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La vida secreta de Louis Armstrong

La Casa Museo del trompetista ha digitalizado sus colecciones, revelando facetas desconocidas de Satchmo

Diego A. Manrique
Louis Armstrong, en su casa en su 70 cumpleaños en 1970.
Louis Armstrong, en su casa en su 70 cumpleaños en 1970.Bettmann (Bettmann Archive)

Pocos artistas han sufrido los equívocos que rodean a Louis Armstrong (1901-1971), alias Satchmo. Su imagen pública era la del negro risueño, cantando con boca grande y dientes blanquísimos, tocando luego ráfagas de trompeta y secándose el sudor con un pañuelo. Omnipresente durante cinco décadas, incluso tuvo números uno en los sesenta con canciones amables como Hello Dolly y What a Wonderful World. Y sin embargo, en su tiempo fue tan revolucionario como Jimi Hendrix: con sus grabaciones de los años veinte, convirtió una música grupal (el hot, el primer jazz) en expresión de solistas intrépidos, de grandes poderes físicos e inventiva inagotable.

Tan blanda ha terminado siendo su reputación que provoca cierta sorpresa comprobar que detrás había una persona peleona y curiosa. Algo sabíamos, gracias a su extensa bibliografía, pero ahora podemos ver sus afanes, a qué dedicaba Louis Armstrong su tiempo libre. Su Casa Museo ha digitalizado cartas, fotografías, manuscritos, collages, partituras, libros de recortes y otros documentos a los que se puede acceder desde cualquier rincón del mundo (https://www.louisarmstronghouse.org/).

Armstrong vivía en una casa modesta del barrio de Corona, en el distrito neoyorquino de Queens. Su cuarta esposa Lucille, con la que convivió treinta años, hubiera preferido otra dirección más prestigiosa pero Louis apreciaba las ventajas de estar rodeado por su gente. Allí nadie se escandalizaba de que Pops, como le llamaban, fumara marihuana, un "hábito medicinal" que causaba consternación a admiradores blancos (y puritanos) como el productor John Hammond. Es leyenda que, hacia 1953, coincidió con Richard Nixon en la pista de un aeropuerto. El entonces vicepresidente le respetaba: cargó con una de sus maletas y le dirigió hacia la entrada de autoridades, evitando el paso por aduanas. Sin saberlo, Nixon había colado el contrabando de Armstrong.

Unos riesgos que Louis asumía conscientemente (sólo le detuvieron por consumo de hierba en Los Ángeles, tras el chivatazo de un competidor, y salió bien librado del incidente). Había pasado por situaciones mucho más apuradas durante los años veinte y treinta, cuando actuaba en clubes controlados por mafiosos, que -caso de Al Capone- podían apreciar el jazz, aunque exigían que los músicos se plegaran a sus exigencias. La solución fue aliarse con uno de ellos, Joe Glaser, que le representó hasta su muerte en 1969.

El estudio de Louis Armstrong en su casas en Queens, Nueva York.
El estudio de Louis Armstrong en su casas en Queens, Nueva York.STAN HONDA (AFP/Getty Images)

Louis no era tonto ni tampoco un primitivo, como creían muchos. Muy consciente de su relevancia artística, buscaba apuntalarla redactando sus recuerdos y opiniones. Escribir le permitía enriquecer el personaje que presentaba en directo. Allí todo eran risas y muecas; en soledad, reflexionaba sobre sus vivencias. Trabajador y muy exigente consigo mismo, se mostraba tolerante con los vicios y caprichos de sus colegas.

Desarrollo una escritura que reflejaba su dominio de la jerga del mundillo del jazz y explicitaba sus creencias más profundas. Así, era un defensor de la alianza de negros y judíos, dos minorías que se hermanaron de forma armoniosa, por lo menos hasta la aparición del movimiento del Black Power. Aunque viajaba con una máquina de escribir, en su casa se grababa a si mismo con magnetofones de cinta abierta. Años después, cuando John Lennon se enteró, imitó su idea.

Armstrong pasaba a cinta muchos discos de su colección, incluyendo registros piratas de los insurgentes del be-bop; sabía que le criticaban pero no podía dejar de reconocer la intensidad expresiva de Charlie Parker y compañía. A Louis le encantaba funcionar como un locutor de radio. Un pinchadiscos erudito y vehemente: en medio del "programa", podía ponerse a discutir las afirmaciones de compañeros ya desaparecidos, como el pianista Jelly Roll Morton, formidable buscavidas que alardeaba de méritos que correspondían a Armstrong, como la popularización del scat (improvisación vocal con vocablos inventados).

También podía usar sus aparatos para grabar entrevistas con periodistas de los que no se fiaba. Recordaba experiencias ingratas con plumillas a los que había proporcionado información con generosidad (y, en algún caso, pequeñas cantidades de dinero) y que luego no habían cumplido con lo prometido. Dado que el jazz tenía una reputación dudosa (Armstrong conservaba el recorte de un diario británico donde le describían como "un gorila"), el reflejo mediático favorable era una necesidad esencial.

Con tijeras y pegamento, Armstrong elaboraba collages que revelaban sus gustos y preocupaciones. Aparecían figuras políticas que combatían el apartheid estadounidense. Tenía suficiente conocimiento de los mecanismos de Washington para entender que su simpático amigo Nixon no era el responsable de enviar tropas federales a Little Rock, capital de Arkansas, para garantizar el ingreso de escolares negros en un colegio reservado a blancos: Louis mandó un chispeante telegrama de felicitación al presidente Eisenhower, tras haber planteado en unas declaraciones que el persistente racismo sureño le hacía difícil funcionar como embajador de Estados Unidos en las giras por el extranjero que montaba el Departamento de Estado.

Los collages funcionaban también como su santoral musical. Incluía a instrumentistas blancos como Bix Beiderbecke, prodigioso trompetista de origen alemán que falleció con 28 años. Su presencia merece destacarse ya que Bix venía de una buena familia y eso, para Louis, suponía un inconveniente: creía que la pobreza funcionaba como acicate para la creatividad.

Sin embargo, convertido en presencia habitual en programas de televisión y comedias de Hollywood, le cayó el sambenito de Tío Tom. Sabía que era injusto y que algún día se reconocerían las particularidades de su trayectoria. Durante las sesiones para su último elepé, apareció por el estudio uno de los colegas más ariscos: Miles Davis. Pero Davis lo tenía claro: "En la trompeta de jazz, no hay nada que no venga de Louis".

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