Retrato de un joven orteguiano
El niño Miguel leía a Ortega y toda su obsesión consistía en pertenecer a la minoría selecta que el filósofo auspiciaba como una forma estética de estar en la vida
La primera sensación de poder la experimentó este joven cuando tenía solo 10 años, debido a que era dueño de un balón. Eso le permitía elegir a los compañeros de equipo y decidir a su antojo si quería jugar de portero o de delantero centro. Cuando se enfadaba o se cansaba de dar patadas, le bastaba con recoger la pelota y en ese punto terminaba el juego. El mismo poder que le dio ser amo de un balón de cuero a los 10 años se lo confirió a los 20 ser el dueño de un pick-up y de unos discos con melodías de moda, boleros y chachachá, porque de su capricho dependía si habría guateque las tardes de verano en la veranda de aquella casa en la playa.
Se llamaba Miguel. Era aquel niño que rodaba en el carrusel de la feria del pueblo montado en un caballo de cartón mientras sonaba en los altavoces Mi casita de papel de Jorge Sepúlveda. Ahora bailaba el Only You de los Platters y también You Are My Destiny, de Paul Anka, pegado al cuerpo de una adolescente de falda floreada que olía a lavanda, junto con varias parejas de amigos en el chalet de una prima cuyos padres eran muy tolerantes y solían ir al cine y a cenar fuera ese domingo para dejar libre la casa. A un lado de la terraza había un gran recipiente con un cóctel de un vino espumoso con trozos de frutas frescas que se llamaba cup, una bebida suave que en la puesta de sol se diluía en una música evanescente. Sonaba Perfidia, Come prima, Maruzzella, Fascinación, Las hojas muertas. Las voces de Nat King Cole y de Yves Montand, de Tony Dallara, de Carosone se entreveraban con los trombones de Glenn Miller que tocaban la serenata a la luz de la luna. Después del guateque, Miguel acompañaba a aquella incipiente e incierta novia a su casa y durante el camino le contaba que estaba leyendo La náusea, de Jean Paul Sartre, y El poder y la gloria, de Graham Greene, pero en ese momento le preocupaba qué pasaría con el dolor inguinal después de la refriega de besos que se produciría en la oscuridad del portal hasta que llegara el sereno.
Entonces este joven aún confesaba sus pecados. Tenía metido en el cerebro el aliento del confesor con tufo a tabaco negro y la culpa unida a la sensación morbosa de los suaves pescozones y otras caricias que recibía en las mejillas para animarle a evacuar su conciencia. Tardó un tiempo en salir de esa selva oscura, que a su vez se alimentaba de la represión moral y política en la que vivía bajo la dictadura. Leía a Ortega y toda su obsesión consistía en pertenecer a la minoría selecta que el filósofo auspiciaba como una forma estética de estar en la vida. España invertebrada y La rebelión de las masas eran sus nuevos devocionarios, pero el sexo siempre estaba ahí. ¿Cómo se podía ligar más, siendo un joven orteguiano o bailando muy bien el merengue y el chachachá?
A uno de aquellos guateques alguien del grupo trajo a un extraño invitado. Era un muchacho sueco, alto, de pelo largo y muy rubio, que le caía por ambas mejillas hasta los hombros como al Corazón de Jesús. Se trataba de un beatnik que pasaba por Madrid camino de Marraquech. Fue el que dio a fumar a Miguel el primer cigarrillo de marihuana y le enseñó a liar canutos. Antes de reemprender vuelo le dejó en depósito para que se la guardara hasta el regreso una colección de vinilos de música de jazz. Billie Holiday, Louis Armstrong, Ray Charles, Bessie Smith, Otis Redding, Duke Ellington, Ella Fitzgerald. Gracias a ese regalo sobrevinieron en su vida largas tardes de música y humo; también la penetración en la literatura anglosajona, que el beatnik le había recomendado. Ahora podía dejar a Sartre o a Albert Camus sentados en el café de Flore de París y sustituirlos por escritores como Hemingway, John Dos Passos, Conrad, Stevenson, Scott Fitzgerald, Kerouac, Capote, Allen Ginsberg, William Burroughs y por aquellos periodistas de pantalones de pliegues color manteca, camisa arremangada, corbata y sombreros de ala blanda que se reunían en la mesa redonda del vestíbulo del hotel Algonquin de Nueva York azotados por la lengua larga de Dorothy Parker. Toda la literatura norteamericana que leía estaba acompañada con música de swing.
Aquel joven beatnik jamás volvió, puesto que caminar siempre adelante hasta pudrir las botas era su filosofía. Miguel se quedó con el tesoro, microsurcos de 45 revoluciones que acabaron todos rayados. Mientras en la universidad empezaban las primeras asonadas de los estudiantes, año 1956, Miguel siempre recordaría aquellas largas tarde de otoño en que ponía una y otra vez un disco de Ellington en el que la voz de Ivy Anderson cantaba Love Is Like a Cigarrete. En efecto, el amor es como un cigarrillo que se quema a medida que se acerca a los labios. Los compañeros de la facultad se rebelaban, pero él se preguntaba si la poesía de Walt Whitman y el clarinete de Artie Shaw podían ser también un arma contra la dictadura.
(Continuará)
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