José de Almada Negreiros: los ojos del siglo
La Fundación Gulbenkian rinde tributo al modernista portugués: poeta, dramaturgo, pintor, escenógrafo, bailarín y actor
“Mis ojos no son míos, son los ojos de nuestro siglo”. José de Almada Negreiros fue el cuerpo y el alma del siglo XX cuando dormía y cuando se tomaba un café en el lisboeta A Brasileira; cuando bailaba y cuando diseñaba vidrieras para iglesias. Almada Negreiros (Santo Tomé, 1893-Lisboa, 1970) fue el artista total, es decir, un modernista, y la Fundación Calouste Gulbenkian le rinde tributo con la mayor exposición jamás realizada sobre “el artista multiforme”, el “artista políglota” que cautivó por igual al retraído Fernando Pessoa o al expansivo Ramón Gómez de la Serna. La intelectualidad ibérica de mediados del siglo XX coincidió en que Almada Negreiros era único.
“El modernismo eran muchas cosas y la versatilidad de Almada permitía percibir su diversidad”, explica Mariana Pinto dos Santos, comisaria de la gran exposición que se puede ver en Lisboa hasta el 5 de junio. “Decía Almada que lo moderno era una forma de vestir, una forma de ser”.
Más de 400 obras, de las que un centenar nunca antes habían sido expuestas, demuestran el imposible encasillamiento del artista de los saltones ojos negros. El modernismo —y Almada, particularmente— derribó las divisiones de las expresiones artística y sus jerarquías —la pintura sobre todas las cosas—; esta muestra es el mejor ejemplo de ello. Junto al icónico retrato de Pessoa, casi un cuadro pop, series de saltimbanquis con los que le unía una relación por sus años de bailarín, escenógrafo y performer. “Almada era un provocador siempre; en la calle, en sus conferencias, muy teatrales”, señala la comisaria. Pero a la vez que cultivaba ese lado exhibicionista se obsesionaba con la geometría, como lenguaje universal. “Su representación visual es abstracción figurativa”, añade Pinto dos Santos. Y así, Almada salta del realismo al cubismo, de óleos por encargo de la Sastrería Cunha a las fachadas de azulejo en la calle Vale do Pereiro (Lisboa).
Han sido necesarios tres años de trabajos y la colaboración de instituciones de Portugal, Francia, España y Brasil para reunir el puzle de este modernista total que, con apenas 20 años, lo mismo publicaba poemas humorísticos que tragedias griegas o lanzaba manifiestos contra unos y contra otros.
“Almada consideraba que el arte tiene que comunicar, y si no llega al público, el fallo es del artista”, explica Pinto dos Santos. En una sala se reúnen, entre otras piezas, testimonios de su estancia en Madrid, paneles interiores que diseñó para el cine San Carlos, ilustraciones para los artículos de Gómez de la Serna, quien no quería colaborar con ningún otro dibujante...
Para Almada Negreiros, “fue el humor lo que permitió pasar del siglo XIX al XX”, un humor entendido como la ilustración de los periódicos y de las revistas, “un humor multiforme”.
Un cuarto oscuro ilumina los dibujos de Almada para La tragedia de doña Ajada (1929), su linterna mágica, otra de sus expresiones artísticas, en este caso relacionada con lo que era un nuevo arte, el cine. Son imágenes en blanco y negro que aparecían en la pantalla a la vez que sonaba la música del catalán Salvador Bacarisse (1898 - 1963). En marzo, la orquesta de la fundación interpretará, por segunda vez en la historia, la música del compositor catalán, con asistencia de su hijo, de 92 años de edad.
Aunque la exposición es extraordinaria, por cantidad y calidad, es preciso salir a la calle para comprender al modernista total; sus huellas y las de Pessoa configuran la Lisboa del siglo XX. Del segundo hay que seguir sus paseos y sus tabernas; de Almada hay que visitar las vidrieras de Nuestra Señora de Fátima, las pinturas del hotel Ritz, los murales de la estación de Alcántara o los tapices de la universidad. “Su idea de Modernismo era el arte total. Si eres artista lo eres en todo momento”, señala la comisaria. “Almada Negreiros siempre lo era”.
Asiduo a las tertulias madrileñas
La personalidad de Almada Negreiros irrumpió en España con la misma fuerza arrolladora que desplegaba en su país. "Ser impar en medio de la pintura y de la literatura portuguesa, sobre las que salta de trapecio en trapecio", escribió Ramón Gómez de la Serna, prendado del portugués desde que entró en el madrileño Café Pombo, cuyas tertulias presidía
Llegó a la capital de España en 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera, y se quedó hasta 1932. Tenía 33 años, mucho hecho —óleos, poemas, tragedias, escenografías…— y mucho mundo ya recorrido, desde los salones lisboetas de Fernando Pessoa a la boîte Patapoom, de Biarritz, donde ejercía de bailarín y gigoló —"solo un bailarín de cabaré sabe lo que es el infierno"—. No eran malos tiempos en España para la bohemia, con el surgimiento de la Generación del 27 y la arquitectura racionalista, que exaltaba la línea recta frente a las molduras.
El portugués era asiduo, además del Pombo, de la tertulia del Café La Granja EL Henar, en la calle de Alcalá, con Unamuno, Valle-Inclán, Lorca, Alberti y los humoristas Enrique Jardiel Poncela, Edgar Neville y Miguel Mihura.
Gómez de la Serna le abrió las puertas de muchas revistas, donde Almada comenzó a publicar sus trabajos. Fue ilustrador de El Sol, Blanco y Negro, La Esfera, Nuevo Mundo... Su estética modernista, de líneas limpias y rectas, también era muy buscada por la publicidad, donde colaboró con éxito.
La hiperactividad de Almada y su amplitud de intereses le animaba a participar también en las tertulias de arquitectos racionalistas en el Café Zahara. Entabló amistad con Rafael Bergamín, Luis Lacasa y, sobre todo, con Fernando García Mercadal. Luis Gutiérrez Soto le encargó los murales del cine Barceló y también levantó otros para el Teatro Muñoz Seca y el cine San Carlos.
Comía en el Arrumbambaya, en la calle Libertad, con el escenógrafo Santiago Ontañón y el músico Regino Sáinz de la Maza. "Durante más de un mes desayunamos juntos García Lorca y yo", escribió Almada en 1965. "Un día, ya en la calle, un joven enjuto se encaró a Federico, le puso un dedo en el pecho y le dijo: 'tienes que hacer arte social'. Federico carraspeó un gargajo que no tenía y escupió al suelo, 'el arte', dijo, 'es social".
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