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tribuna
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La manufactura de la crispación

Lo más rentable o provechoso ahora no es fabricar consentimiento, sino división, los enfrentamientos que arrinconan o silencian la moderación y los consensos

Vasquez 28 04 24
Eulogia Merle
Juan Gabriel Vásquez

No sé cuántas veces habré citado esas palabras infames, pero lo cierto es que se me han convertido con los años en una de las posibles metáforas de nuestro tiempo: no sólo en mi país, sino en cualquiera de nuestras democracias cada vez más descoyuntadas. En 2016, los colombianos fuimos a las urnas para aprobar o rechazar los acuerdos de paz que habían firmado, tras cuatro años de negociaciones tensas, el gobierno y la guerrilla de las FARC. El referendo estuvo marcado desde el comienzo por las mentiras inverosímiles de la oposición que rechazaba los acuerdos; cuando esa oposición resultó victoriosa, es decir, cuando los acuerdos de paz fueron derrotados en referendo, el gerente de esa campaña tuvo un raro acceso de honestidad involuntaria durante una entrevista espontánea. Confesó que la estrategia había consistido en dejar de explicar los acuerdos y más bien apelar a la indignación. “Estábamos buscando”, dijo con franqueza impagable, “que la gente saliera a votar verraca”. Por si usted no tiene a mano su diccionario de colombianismos: enfadada, enfurecida, cabreada. Es decir, como a veces parece que está todo el mundo todo el tiempo.

Alguna vez, frente a un grupo de periodistas y defensores del periodismo, hablé de los mercaderes de la crispación. Son ellos: los que han descubierto desde hace varios años la inmensa rentabilidad política de mantener a la gente en un estado de permanente irritación, de enfado siempre encendido o listo para encenderse como si respondiera a un interruptor. Por supuesto que siempre hay razones para la irritación o la molestia en nuestras sociedades falibles, pero me parece que los ciudadanos hemos perdido hace rato la lucidez necesaria para separar las indignaciones legítimas de las fabricadas, y nos hemos entregado a los enfados artificiales, a las divisiones y los enfrentamientos que otros fabrican como si dejaran caer panfletos desde una avioneta. Ya está muy estudiado —aunque el memorando no le haya llegado a todo el mundo— el papel que cumplen las redes sociales en nuestro estado de constante irritación, y hace ya varios años que los expertos, algunos hablando desde el arrepentimiento y la culpa, empezaron a hacer sonar las alarmas. Pero no parece que los ciudadanos hayan comprendido hasta qué punto su vida diaria, aun la más íntima, es manipulada por esas fuerzas insidiosas cuyo único objetivo es crispar: para que la gente salga (a votar, a manifestarse, simplemente a vivir) verraca.

No me lo tienen que decir: ya sé que la manipulación de las emociones negativas —la ira, el miedo, el odio— es parte de la propaganda política desde que el mundo es mundo. ¿Por qué es distinto o novedoso lo que ocurre ahora? La respuesta es sencilla: porque las redes sociales han instalado entre nosotros un sistema que permite rentabilizar esas emociones. (No me resigno a la palabra monetizar, que se ha extendido tanto para hablar de este fenómeno: en nuestra lengua no quiere decir lo mismo, aunque tal vez llegue el día en que lo haga. Pero esto podría ser tema de otro artículo.) Por decirlo de otro modo: crear y explotar el enfado ajeno ha dejado de ser rentable solamente en términos políticos y solamente para los agentes políticos, y se ha convertido en un factor de supervivencia para los nuevos medios de comunicación, que han comenzado a rebajarse con titulares groseros que antes creíamos reservados al sensacionalismo más barato; se ha convertido incluso, y esto es lo más temible, en una manera más de ganarse la vida para cualquiera que tenga un ordenador, ciertos conocimientos y no los bastantes escrúpulos. Pues en nuestra nueva economía de la atención, la indignación y el escándalo producen tráfico; la agresión y el insulto dan clics, y pueden por lo tanto dar dinero. El mecanismo es perverso.

Hace unos 12 años, cuando empezaba a escribir una novela sobre un caricaturista político, pasé por una fiebre temporal que me llevó a leer más libros de los prudentes acerca de los medios impresos, su poder, su influencia y nuestra relación con ellos. Uno de ellos fue Manufacturing Consent, de Noam Chomsky y Edward Herman, que hoy tiene el lugar de un clásico de su disciplina a pesar de que el mundo a su alrededor haya cambiado tanto —se publicó en 1988— que es mejor leerlo como novela histórica. En español se ha traducido, inescrutablemente, como Los guardianes de la libertad, con lo cual se le ha birlado al original su mensaje primario: cómo los medios norteamericanos fabricaban opiniones o actitudes unánimes que marginaban el disenso y acallaban la crítica, y lo hacían mediante un cóctel de entretenimiento y diversión que enmascaraba poderes e intereses políticos y económicos. La manufactura del consentimiento, sería una traducción literal del título; y a veces se me ocurre que la transformación de nuestro mundo cívico se puede medir así: lo más rentable o provechoso ahora no es fabricar consentimiento, sino división; no la unanimidad que acalla la crítica, sino los enfrentamientos que arrinconan o silencian la moderación y los consensos: que mantienen a la gente enfadada.

La manufactura de la crispación: sí, eso es lo que hacen. Y los ciudadanos se han convertido, más que en cómplices voluntarios, en agentes activos, también fabricantes de ese enfado constante que no sólo es rentable en un video de YouTube o en un podcast más o menos escandalosos, sino que genera seguidores, tuiteos y retuiteos, todo parte del comportamiento, pueril y hasta risible pero nunca inofensivo, de la vida en redes. Allí el capital social lo dan esos indicadores, y yo he visto el triste espectáculo de adultos emocionados como adolescentes cuando reciben una felicitación anónima por un comentario destructivo u hostil: el espaldarazo de la tribu. Nadie va a dejar que la falsedad de una noticia, mucho menos la posibilidad intangible de dañar la reputación ajena, se interponga entre nosotros y la aprobación de nuestras barras bravas; pues en esos momentos, cuando aportamos al universo digital nuestra propia dosis de crispación o de enfado, salimos del oscuro anonimato de la vida de verdad y brevemente somos visibles, somos alguien, existimos. La dinámica es tan simple que es casi conmovedora. Digo casi: al final, resulta ser sólo patética, por transparente y previsible.

En aquel diálogo tan socorrido de El tercer hombre, que nos ha servido tantas veces como ejemplo de tantas cosas en épocas distintas, se habla de la facilidad que tenemos para ejercer la violencia cuando no vemos las consecuencias o cuando no nos tocan directamente. En la cloaca de las redes sociales muchos han sido gustosamente ese hombre que hiere, miente, injuria o calumnia porque no ve las consecuencias de sus acciones, o más bien sólo ve el beneficio, el perverso beneficio que le proporcionan los algoritmos. Para competir por la atención de los consumidores, la cordura o la mera decencia no llevan a ninguna parte, y esto lo sabe hasta el más inocente; inventar enfrentamientos o indignación o alimentar los ya existentes tiene premio, ya sea directo o indirecto, económico o tribal. Sí, también por eso nos lanzamos con tanta facilidad a los incendios que otros provocan: porque es una forma eficaz de señalar nuestras lealtades, de afirmar nuestra pertenencia al grupo, de ser juzgados como queremos ser juzgados. Aportar nuestra leña a las hogueras públicas —esas hogueras donde a menudo se está quemando a alguien— es también una manera de decir quiénes somos, acaso para que no seamos nosotros los próximos en ocupar la estaca.

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