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IDA Y VUELTA
Columna
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El libro sin sosiego

El ‘Libro del desasosiego’, la obra inacabada de Fernando Pessoa, revive en cada traducción y en cada nueva lectura

Antonio Muñoz Molina
Dibujo del sombrero de Pessoa, en Lisboa.
Dibujo del sombrero de Pessoa, en Lisboa.Alamy Stock Photo

Entre los variados aniversarios de este 2022 hay uno que no debería pasar inadvertido. Hace cuarenta años se publicó en Lisboa la primera edición del Livro do Desassossego, uno de los muchos proyectos literarios que Fernando Pessoa nunca abandonaba y nunca terminaba, y del que a su muerte quedó apenas un sobre con ese título escrito a mano, y un puñado de borradores y fragmentos dispersos, muchas veces garabateados con letra muy difícil en los reversos de cartas comerciales, en cuartillas mecanografiadas, en hojas sueltas con el membrete de un café o de una pastelería. “Fragmentos, fragmentos, fragmentos”, se había quejado Pessoa en una carta a un amigo, en 1914, en la época a la que corresponden las primeras anotaciones destinadas al libro. Aquella primera edición de 1982 era un prodigio de filología y de constancia, culminado al cabo de veinte años de trabajo en el baúl sin fondo de los manuscritos de Pessoa. En 1984, el poeta, traductor y admirable humanista que fue Ángel Crespo tradujo el libro al español, pero en vez de seguir con fidelidad la edición portuguesa estableció una distinta que aclaraba la lectura al sugerir un orden narrativo menos errático y depurar al máximo la unidad tonal de los fragmentos, vinculándolos más firmemente, en la medida de lo posible, a la voz de su personaje central, y casi único, Bernardo Soares, contable auxiliar en una empresa comercial de Lisboa.

Fue en esa edición de Ángel Crespo que publicó Seix Barral, con el retrato anguloso de Almada Negreiros en la portada, en la que muchos descubrimos la prosa del Libro del desasosiego, dejándonos llevar por esa voz que parece murmurar al oído de cada uno y que también parece estar hablando para nadie, en la soledad de una conciencia que apenas se comunica con el mundo exterior, tan enclaustrada en sí misma como el propio Bernardo Soares en su oficina de la Rua dos Douradores, en la Baixa de Lisboa, y en su habitación alquilada en un cuarto piso de esa misma calle, que para nosotros es tan real y tan imaginaria como la calle Eccless de Dublín, o como la Baker Street de Londres en la que tantos aficionados buscan en vano el 221B en el que se alojaban Sherlock Holmes y el doctor Watson.

Bernardo Soares pertenece tan integralmente a Lisboa como Leopold Bloom a Dublín o como Sherlock Holmes a Londres, como el comisario Maigret a París. Fernando Pessoa tenía una ambición literaria tan desmedida como Joyce —construir con la literatura una conciencia nacional que fuera universal a la vez— y se deleitaba leyendo ficciones policiales, y hasta en ocasiones inventándolas, pero las obras maestras con las que soñaba tan laboriosamente nunca llegaron a cuajar, por una especie de maleficio que tenía mucho que ver con su personalidad dubitativa y errante, y con su recelo íntimo hacia lo acabado, lo ya hecho, lo definitivo. Su primer biógrafo, que fue también amigo y discipulo suyo, João Gaspar Simões, recordaba con pena la ansiedad de Pessoa en sus últimos años, ya enfermo y muy gastado por el alcohol, su propósito angustiado de encontrar el tiempo y la calma necesarios para reunir y completar libros de poemas, para revisar los manuscritos y los fragmentos publicados aquí y allá del Libro del desasosiego. Pero le faltaba tiempo, lo agobiaban sus trabajos mal pagados de traductor de cartas comerciales, se le iban las tardes charlando y escuchando en silencio en su mesa habitual del Martinho da Arcada, o elaborando cartas astrales, y su dependencia del alcohol era cada vez más dañina para su salud y su entendimiento. Escribe Gaspar Simões: “Miraba fijo a las personas con ojos atentos, pero desasosegados, como quien hace un esfuerzo para ver el mundo exterior”.

Cómo no va uno a lamentar la frustración de un escritor que sabe que deja tras de sí un libro malogrado, que ha llevado consigo durante gran parte de su vida y al que sin embargo no ha sido capaz de darle la forma que merecía. “Donde hay forma hay alma”, dice telegráficamente Bernardo Soares. Pero el lector del libro, el que se ha ido habituando a él en virtud de esa propiedad adictiva que tiene a veces la literatura, el que lo ha dejado y ha vuelto a lo largo de los años, en ediciones distintas, acaba sospechando que para un libro así no había otra forma posible. Sólo al quedar malogrado alcanza su culminación. Solo esa secuencia cambiante de “fragmentos, fragmentos, fragmentos”, transmite la cualidad peculiar de lo que existe plenamente sin encontrar reposo, lo que sucede en la transmutación constante de las cosas, de los estados de ánimo, de las impresiones de la conciencia, de la vida de la ciudad, del acto mismo de escribir.

No puede haber forma definitiva para un libro así. Perfecto Cuadrado lo volvió a traducir al español para Acantilado en 2002, a partir de una nueva edición portuguesa, esta vez de Richard Zenith, que es la que yo tengo ahora, ya muy usada y subrayada, en formato de bolsillo, lo cual me permite llevarla muchas veces conmigo, ventaja crucial en esta clase de libros errantes, que se instalan tan bien en el escritorio y en la mesa de noche, pero que parecen más favorables todavía cuando uno los lleva en la mochila en sus caminatas por las mismas ciudades que describen. La traducción al inglés del propio Richard Zenith es una de las fértiles mutaciones posibles de este libro que no tuvo punto final en la vida de su autor ni parece tenerlo en su posteridad incesante. Otra edición, a cargo de Jerónimo Pizarro y traducida por Antonio Sáez Delgado, la publicó Pre-Textos en 2014. El libro inacabado revive en cada traducción y en cada nueva lectura. Para quien va aprendiendo portugués, quien se esforzó primero en leerlo con la ayuda frecuente de un diccionario, el progreso en el conocimiento de la lengua va añadiendo profundidad y matices a su lectura del libro. Y a medida que uno conoce mejor el libro y la ciudad, más se da cuenta del grado de compenetración que existe entre el uno y la otra. El Libro del desasosiego exaspera muchas veces por la insistencia de Pessoa, y de Bernardo Soares, en su lejanía de las cosas y de los seres humanos, en su morbosa obsesión de sí mismo. Pero de pronto abre los ojos a la vida de la gente común en la calle o al prodigio cotidiano del relumbrar del sol en el empedrado como en un espejo después de la lluvia y toda su distancia nebulosa se convierte en una celebración de lo real.

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