constituye precisamente la esencia de la genuina revolución. La verdad es que estas revoluciones arendtianas poseen un aspecto más bien extravagante y quizá no resulten muy frecuentes, pero al menos la de Estados Unidos aspiraba al triunfo y lo logró. La gran diferencia entre la revolución estadounidense y la de mayo del 68 fue que en esta última daba igual ganar que perder, porque lo que importaba en ella era el acontecimiento mismo y su orgiástica intensidad. Es más: si hubiese triunfado como revolución (aunque no es fácil imaginar en qué habría podido consistir dicho triunfo), habría fracasado como acontecimiento.

“Cuando ayer en Valle Giulia os pegasteis con los policías, ¡yo simpatizaba con los policías! Porque los policías son hijos de pobres”, apostrofó Pasolini a los estudiantes romanos en relación con los enfrentamientos del 1 de marzo de 1968, metiendo el dedo en los tiernos ojos de unos jóvenes en plena ebriedad de vivencias. Hasta entonces las revoluciones se habían hecho para lograr un triunfo que permitiera no tener que repetirlas. La necesidad de repetición era, como es natural, la señal más cierta de la derrota, mientras que la conveniencia de proseguir una revuelta se debía tan solo a no haber triunfado aún del todo. Además, cuando las revoluciones eran derrotadas, quienes habían participado en ellas se exponían a una crueldad descomunal, de manera que, para dar rienda suelta a la libertad revolucionaria, era preciso estar muy agobiado por la necesidad. Pero resulta claro que nada de esto ocurrió en aquel mes de mayo.

Cuando la revolución es una fiesta, lo que se desea es que no termine nunca y que se repita cuantas más veces mejor. Sin embargo, la idea de una “revolución permanente” se había inventado mucho antes de mayo de 1968. La tesis de Proudhon según la cual no hay sucesión de revoluciones, sino una única “en permanencia”, fue adoptada de manera célebre por Trotski: cuando el proletariado desencadena la revolución democrática, esta “se transforma directamente en socialista, convirtiéndose con ello en permanente”, lo cual quiere decir que “la conquista del poder por el proletariado no significa el coronamiento de la revolución, sino simplemente su iniciación”. Aunque nada de esto podía verse como un festival en 1930, fecha en que Trotski escribe La revolución permanente, lo cierto es que semejante cadena de guerras civiles y exteriores, que prometía más sangre después de la sangre, electrizó a algunas gentes y a innumerables intelectuales.

Esa pulsión revolucionaria, connatural a los tiempos modernos, no puede extinguirse sin enterrar la modernidad misma, pero la orgía de sangre preconizada por Trotski había perdido ya todo atractivo cuarenta años después. Mayo del 68 permitía, en aquella tesitura, quedarse con lo mejor de la revolución desechando lo peor. Por fin la revolución podía dejar de ser una orgía de sangre sin renunciar a ser una orgía. Bastaba con tomar esta última palabra en su sentido literal y darle un baño de prestigio político y filosófico. Desata tus instintos básicos de modo que tu experiencia pueda contarse como la mayor de las hazañas políticas y, al mismo tiempo, como una epopeya del pensamiento. ¿Quién podría resistirse a obedecer una consigna como esa? Lleva razón Raphaël Glucksmann: lo que hizo mayo del 68 fue “romper las antiguas reglas que obstaculizaban los cuerpos y los deseos”. Esa ha sido, en efecto, su herencia más duradera.

Pero lo ha sido de una manera que pocos podrían haber predicho hace cincuenta años. Resulta frecuente, desde luego, que los revolucionarios no sepan lo que hacen y hagan lo que no saben. Max Weber escribió en 1904 que los protestantes del siglo XVI quisieron una regulación total de la vida, mientras que nosotros nacemos obligados a tal cosa. Algo muy semejante puede decirse de nuestra relación con los revoltosos de 1968: ellos desearon convertirse en transgresores y nosotros estamos programados para serlo. La ideología profunda de nuestro tiempo exige cambiar permanentemente de reglas y sacar del cuerpo y del deseo el mayor partido posible, liberando todos sus impulsos y multiplicándolos, pero no para romper con los tiempos, sino para sobrevivir en ellos como cada cual pueda. No debe olvidarse que es hija de una revolución simulada —la del 68— y de una revolución de las de verdad, la neoliberal. A esta última sí que le importaba mucho triunfar, y lo hizo implacablemente, antes de que pudiésemos darnos cuenta. Es poco propensa a aniversarios y no los necesita en absoluto. Mientras tanto, la otra puede ser conmemorada sin descanso, hasta que llegue el día en que su evocación nos produzca un tedio infinito.

Antonio Valdecantos, filósofo y ensayista, es autor, entre otros libros, de Teoría del súbdito y La excepción permanente.

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