Jean-Paul Sartre, entrevista con la nada
El escritor francés es el paradigma del filósofo comprometido y, sin embargo, su vida, como reconoce él mismo, se encuentra marcada por la traición. En toda traición hay una suerte de liberación
“A los que ignoran su libertad con excusas deterministas los llamaré cobardes”
J.P.S.
Mientras Heidegger insiste en la autenticidad, el joven Sartre lo hace en la libertad. Hay que moverse, comprometerse, crear lo que uno va a ser. Pues uno no es nada hasta que existe y vive. La condición humana es eso, precisamente, hacerse uno mismo, viviendo, eligiendo, leyendo, escribiendo, enamorándose, viajando, comprometiéndose (política o familiarmente), imaginando, creyendo, descreyendo, observando, ralentizando la respiración, escuchando música. El vértigo de la libertad puede ser molesto, puede generar angustia, pero es el precio que hay que pagar por ella. El existencialismo nunca pasará de moda mientras esté vigente la lucha por la libertad. Sólo lo hará cuando los humanos renuncien definitivamente a la libertad, o la depositen en un algoritmo o un fármaco. Lo que está en liza no son los significantes, ni las etimologías o hermenéuticas. Lo que está en juego es la vida genuina, de riesgo y compromiso con la libertad. Pero, para ello, lo primero es saber qué es la libertad.
El padre de Sartre es un oficial de la marina (hijo de médico rural), que ha contraído las fiebres de la Conchinchina y muere al poco de nacer el filósofo. “Al despedirse a la francesa, Jean Baptiste me había negado el placer de conocerle”. Hoy sabemos más del padre de Sartre de lo que supo el propio filósofo. Tras su muerte se encontraron las cartas y fotos que Jean-Baptiste envió a su hermana. “No he tenido padre”, dirá en diversas ocasiones. “Mi padre no es más que una fotografía en el dormitorio de mi madre”. Esa muerte es decisiva. “Hizo que mi madre volviera a sus cadenas y a mí me dio la libertad”. En su obra interminable, Sartre no dedica a su padre más de una página. Se erige en hijo de nadie. No tener padre es muy conveniente para ser filósofo. Los grandes no lo tuvieron. Hágase el examen. El conocimiento como único padre verdadero.
La primera infancia de Sartre se encuentra dominada por la figura de su abuelo materno. Karl Schweitzer, catedrático de alemán, alsaciano y anticlerical, naturalista y puritano, recupera a través del niño su propia infancia. Tiene arrebatos de majestad y orgullo, un gusto por lo sublime y cierta repugnancia por las vacas sagradas de su biblioteca. Desde que murió Victor Hugo, ha dejado de leer. Su oficio es traducir. El abuelo hace de la formación de su nieto un asunto personal. “Poulou” no va a la escuela. Se cría sin hermanos ni compañeros, como un niño rey, a la sombra de un patriarca altivo y omnipotente. El infante, de rubia melena rizada, tiene algo de tirano. Con el tiempo dirá que “mandar y obedecer es lo mismo”, que “nunca ha dado una orden sin reír, sin hacer reír”. Tiene algo de ácrata. “No me corroe el chancro del poder, no me enseñaron a obedecer”. Con la naturalidad de un príncipe, deja que lo calcen y perfumen, que lo cepillen y lo laven. No llora ni hace ruido. “Me dicen que soy lindo y me lo creo”. Anne Marie, su madre, “era mía, nadie me discutía su tranquila posesión”. La retirada de su padre le otorga un anti Edipo: “no tenía superyó, tampoco agresividad”. “Hasta los diez años me quedé solo, con un viejo y dos mujeres”. No araña la tierra ni busca nidos, no tira piedras a los pájaros. Vive entre libros. Le dejan vagabundear por la biblioteca y se lanza al asalto del conocimiento. “Los libros fueron mis pájaros y mis nidos”. Tiene algo de platónico. Confunde el desorden de sus lecturas con el azaroso curso de los acontecimientos. “Un idealismo del que me costó treinta años deshacerme”. Le gusta la incertidumbre, que la historia se le escape por todas partes. Devora la Larousse, se deleita con los resúmenes de las novelas y las obras de teatro. Relee veinte veces las últimas páginas de Madame Bovary, se aprende de memoria algunos párrafos. Karl le ha enseñado que las obras de Dios y las obras de los hombres están moldeadas por un mismo soplo, que es posible alcanzar el lugar donde confluyen la Verdad, la Belleza y el Bien.
Si la infancia decide el resto de la vida, la de Sartre es un sexto piso parisino, con vistas a un mar de tejados, muy cerca del Luxemburgo. “El universo se escalonaba a mis pies y todo, humildemente, solicitaba un nombre; dárselo era a la vez crearlo y tomarlo”. Sabe que, sin esa ilusión primera, nunca hubiera sido escritor. Ese es el origen de su familiaridad con los ilustres difuntos. “Me expreso sin rodeos sobre Baudelaire o Flaubert y, cuando se me critica, tengo ganas de contestar: No se metan en nuestras cosas. ¿Me voy a poner los guantes para tratarlos?”
Sabe retratarse. No es lo bastante rico como para sentirse predestinado, ni lo bastante pobre para sentir sus deseos como exigencias. Un niño mimado no es triste. Se aburre como un rey. Tiene oído para la religión. Lo educan católico, aunque Karl es protestante. Sabe que el Todopoderoso lo ha hecho para gloria suya. “Católico y protestante, unía el espíritu crítico al espíritu de sumisión”. Esa doble pertenencia le impide creer en los santos, en la Virgen y, finalmente, en Dios. Discute interiormente los artículos de fe. Corre el riesgo de ser presa de la santidad, pero le aterrorizan el desprecio sádico del cuerpo, las excentricidades de los santos. “Mantuve, durante varios años, las relaciones públicas con el Todopoderoso, pero en privado había dejado de visitarle”. Si le hubieran negado la fe, la hubiera inventado él mismo. De hecho, es lo que hará. Su fe en la libertad no tiene parangón en la historia reciente del pensamiento. Una libertad singularmente comprometida y política.
Sartre, inaccesible para lo sagrado, adora el cine, la magia de la imagen en movimiento. Sin embargo, las palabras son para él la quintaesencia de las cosas, la realización de lo imaginario. El niño escribe sus novelas en un pupitre blanco ante la mirada de las visitas. El abuelo le palpa el cráneo y repite: “tiene el bulto de la literatura”. Pero Karl desprecia a los escritores profesionales, “taumaturgos risibles que pedían un luis de oro por mostrar la luna y que por cien mostraban el trasero”. Se ha criado entre dos lenguas, el alemán y el francés, y tiene lagunas. “Yo sería el vengador de mi abuelo: era nieto de alsaciano y al mismo tiempo francés de Francia. La Alsacia mártir entraría en la École Normale Supérieure, ganaría las oposiciones y me convertiría en ese príncipe que es un profesor de letras”. Karl trata de persuadirle de que la literatura no da de comer, que si quiere mantener su independencia ha de elegir una segunda profesión. Sartre obedecerá y trabajará un tiempo como profesor de instituto en Le Havre, pero tras la guerra se lanzará a una carrera desenfrenada de escritor. “Hoy me pregunto, cuando estoy de mal humor, si no he consumido tantos días y tantas noches, llenado hojas de papel con mi tinta, lanzando al mercado tantos libros que nadie desea, con la única y loca esperanza de gustar a mi abuelo”. Y se compara con Swann: “Y pensar que he malgastado mi vida por una mujer que no era de mi estilo”. “Me han cosido los mandamientos debajo de la piel y, si paso un día sin escribir, me pica la cicatriz, y si escribo con demasiada facilidad, me pica también”.
El Castor
En sus años en la École Normale Supérieure, orgullo de la nación, es el ineludible instigador de revistas, chanzas y escándalos. Animador, payaso, bufón cruel que lee más de trescientos libros al año. Espontáneo y anarquizante, no se interesa por la política institucional y encuentra en los pacifistas una violencia verbal que le complace. Utiliza el teatro y las canciones para ajustar cuentas con la autoridad, con la pedagogía vigente, con la generación de su abuelo. Le fascinan los dadaísta y los surrealistas. En 1926 es ya un escritor incontenible, compone canciones y poemas, escribe cuentos, novelas y ensayos literarios y filosóficos. Descartes es su héroe filosófico. Conoce a Simone de Beauvoir, el “Castor”, alta, seria y de ojos azules. “Simpática y guapa, pero mal vestida”. Inicia una relación que durará cincuenta años. Cuando entra por primera vez en su cuarto queda un poco asustada por el desorden de libros, de papeles y colillas por todos los rincones, “se podía cortar el humo con un cuchillo”. Discuten a Leibniz y a Rousseau. En los debates, “Sartre siempre salía ganando. Imposible guardarle rencor: no escatimaba esfuerzos para hacernos aprovechar su ciencia”. A ella le gusta su generosidad, le parece divertido y servicial, y “un maravilloso entrenador intelectual”. Es el compañero, el hermano mayor, el interlocutor de esta joven brillante. A Sartre le gustan las amistades femeninas. “A partir de ahora la tomo entre mis manos”, le dice. Durante los quince días que duran los exámenes orales sólo se separan para dormir. “Sartre nunca deja de pensar, pero aborrece la penatería. Su espíritu está siempre alerta. Ignora las torpezas, las huidas, los regates, las treguas, las prudencias, el respeto”. Beauvoir le dedica unas hermosas páginas en sus Memorias de una joven formal, lo describe fenomenológicamente: “Frente a un objeto, en vez de escamotearlo en provecho de un mito, de una palabra, de una impresión, de una idea preconcebida, lo miraba; no lo abandonaba antes de haber comprendido sus circunstancias sus múltiples sentidos”. Hablan de todo, particularmente del tema que más le interesa a Beauvoir, ella misma. Sartre trata de situarla en su propio sistema, la comprende a la luz de sus valores. Todo ello con “una pasión tranquila y furiosa que lo arroja hacia los libros que escribirá”. Si se compara con él, “¡qué tibieza en mis fiebres! Yo me había creído excepcional porque no concebía vivir sin escribir: él sólo vivía para escribir”. Su nuevo amigo tiene también su lado romántico. No será una rata de biblioteca, sueña con viajar, entablar amistad con los estibadores de Constantinopla, emborracharse con rufianes de los bajos fondos. “Ni los parias de la India, ni los popes del monte Atlas, ni los pescadores de Terranova tendrían secretos para él. No echaría raíces en ninguna parte, ninguna posesión le resultaría embarazosa”. Quiere testimoniar acerca de todo y todas esas experiencias debería plasmarse en sus libros. Beauvoir comparte esa fascinación, “al menos en teoría, por los grandes desórdenes, las vidas peligrosas, los hombres perdidos, los excesos del alcohol, la droga y la pasión”, pero no con su intensidad. Sartre sostiene que, cuando uno tiene algo que decir, todo despilfarro es criminal. La obra literaria, la obra de arte, es a sus ojos un fin absoluto. En esa época Sartre es más anarquista que revolucionario. Le parece detestable la sociedad burguesa, pero le viene bien para posicionarse frente a ella. Hace posible una “estética de la oposición”. La joven formal proyecta sobre su nuevo amigo cierto halo profético: “Él no se decía nunca, como yo a veces había hecho, que era “alguién”, que tenía “valor”; pero estimaba que importantes verdades, acaso hasta la Verdad, se le había revelado y que su misión era imponerlas al mundo”. Tampoco se hacía ilusiones con las pretensiones de la filosofía. Le gusta tanto Stendhal como Spinoza y se niega a separar la filosofía de la literatura. A sus ojos la contingencia no es una noción abstracta del mundo, sino su dimensión real.
Sartre es ese doble en el que Beauvoir encuentra, “llevadas a la incandescencia”, todas sus manías. Con él puede compartirlo todo. Cuando se separan a principios de agosto, ella sabe que “nunca más saldría de mi vida”. Han quedado sentadas las bases de su futura relación: viajes, poligamia y transparencia. Se lo contarán todo. Dividen los amores en “necesarios” y “contingentes” y establecen un contrato renovable cada dos años. Para Beauvoir, Sartre será su relación afectiva privilegiada, sin que ello le impida tener otras. El Castor es la primera lectora de sus textos, la primera en comentarlos, corregirlos, editarlos. Es una interlocutora crítica, audaz e infatigable. Lee, relee, aconseja, secunda. Discípula convencida y feminista independiente. Será indispensable para el trabajo de Sartre, tanto en la rue Bonaparte como en Les Temps Modernes y encabezará la “familia” sartreana, compuesta de colegas, antiguos alumnos, incondicionales y amigos íntimos.
Berlín
La atracción por la fenomenología tiene que ver con algo que le enseñó su abuelo. No basta con tener ojos, hay que saber utilizarlos. Cuando Maupassant era pequeño, Flaubert lo instalaba delante de un árbol y le daba dos horas para que lo describiera. “Entonces fue cuando aprendí a ver. Era un juego fúnebre y decepcionante: había que plantarse ante un sillón de terciopelo e inspeccionarlo”. Descubre, como en una meditación soleada, que es posible pintar objetos con palabras. Y más aún, hacer del color, sonido, y del sonido, evocación, imagen mental en quien escucha, y de ahí, significado. Le gusta la idea de Heidegger de que el Dasein está metido en el mundo hasta las cejas. Es un error considerar que las cosas están simplemente “a la vista”, también están “a la mano”, y su cuidado es esencial.
Sartre solicita una beca en Berlín en 1933. Quiere saber más de la fenomenología, la nueva ciencia que desafía lo consabido. Pasará ese año y los siguientes absorto en la lectura de Husserl. Su fascinación con Husserl se debe a Descartes, ese “héroe que se abre camino contando sólo con sus propias fuerzas” y sabe hacer tabula rasa de las creencias más firmes. Un pensador “explosivo” y “revolucionario”, ontológicamente austero y de rigor extremo. La fenomenología le ayuda a pensar la ciencia, es el hallazgo de su vida. “Husserl se había adueñado de mí”, dirá más tarde. Necesité cuatro años para agotarlo.
En Berlín, apenas repara en el antisemitismo ambiente, en la penuria y el desempleo, en las quemas de libros y el auge del nazismo. Hitler ya es el canciller del Tercer Reich. Sartre se abstrae. No quiere caer en esa entidad impersonal (el ellos: das Man) que roba la libertad de pensar por uno mismo. Heidegger lo ha advertido: si no pongo atención das Man se hace cargo de las decisiones importantes. En ese cuidado descansa el auténtico yo. Y en permanecer abierto a la realidad. Pero a veces, para hacerlo, uno ha de sumergirse en la lectura, olvidando la llamada “realidad externa”.
Sartre regresaría a Francia en 1934 dispuesto a trabajar en su propia versión de la fenomenología. Sus lecturas de Kierkegaard y Hegel, sus fobias y obsesiones, las experiencias de la infancia, la relación con Beauvoir y Merleau-Ponty, entran a formar parte del proyecto. La idea esencial es la intencionalidad, que puede rastrearse en la experiencia consciente, pero también en los sueños, las fantasías y las alucinaciones. En enero de 1935, bajo vigilancia médica, se inyecta mescalina, un alucinógeno que se extrae del peyote. Un doctor supervisa su viaje mientras él, como buen fenomenólogo, registra su experiencia en un cuaderno de notas. El viaje no es propicio. No repetirá. No hay verdes praderas o seres celestiales, sino serpientes, cuervos, sapos y escarabajos que lo asedian y que, durante meses, acecharán su vigilia y sus sueños. Teme perder la cabeza. Los árboles vienen en su ayuda, son buenos asideros. Hasta en lo más familiar hay algo desconocido. Considerar larga y atentamente un árbol, descartando nociones de segunda mano (lo que nos han dicho que es un árbol), puede revelar muchas cosas. El vínculo entre descripción y liberación fascinó a Sartre. La gente común opina, el fenomenólogo describe. Siempre es más difícil lo segundo. La fenomenología es un arte descriptivo. Describir con exactitud y sin ostentación fue una de las obsesiones de Flaubert, probablemente el maestro más grande en el arte de la descripción. Quien sabe describir puede ejercer algún dominio sobre lo que aparece. Mostrar, no explicar. Sartre exploró el vínculo secreto entre escritura y libertad. La fenomenología desemboca en hermenéutica lírica en Heidegger y en novela filosófica en Sartre. La pregunta transforma al quien la formula, había dicho Heidegger, lo mismo podía decirse del empeño por describir. Poco después, Sartre acepta un puesto como profesor de instituto en Le Havre. En el aula se discute la lucha de clases, las jerarquías artificiales, el racismo y el colonialismo. Se habla de la locura y las cadenas del matrimonio, el gran engendro burgués.
La trascendencia del ego
El primer intento de una fenomenología sartreana aparece en La trascendencia del ego (1936), una obra que nos interesa especialmente por acercarse a algunos planteamientos del sāṃkhya. Una hipótesis de trabajo, la del sāṃkhya, que siempre nos ha parecido tan fecunda como las de Aristóteles o Platón. Sartre dice que la conciencia no está ni formal ni materialmente en el ego. También afirma que el ego no es algo interior, sino que está en el mundo, que es un “ser del mundo”, como el ego del otro. De ahí que sea injusto acusar a la fenomenología de idealismo encubierto. El ego es un remolino en la mente del mundo. Y la conciencia es otra cosa (un no lugar). “Desde esta perspectiva, mis sentimientos y mis estados, mi ego mismo, dejan de ser propiedad exclusiva mía”. Se desmonta así la distinción habitual entre la subjetividad de los estados psíquicos y la objetividad de la cosa espacio-temporal. La fenomenología enseña que esos estados son objetos, un sentimiento particular como el amor o el odio es un objeto trascendente y no se limita a la interioridad de una mente. Una mente no podría concebir otra mente que no fuera ella misma si no estuviera en el mismo elemento mental. Y añade: “El ego no es propietario de la conciencia, es objeto suyo”, una frase que suscribiría el sāṃkhya. Para la filosofía india, lo que llamamos ego son tres factores: inteligencia, sentido del yo y mente. Todos ellos cualitativos. La conciencia no está en ellos, aunque ellos pueden “captar” la conciencia, y traerla a este mundo desde su trascendencia. Pero sólo aparentemente, pues ella no se implica y tampoco se contamina por las cualidades, luminosas u oscuras, del ego que está en el mundo, que es mundo.
Sartre añade: la espontaneidad de la conciencia no puede emanar del yo. “Va hacia el yo, se une a él, lo deja vislumbrar bajo su límpido espesor. Es decir, la conciencia es una espontaneidad individualizada e impersonal. La mente, cada mente egoica, la hace suya, aunque no la posea y no le pertenezca. La conciencia no es algo que sale del yo, sino algo de lo que se apropia el yo. Por supuesto, Sartre nunca dirá que la conciencia es un no lugar (pero la identifica con lo vacío) y su intuición fenomenológica parece sugerirlo. Formula su tesis sin rodeos: “la conciencia trascendental es una espontaneidad impersonal. Se determina a la existencia a cada instante, sin que quepa concebir nada antes de ella. Así, cada instante de nuestra vida consciente nos revela y una creación ex nihilo.”
Esa es la magia de la creación continua. Hay algo angustioso (y agotador) en esa incansable creación de existencia cuyos creadores no somos nosotros. En este nivel, “el hombre tiene la impresión de escapar sin tregua de sí mismo, de sobrepasarse, de sorprenderse ante una riqueza siempre inesperada”. Reaparece el viejo tema del asombro, la perplejidad ante la creación espontánea. Además, “el yo no tiene poder alguno sobre esa espontaneidad, porque la voluntad es un objeto que se constituye para y por esa espontaneidad”. Aquí está el meollo del asunto. La voluntad como modo de “complacer” o “recrear” a la conciencia. El mundo del deseo y las inclinaciones, el mundo del yo, como representación escenificada para la conciencia. La voluntad se dirige hacia las cosas, pero no se vuelve hacia la conciencia (el olvido del ser, para Heidegger). Por eso no podemos “querer” un estado de conciencia: quiero dormirme, quiero no pensar en eso… Hay una tensión no resuelta entre voluntad y conciencia. No asumir esa espontaneidad de la conciencia es el origen de muchas neurosis y depresiones. “La conciencia se asusta de su propia espontaneidad porque la siente más allá de la voluntad”.
Sartre afina su intuición. “Quizá el papel esencial del ego sea ocultar a la conciencia su propia espontaneidad”. Toda actividad emana de una pasividad a la que trasciende. “Todo sucede como si la conciencia constituyera al ego como una falsa representación de sí misma”. Esta última frase podría haberla escrito un filósofo del sāṃkhya. El error que nos hace sufrir es confundir la propia mente (el ego), que es un asunto natural, con la conciencia, que es un asunto trascendental, independiente del mundo natural. Nos parece que está dentro del mundo natural, pero es un espejismo. Aunque tampoco está fuera, pues las categorías espaciales no le conciernen, de ahí que hablemos de “no lugar”. Y parece como si la conciencia se “hipnotizara” con este ego.
La distancia entre conciencia y mente puede asociarse con la epojé fenomenológica. “Basta un simple acto de meditación para que la espontaneidad consciente se desprenda bruscamente del yo y se dé como independiente. La epojé ya no es un método intelectual, un asunto de eruditos, es una meditación (angustia) que se nos impone y que no podemos evitar”. Y parece hablar del despertar súbito cuando añade: “Es un acontecimiento puro de origen trascendental y un accidente siempre posible en nuestra vida cotidiana”. Entonces, “mi yo no es más cierto para la conciencia que el yo de los demás, es tan sólo más íntimo”. El solipsismo que Husserl no logró evitar queda superado. Nada hay aquí de idealismo, “hace siglos que no se veía una corriente tan realista”. El yo es un existente rigurosamente contemporáneo del mundo y cuyas características son las del mundo. “El mundo no ha creado el yo, el yo no ha creado el mundo”. Sólo le falta decir que de la atracción de esa conciencia espontánea y original y el mundo natural surgió el universo que conocemos. No lo dice, pero dice algo muy parecido: “Esa conciencia absoluta, cuando se purifica del yo, ya no tiene nada de sujeto, y tampoco es una colección de representaciones; es, sencillamente, una condición original y una fuente absoluta de existencia”.
El magnetismo de la traición
“A menudo he pensado contra mí mismo”. Traicionar el propio pensamiento es un modo de mantenerlo activo. “Escribir fue durante mucho tiempo pedir a la Muerte, a la Religión, con una máscara, que arrancase mi vida del azar. Fui a la Iglesia. Era militante y quise salvarme con las obras; místico, intenté revelar el silencio del ser con un ruido encontrado de palabras y, sobre todo, confundí las cosas con sus nombres.” Sartre se pregunta por qué sigue escribiendo. Y responde con otra pregunta, “¿qué otra cosa podría hacer?” Rechaza el Premio Nobel (no quiere comprometer su independencia), como antes ha declinado otras distinciones institucionales (la Legión de honor o la cátedra del Collège de France). “El escritor debe negarse a transformarse en institución, incluso si ello tiene lugar bajo las formas más honorables”. Una actitud que le protege contra las seducciones de la élite, contra “los fastos siniestros de la notoriedad”, y que, paradójicamente, lo hace más famoso.
Sartre es el paradigma del filósofo comprometido. Y, sin embargo, su vida, como reconoce él mismo, se encuentra marcada por la traición. En toda traición hay una suerte de liberación, de desprendimiento de viejas ataduras. Siempre he sospechado que la traición es la hermana oscura de la revelación (luminosa, esclarecida). Los grandes profetas se erigen sobre la traición a un orden establecido. Sartre es ducho en quebrantar fidelidades. Sabe que toda lealtad es pasajera y que el filósofo debe acompañar el movimiento del mundo. Libertad es desprendimiento, traición. Traiciona su herencia burguesa, traiciona la literatura (entretenimiento banal frente al compromiso político), traiciona las instituciones que lo forman y las que lo celebran. Traiciona a su antiguo compañero Raymond Aron, que fue quien le descubrió la fenomenología. Aron es el paradigma de profesor universitario. “Un señor que elaboró una tesis y la repite toda su vida. Alguien que posee un poder al que está ferozmente apegado. El poder de imponer a los demás sus propias ideas sin que los que le escuchan tengan derecho a discutirlas”. Traiciona finalmente al Castor y al círculo de Les Temps Modernes, con su idilio crepuscular con Benny Lévy.
Sartre tiene algo de Rousseau. “Me volví traidor y nunca he dejado de serlo”. Por mucho que uno se entregue a lo que hace, sabe que en cualquier momento podrá renegar de su empresa. Una parte se queda dentro, comprometida, otra llama desde fuera. Sonríe, o ríe a carcajadas de ese afán. Es constante en sus afectos y su conducta, pero infiel en sus emociones. “Hubo un tiempo en el que me parecía más hermoso el último cuadro, monumento o paisaje que hubiera visto”. Aprecia la fidelidad que ciertas personas tienen por sus gustos y aspiraciones, su voluntad de seguir siendo los mismos, pero no la comparte. “He conocido hombres que se acostaron ya tarde con la mujer envejecida que desearon en su juventud”. A Sartre no le duran esas fidelidades, tampoco los rencores. Está muy dotado para la autocrítica, siempre y cuando no intenten imponérsela. “Era dogmático y dudaba de todo, excepto de ser el elegido de la duda: restablecía con una mano lo que destruía con la otra”. Ya viejo, dirá: “Solo pienso en huir de mí”.
En 1953 publica Las palabras, probablemente su mejor obra. Un texto enmendado, recortado, rumiado, corregido hasta la saciedad con la paciencia de un artesano. Allí dice: “Nada era superior ni más hermoso que el hecho de escribir”. Escribir es crear obras que deben perdurar y la vida del escritor debe entenderse a partir de su escritura. Posteriormente comprende que ese es un punto de vista absolutamente burgués, que ha caído en el síndrome Flaubert, que hay muchas otras cosas además de escribir y que la literatura puede ocupar perfectamente un lugar secundario. Nunca romperá su compromiso con la escritura, y seguirá ejerciéndola incluso ciego, aunque sin esa voluntad de estilo. Sus textos se ponen al servicio de los oprimidos. Trabaja con un horario estricto, de austeridad monástica. Sesión matinal y vespertina en la rue Bonaparte, interrumpida solo por citas concertadas por su secretario y una comida de dos horas, reloj en mano, con su círculo más próximo. Acumula páginas y páginas. Pero entonces son sus ojos los que le traicionan y tiene que dejar la escritura. Benny Lévy, líder de los maoístas de París de origen egipcio, que acabará convirtiéndose al judaísmo y la cábala, viene al rescate. Le propone una escritura oral, a base de conversaciones, hábilmente dirigidas por el joven secretario.
La guerra
En 1940, Alemania ataca a Francia. Sartre es movilizado. Soldado de segunda clase, sirve en el cuerpo de meteorólogos, como apoyo a una división de artillería. Mide con un globo sonda la intensidad y dirección del viento. La espera es interminable y absurda. Se aburren, juegan a los naipes, leen. Cada día escribe tres o cuatro cartas al Castor y a otras mujeres. Simone de Beauvoir lo visita. Trae un cargamento de cuadernos, tinta y libros. En mayo el enemigo se acerca, a las pocas semanas su destacamento cae prisionero. Los alemanes han llegado a París. La guerra está perdida. Permanece cautivo ochos meses, junto con otros 14.000 soldados. Este primer encuentro con la historia y con lo social marca su trayectoria. El campo está en lo alto de una colina. Se alojan en barracones de madera de tres pisos, con cuarenta soldados por unidad. Prolifera el trueque y el tejemaneje. Se permiten la música y el teatro. Sartre, apóstol de la libertad, encuentra un encanto oculto en su vida de prisionero, a pesar de los trabajos forzados, las privaciones, los piojos y el invierno glacial. “Puedo decir que me sentía feliz allí”. El confinamiento dilata su mente. El hijo único queda hechizado por el “sentimiento de formar parte de una masa”. Consigue un enchufe en la enfermería, trapichea con cigarrillos y terrones de azúcar. Hace el payaso, no le importa ser el bufón del barracón. Entre las alambradas despierta su vocación teatral. Escribe un Misterio de Navidad, distribuye los papeles, consigue telas para los trajes y dirige los ensayos. Se trata de las aventuras de Bariona, hijo del trueno, en la época en que los romanos someten a Judea. Tras la representación corre a cantar en la misa del gallo, con el coro del campo.
Le complace el ambiente de compañerismo y solidaridad que se respira en el campo, tan alejado de la vida burguesa. No disponen de mucho espacio, por lo que puede sentir mientras duerme el brazo o la pierna de un compañero. No le disgusta. El otro es parte de uno mismo y hasta ahora no había descubierto la proximidad física. Empieza a escribir un tratado metafísico, que con el tiempo se convertirá en El ser y la nada. Un impulso suscitado por la lectura de Ser y tiempo, obra de otro filósofo de una nación derrotada. Traba amistad con un abad. Por las mañanas leen juntos a Heidegger durante dos horas, cerca de la estufa. Fraterniza con los curas, discuten sobre la fe. “¿Tiene usted la fe como yo tengo esta pipa?”.
La evasión tiene poco de épica. Lo llevaron al campo en un vagón de ganado, saldrá gracias a una falsificación. Le duelen los ojos y logra un pase médico para visitar a un oftalmólogo. Le dejan salir y ya no regresa. La exotropía le ha salvado dos veces. Primero eximiéndolo del combate en primera línea, después como coartada para escapar del campo. Sale del Stalag XII D en marzo de 1941. Diez días después está en París, epicentro de la Francia ocupada. Trabaja en el café del viejo Boubal, el Flore, detrás de unas cortinas gruesas, al albur de una estufa de carbón. Será el templo de los intelectuales en el margen izquierdo del Sena. Sartre y el Castor tienen una mesa asignada, el café es frecuentado por los existencialistas, los soldados alemanes no frecuentan. “Durante cuatro años, los caminos del Flore fueron para mí los caminos de la libertad”.
Se impone el imperativo de actuar. Forma con unos amigos un grupo de la resistencia: “Socialismo y libertad”, alternativa a los de gaullistas y comunistas. Carecen de experiencia y son poco eficaces. Pegan carteles, redactan panfletos y octavillas que incitan al sabotaje. Intentan con poco éxito la adhesión de Gide y Malraux. El grupo acaba deshaciéndose por falta de apoyo y objetivos. Nunca contaron con apoyo exterior ni con una organización consolidada. Poco después del desembarco en Normandía, Gallimard se ofrece a financiar una revista que proporcione una ideología para la posguerra. Nace Les Temps Modernes. Sartre está decidido a dirigir la revista en equipo. Camus, Merleau-Ponty, Aron, Paulhan y Beauvoir formarán parte del proyecto. El país está agotado por la guerra. Sólo Sartre parece no estar cansado. La revista no hace aminorar su producción literaria. Desde que llegó a París, dos novelas, un ensayo filosófico, dos obras de teatro, cinco guiones, quince artículos y ocho reportajes, sin contar la correspondencia, las notas y los cuadernos.
El ser y la nada
En la Francia ocupada bajo el dominio nazi ha encontrado su gran tema: la libertad. El ser y la nada, un tomo de 700 páginas se publica esquivando la censura. El libro pesa un kilo y resulta muy útil para pesar frutas y verduras en una balanza. El título es un guiño a la obra de Heidegger, por sus páginas desfilan, además el mago de Messkirch, Husserl, Hegel y Kierkegaard, junto con numerosas anécdotas y situaciones de la vida cotidiana. Se trata, como la obra que imita, de un texto inacabado. Crea la expectativa de una segunda parte que nunca verá la luz. Mientras Heidegger se propone mostrar que el sentido del Ser es el Tiempo, Sartre busca un fundamento para la ética existencialista. Ninguno de los dos logra su propósito. El análisis sartreano de la libertad se basa en una idea sencilla. Tenemos miedo a la libertad. Sin embargo, no podemos escapar de la libertad, pues ella nos constituye, somos libertad. Cualquier otra visión es una distorsión de la condición humana. Heidegger distingue lo óntico de lo ontológico, Sartre el “en sí” (las cosas) del “para sí” (la libertad). Ambos versionan, cada uno a su modo, la partición cartesiana del mundo en pensamiento y extensión. Para Sartre las cosas no tienen que tomar decisiones, simplemente tienen que ser ellas mismas. El “para sí” se distingue del “en sí” en que no es un ser en absoluto, sino un vacío en el mundo, una entidad sin contenido que, sin embargo, participa del mundo y toma decisiones. Una ausencia que está de algún modo presente en nuestras expectativas. Como cuando esperamos encontrar a un amigo en un café o esperamos llevar la cartera en el bolsillo. Esa expectativa hace aflorar la ausencia, la nada. Una nueva versión de la intencionalidad, factor esencial de la fenomenología de la conciencia. El “para sí” no es nada, por eso es libre. Sartre, retorciendo la máxima cartesiana, llega a afirmar: “No soy nada, luego soy libre”.
Hay algo muy liberal en todo esto. No somos sino lo que decidimos ser. Esa libertad radical puede producir cierta angustia y ansiedad. El existencialista nos dice: el hombre es angustia. Y los que no están angustiados es porque enmascaran su propia angustia. Hay que asumirlo, hay un vértigo e inquietud constante sobre uno mismo. Pero. Negar la libertad, considerar que estamos condicionados por circunstancias externas, es actuar de “mala fe”. Esto no es en absoluto excepcional, la mayoría de nosotros actúa de mala fe la mayor parte del tiempo, como si estuviéramos sometidos a la responsabilidad y las circunstancias. No sólo tenemos miedo a la libertad, sino que tendemos a demonizar y culpar a los demás. Cada vez que nos vemos a nosotros como seres pasivos, víctimas de las circunstancias, actuamos de mala fe.
Previamente Sartre ha discutido el origen de la Nada. Coincide con Heidegger en que la nada no es un efecto del lenguaje, de nuestras proposiciones negativas, sino algo mucho más consustancial a nuestra condición. La nada hace aparecer la idea de la “destrucción”, que es un asunto puramente humano. Un terremoto, un volcán o una tempestad no destruyen, simplemente modifican las masas. “Después de la tormenta no hay menos que antes, hay otra cosa”. El ser humano es frágil y porta en sí la posibilidad de no ser. “Es el hombre mismo el que destruye sus ciudades por intermediación de los sismos y destruye sus barcos por intermediación de ciclones”. Y, de modo muy heideggeriano, añade: “La condición necesaria para que sea posible decir no, es que el no-ser sea una presencia perpetua, en nosotros y fuera de nosotros: es que la nada infeste el ser”.
La cuestión es cómo esa nada se relaciona con la libertad. Es claro que la nada es la condición primera de la conducta inquisitiva y, en general, de toda indagación. Tras descartar la interpretación hegeliana de considerar complementarios al ser y al no-ser (como sombra y luz) y recatar la idea de Spinoza de la preeminencia lógica del ser ante la nada (la nada toma su eficacia del Ser, por eso lo infesta), la nada sólo puede tener una existencia prestada: “toma su ser del ser”, “no se encuentra sino dentro de los límites del ser”. La desaparición completa del ser no supondría el advenimiento del reino del no-ser sino al contrario, supondría el desvanecimiento total de la nada. “No hay no ser sino en la superficie del ser”. Tras rescatar, como dijimos, estas ideas de Spinoza, Sartre se adentra en el análisis de la concepción fenomenológica de la nada (que atribuye a Heidegger). Si puede darse una nada, es en el meollo mismo del ser, como un gusano. “El hombre es el ser por el cual la nada adviene al mundo”.
La realidad humana segrega la nada. Y la nada es como una invención libre. Y se dice, respecto a la libertad, lo mismo que dice Heidegger respecto al lenguaje. La libertad no es una facultad del alma, que pueda encararse o describirse aisladamente. No es una propiedad que pertenezca, entre otras, a lo humano. No hay diferencia entre el ser del hombre y el ser-libre. La libertad humana precede a la esencia del hombre y la hace posible. Y, de un modo muy fenomenológico, afirma: “La esencia del hombre está en suspenso en su libertad”. En el ejercicio de la libertad, el pasado queda en suspenso (entre paréntesis), como en la epojé fenomenológica. Esa es la magia de la libertad. “La libertad es el ser humano en cuanto pone su pasado fuera de juego, segregando su propia nada”.
La mala fe
Hay gentes instaladas en el No. Guardianes, carceleros y vigilantes viven en la negación perpetua. Como un No capta el esclavo a su amo, el prisionero a su guardián. Hay seres débiles, flojos y cobardes, que se engañan a sí mismos, que se enmascaran la verdad, que atribuyen su miseria a un determinismo orgánico o social. “Lo que la gente quiere es que se nazca cobarde o héroe”. Es falso. El existencialismo sostiene que el cobarde se hace cobarde, el héroe se hace héroe. Hay siempre una posibilidad para el cobarde de no ser por más tiempo cobarde y para el héroe de dejar de serlo. De ahí que esta filosofía no sea quietista ni pesimista. En la mala fe el engañador y el engañado se hacen uno. Actuamos de mala fe cada vez que nos definimos como creaciones pasivas de la raza, la clase social, la nación, la familia, los traumas de la infancia o la influencia del inconsciente. Tales factores constituyen las circunstancias que hacen posible la libertad. Que se actúe de buena fe significa no buscar excusas para uno mismo. Cuando nos justificamos en las circunstancias, obramos de mala fe.
Las circunstancias hacen posible los movimientos de la libertad, que nunca se mueve sin coacción. No debemos confundir las circunstancias que nos permiten ser libres con los factores que suprimen nuestra libertad. Ni siquiera la violencia, la prisión o la inminencia de la muerte pueden arrebatarnos la libertad. Por muy difícil que sea nuestra situación, siempre es posible el ejercicio de la libertad. “Todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que se inventa un determinismo, obra de mala fe”. No se le puede juzgar moralmente (pues no hay un código universal), pero se puede decir que obrar de mala fe es un error, una mentira que oculta su libertad. También es de mala fe afirmar que hay ciertos valores que existen antes que yo (de nuevo el cielo platónico). La libertad no tiene otro fin que el quererse a sí misma. La libertad es el fundamento de todos los valores, cualquiera que éstos sean. Obrar de buena fe es buscar la libertad. La libertad de los otros depende de la propia. La libertad hay que tomársela y, al hacerlo, se hace más libre no sólo al individuo sino a toda la humanidad (que, por otro lado, no existe como algo dado, sino que está siempre en construcción). “A los que oculten su libertad total por espíritu de seriedad o por excusas deterministas, los llamaré cobardes”.
América
Sartre viaja con un grupo de ocho periodistas invitado por el gobierno de Roosevelt. Cansados y escuálidos tras años de guerra, se encuentran con el nuevo mundo en el Waldorf-Astoria, el hotel más grande conocido, epicentro de todos los lujos. Suntuosos desayunos, sábanas de Holanda, smokings, vestidos de gala, bailes y diamantes. Es como estar en un sueño. En una tienda de la Quinta avenida compra la célebre cazadora que inmortalizará años después Cartier Bresson en un puente de París. Aturdidos por la opulencia, disfrutan de la hospitalidad americana. Reciben masajes en la peluquería del sótano. Sartre se enamora de Dolores Vanetti, se escapan para asistir a un pase privado de Citizen Kane. Se siente libre entre las multitudes neoyorquinas. Visitan los clubes de jazz. “Una música que te reclama, no te mece, que rechaza la melancolía y se dirige a lo mejor de uno mismo, a lo más libre”. Nueva Orleans, Filadelfia, San Francisco, Detroit, Nuevo México. Visitan los estudios de Fox en Hollywood. Pasean en las lanchas que desembarcaron en Normandía y finalmente son recibidos en la Casa Blanca por el presidente Roosevelt, “un rostro largo, profundamente humano, duro y delicado a la vez”. Dedica sus reportajes más vehementes a los problemas raciales del sur. No tiene ninguna prisa en volver a Francia y se queda unos días más en Nueva York. “En París es raro ver aparecer un piel roja”. A la vuelta se entera de que su padrastro ha fallecido. Con cuarenta años, regresa a vivir con su madre en un piso antiguo de la rue Bonaparte. Tiene una habitación propia, con cama individual y una estantería, una pequeña mesa y una ventana que da a Saint Germain des Prés, la abadía donde está la falsa tumba de Descartes. Juntos interpretan a Schubert al piano, mientras una criada lava y plancha las camisas de Poulou. Sigue siendo ese chiquillo seguro de sí, “con una madre llena de ternura que le dio todo el amor que necesita un niño para individualizarse y construirse un yo firme”.
La maquinaria Sartre
A finales de los cuarenta, Sartre publica a ritmo desenfrenado: filosofía, novela, teatro, periodismo, teoría política. “Se puede ser fecundo sin trabajar mucho. Tres horas por las mañanas y tres horas por las tardes. Esa es mi única regla..., incluso en vacaciones”. Toma somníferos en grandes dosis para asegurarse el sueño, abusa del café y el whisky, se atiborra de corydrane (aspirina con anfetamina), un fármaco popular entre estudiantes e intelectuales, que calma los dolores, suprime la fiebre y estimula la lucidez. En 1971 será declarado tóxico y prohibida su venta.
A primera hora de la mañana, tras despertar después de una copiosa cena y una noche marcada por los somníferos, se toma un café y empieza a trabajar mientras mastica pastillas de corydrane. Al final del día, el tubo de veinte pastillas se ha esfumado, quedan en su lugar veinte o treinta páginas. Química por palabras. Fuma dos paquetes de cigarrillos, varias pipas de tabaco negro y bebe más de un litro de alcohol diario. Así escribe su Crítica de la razón dialéctica. Un “oleaje ingente de palabras enloquecidas e ideas yuxtapuestas”, como dice una de sus biógrafas (Cohen-Solal). El filósofo hiperlúcido se hunde de vez en cuando en crisis de ausencia, aunque enseguida recupera su vitalidad y orgullo.
A partir del 1947, Sartre apela a una literatura comprometida. No se calla nunca. Cada vez que algo le indigna se siente en la obligación de responder. Su escritura empieza a verse cada vez más condicionada por la circunstancia y por una agenda irrenunciable: la defensa de los oprimidos. Se mantiene al margen de la burbuja académica. Los filósofos académicos tienen poco que ofrecer al mundo de la posguerra. En los años cincuenta, se prodiga de modo alarmante. Teme bajar el pistón. ¡No hay tiempo! Abandona el cine, el teatro, las novelas, y dedica todo su tiempo a escribir. El estudioso de Flaubert empieza a publicar sin revisar lo escrito. “Corregir es burgués”. Llena páginas y más páginas. La escritura como única misión y justificación de la vida. Le disgusta dormir. El sueño sólo es la parada necesaria para que su escritura siga a pleno rendimiento. Barbitúricos, alcohol y tabaco. Le gusta trabajar en esa neblina. Poco de esa actividad procede de la vanidad o de la voluntad de erigir una “obra”. Aunque es posible reconocer cierta ceguera en su defensa de los oprimidos, cierto impulso desesperado. “Si algo no es cierto a ojos de los desfavorecidos, es que no es cierto”. Denuncia el racismo, el colonialismo, la pobreza y la exclusión social. Promociona a otros escritores comprometidos, entre ellos Franz Fanon. Esa generosidad hay que recordarla cuando se mencionan otros desvaríos, la condescendencia eventual con maoístas o estalinistas, por ejemplo. Sabe que, debajo de su interés por la violencia, subyacen impulsos personales (experiencias de acoso durante la adolescencia en La Rochelle). En los años de la guerra de Argel, recibe amenazas de muerte de reservistas del ejército francés. Lo persiguen y se enfrenta a la prisión por incitar a la desobediencia de los soldados. Alguien pone una bomba en el apartamento superior al suyo, donde vive junto a su madre. Por casualidad nadie resultó herido.
Dinero
El tiempo también es un lujo burgués, se mantiene permanentemente ocupado (aquí su herencia protestante). Le disgustan las posesiones. Se contenta con su pipa y su pluma. Regala los libros después de leerlos. Con los amigos es generoso. Su éxito editorial le brinda un suculento contrato y hace un uso del dinero personal y único. Lo reparte tan pronto como le llega, para liberarse de él, como si le quemara en las manos. Lleva fajos de billetes en los bolsillos y los tira a puñados sobre la mesa cuando hay que pagar la cuenta. No sólo invita a todos, sino que ofrece generosas propinas. En un pater familias de un grupo singular (colaboradores, adolescentes, amigos, amantes). Tiene protegidos con mensualidad asignada. Obsequia con artículos, charlas o prólogos a quien se lo pida. Es dispendioso con sus palabras, resulta abrumadora la cantidad de palabras pronunciadas en cafés y conferencias, o escritas en periódicos, diarios, cartas, artículos y libros.
Hoy vivimos en un mundo burgués y tecnocrático. El error burgués consiste en no entender que somos esencialmente vagabundos, que nunca podemos poseer nada. Homo Viator. Los ordenadores son malos fenomenólogos, no saben intoxicarse con las palabras ni reírse de los conceptos. Las ideas pueden ser interesantes, pero las personas, con sus contradicciones, lo son mucho más. Sartre vivió valientemente, no en el frente, sino en los cafés. A socaire de su pluma, que es escudo y lanza. Ha defendido regímenes execrables y fomentado el culto a la violencia. Nunca ha acatado la disciplina de ningún partido. “Siempre he sido un anarquista”. Los que lo amaron admiten que fue bueno, o que al menos quiso hacer el bien.
La aventura fracasada (de la conciencia)
La libertad es una necesidad vital, fáctica. El hombre mantiene las cosas como objetos para que no se le vengan encima. Pone distancia entre él y las cosas. Pero, además, el hombre mantiene en vilo su propio ser. Un ser inestable, que no es lo que es, como la piedra, sino que tiene que mantenerse a flote, angustiosamente, pues lleva en sí la nada de la conciencia. “La angustia como temple fundamental para hacer metafísica” (García Bacca). El hombre no es como el astro, que sigue inmutable su órbita. Sino que es una sustancia radiactiva que carece de esencia. El existencialismo es esa filosofía que no admite esencias, o mejor, que las subordina a la existencia. Esa inestabilidad tiene su razón de ser. La estructura ontológica humana se desdobla en ser “en sí” y ser “para sí”. Se encuentra sometida a una tensión ineludible y fundamental, la tensión entre el ser y la nada (entre materia y conciencia). Para Sartre, estos dos elementos son los más opuesto que pueda existir. En este sentido, reedita el platonismo (hay otra opción, que no contempla, que estos dos elementos se sientan atraídos por un magnetismo erótico y lúdico). E incluso va más allá y acaba subordinando la conciencia a la materia (en este sentido es moderno). La tendencia del universo es que la materia engulla y reabsorba la conciencia. La conciencia fracasa en la aventura del ser y acaba siendo asimilada por la materia.
Una de las primeras obsesiones de Sartre era que las cosas se volvieran viscosas, pegajosas. Ciertos objetos que nos adhieren. Lo untuoso que provoca la náusea y el vómito. La conciencia viene al rescate y pone distancias. Es una nada que se introduce en las cosas, que las ahueca y aligera, las nihiliza, como agujeros en un queso. La segunda y tercera parte de El ser y la nada (1943), desarrollan esta idea, que ya se adelantó en Lo imaginario (1940). La conciencia, para ser lo que es, tiene que estar siendo otra cosa (algo que no es ella). Esto supone una violación del principio de identidad. La conciencia es como una burbuja en el ser. Para ver tenemos que ver algo que no es la vista, para oír tenemos que escuchar algo que no es el oído, para pensar tenemos que pensar algo que no es el pensamiento. Ese ser otra cosa introduce la inestabilidad en algo que en principio era estable (el “en sí”). De ahí que para Sartre la conciencia introduzca negaciones, filtrando en las cosas un conjunto de nadas. Ser consciente de un objeto consiste precisamente en advertir que no es yo. Esa es la singularidad de la conciencia, distinguirse del resto de las cosas, tenerlas a distancia. De ahí que se asocie al silencio, a la oscuridad (o la plena luz) donde no hay distingos, porque lo que hace la conciencia es introducir la nada en el ser. Es lo que Sartre denomina acto ontológico. Un acto mediante el cual el ser se desdobla en ser “en sí” y ser “para sí”. El “en sí” es lo perfectamente sólido y coherente, de una pieza, sin huecos, una identidad firme. El “en sí” son las cosas antes de que entre en ellas el factor nihilizante de la conciencia. De ahí que la conciencia (introduciendo sus nadas) vaya contra el principio sacrosanto del pensamiento: el principio de identidad. Sartre plantea una nueva versión de la intencionalidad de Husserl: la conciencia es un modo de ser extraño, para ser lo que es, tiene que ser otra cosa.
El existencialismo es un humanismo
El origen de este texto es una conferencia en el Club Maintenant el 29 de octubre de 1945. El evento se anuncia en Le Monde, Figaro y Libération. Una muchedumbre invade la sala. Atropellos, golpes y desmayos. Sartre acude solo en metro. A su llegada ve de lejos la multitud. Piensa que se trata de los comunistas que se manifiestan en su contra. Se abre paso a codazos hasta llegar a la tribuna del orador. Habla sin notas, con las manos en los bolsillos. Hace un alegato en defensa del existencialismo, frente a las críticas de católicos y comunistas. La prensa celebra su valor y sangre fría, el magnetismo de su personalidad. Louis Nagel publica esta conferencia-manifiesto que conserva hoy toda su fuerza y que ayuda a consolidar el movimiento. Un libro barato, con una generosa sangría y en el que cada párrafo lleva un subtítulo para hinchar un volumen que de otro modo hubiera sido demasiado delgado. En cuarenta años se venderán centenares de miles de ejemplares. Sus principios son sencillos. Las ideas hay que vivirlas, comprometerse con ellas. La vida humana es singular, no se parece a ninguna otra cosa del orden natural que conozcamos. Es concreta, nunca abstracta. No existe “el hombre”, existen los hombres, cada uno con sus circunstancias y ángulos sobre lo real. Todos tienen su biología, su raza, su lugar particular en la geografía y la historia, pero, por encima de todo, tienen su libertad. La vida parece a veces encerrada en límites muy estrechos, pero es trascendente y jubilosa, dramática, si se ejerce la libertad.
Toda verdad y toda acción implica un medio y una subjetividad humana. Partir de la subjetividad es inevitable, pues la existencia precede a la esencia, tanto en sentido secuencial como lógico. Los ilustrados creyeron en una “naturaleza humana”, que cada persona era un ejemplo particular de un concepto universal. Sartre declara falso ese supuesto. Y, dado que su existencialismo es ateo, lo más razonable es prescindir de todas las esencias. La persona empieza a existir, surge en un mundo, y después se define. Empieza por no ser nada, sólo será después. No hay “naturaleza humana” porque no hay dios para concebirla. Nih-svabhava, dirán los budistas del mahāyāna. El individuo es un ser que, no siendo nada en concreto, se lanza hacia el porvenir. Es un proyecto. No existe más que en la medida en que se realiza, “no es sino un conjunto de sus actos” (parece hablar del karma). No hay otro amor que el que se construye, no hay otro genio que el que se manifiesta en las obras de arte. El hombre sabe, consciente o inconscientemente, que su ser consiste en esa proyección (no en su querer, que es consciente). El querer es posterior a lo que el hombre ha hecho de sí mismo. “Yo no puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro, casarme, todo esto no es más que la manifestación de una elección más original, más espontánea de lo que se llama voluntad”. Si verdaderamente la existencia precede a la esencia, la persona es responsable de lo que es (de nuevo el karma). Esto no quiere decir que sea responsable de todas las personas. Dicha subjetividad no se puede sobrepasar. Cada uno de nosotros elige ser esto o aquello y, al hacerlo, afirma el valor de lo que elige, de ahí que no se pueda elegir “mal” (aquí Spinoza). Tampoco es posible no elegir, rehusar elegir es también una elección. Nuestra responsabilidad es grande porque compromete al resto del género humano. Esa elección supone una suerte de legislación, contribuye a crear las “leyes” del comportamiento humano. Si Dios no existe, no es posible encontrar los valores en un cielo inteligible, no está escrito en ninguna parte que el bien exista y que deba de ser cultivado. Sartre se opone a esa moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible. Todo está permitido. Ese es el punto de partida del existencialismo ateo. No hay nadie al mando. El hombre queda abandonado a su suerte, no encuentra ni en sí ni fuera de sí un asidero al que agarrarse. Ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer. Los vendedores de mandamientos dirán que hay signos en el mundo, pero la responsabilidad final de descifrarlos pertenece al hombre. Ese es su desamparo. Hay que “obrar sin esperanza”, sin apego a los frutos de la acción, nos dice evocando (quizá sin saberlo) la Bhagavadgītā. Al no haber “naturaleza humana”, tampoco hay, claro está, determinismo (un determinismo de la pasión o la fatalidad). La persona es libertad. “El hombre inventa al hombre y está condenado a ser libre. Condenado porque no se ha creado a sí mismo y, sin embargo, libre porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace.”
A diferencia de Heidegger, Sartre no teme la interculturalidad radical. “Todo proyecto, el del chino, el del hindú o el del negro, puede ser comprendido por un europeo”. Éste puede lanzarse y rehacer en sí esos caminos exóticos. Hay universalidad en todo proyecto. Todo proyecto es comprensible para todo hombre (se reconstruye dios). Hay una “universalidad del hombre”, pero no está dada, se encuentra perpetuamente en construcción. No le importa contradecirse. “Construyo lo universal al comprender el proyecto de cualquier otro hombre, sea de la época (o lugar) que sea”. Para un relacionista (como el que escribe estas líneas), esta es la idea fundamental del proyecto sartreano. No hay una solución general a los problemas que plantea la etnografía. Hay que ir caso a caso. La posibilidad intelectual y afectiva de ponerse en la piel del otro. Un desplazamiento afín a nuestra condición itinerante, al Homo Viator. Hay una naturaleza humana, pero es caminera, desprendida. Una posibilidad que no supo o no quiso ver el Heidegger campesino, atado al terruño.
Todo esto parece conducir a cierta anarquía epistemológica, a una falta de método. O a la asunción de todos los métodos. No hay razones para preferir un proyecto u otro pues no hay un cielo platónico donde estén escritas. Eso sí, al elegir, comprometemos a todo el género humano. Pues, para obtener una verdad sobre mí es necesario que pase por otro. El otro es indispensable para mi existencia, tanto como el conocimiento que tengo de mí mismo. El otro es una libertad colocada frente a mí. El existencialista no toma a la persona como un fin, porque siempre está por realizarse. Y no cree que haya una humanidad a la que se pueda rendir culto, a la manera de Compte. Ese culto conduce al humanismo cerrado de los positivistas, al culto al progreso y a los logros tecnológicos, que conduce al fascismo.
Huston-Freud
John Huston encarga a Sartre un guion sobre Freud. Sartre responde con un texto de 300 páginas, como si una película pudiera durar cinco horas. No se entienden. Finalmente, el filósofo pide que su nombre no aparezca en créditos. Lo mejor del desencuentro son las descripciones que hacen uno del otro. “Sartre era rechoncho, bajito y tan feo como pueda serlo un ser humano. Un rostro a la vez arrugado e hinchado, con los dientes amarillos y, por si fuera poco, bizco. Lleva invariablemente un traje gris y una corbata que no se quita desde primera hora de la mañana hasta la noche”. “Huston ni siquiera es triste, es vacío, salvo en los momentos de vanidad infantil en que se pone un esmoquin rojo, o monta a caballo (no muy bien), o recuenta sus cuadros y dirige a sus obreros. Imposible retener cinco minutos su atención: no sabe trabajar, evita razonar. Es el vacío puro, más que la muerte tal vez… Huye del pensamiento porque entristece”. “Nunca trabajé con nadie tan testarudo y categórico como Sartre. Mientras hablaba, tomaba notas de lo que él mismo decía. Imposible mantener una conversación con él. Imposible interrumpirle. Sin tomar aliento, me agotaba bajo un torrente de palabras… A veces, agotado por el esfuerzo, tenía que salir de la habitación. El zumbido de su voz me seguía y, cuando regresaba, él ni siquiera se había enterado de que había salido”. “Nos reunimos en el salón de fumar, hablamos todos y de pronto, en plena discusión, Huston desaparece. Suerte si se lo vuelve a ver antes del almuerzo o la cena”. América y Europa.
El embajador de los pobres
Sartre se implica en organizaciones políticas como el RDR, en busca de una democracia intelectual-libertaria, pero el proyecto fracasa y acaba renunciando a toda actividad política. A partir de entonces se desvincula de la militancia integrada y se convierte en un simpatizante que, desde fuera, da su apoyo a los diversos partidos y organizaciones políticas. En la redacción de Les Temps Modernes se debate la situación de la URSS. Se denuncian los campos de trabajo y la falta de libertades, pero se evita caer en un anticomunismo indiscriminado. Albert Camus denuncia sin paliativos los crímenes del estalinismo, que equipara al fascismo. Para Sartre hay ciertos atenuantes, hay que hablar de la opresión en Rusia, pero también en el resto de los países. Una postura que se agravaría con la guerra de Indochina o la batalla de Argel. Sartre viaja a la URSS y participa en numerosos congresos del movimiento por la paz y su rechazo de la política de bloques. En julio de 1954 regresa eufórico de la URSS, publica cinco artículos elogiosos con el régimen, donde defiende la filosofía soviética y asegura que la libertad de crítica es completa. Su idilio con la URSS culmina con el nombramiento de vicepresidente de la asociación franco-soviética. En 1955 se crea un comité de intelectuales contra las intervenciones coloniales y la prolongación de la guerra de Argelia. Denuncia saqueos y torturas, la corrupción del ejército francés. Viaja a Pekín, como invitado de la conmemoración de la República Popular de China. Saluda a Mao Tsé-tung con aire ceremonioso. “El muro de la soledad se ha roto —dice a su regreso—, en ninguna parte he visto esa atención por los demás, en ninguna parte hay una solidaridad semejante… Cada chino que aprenda a leer enseñará a su vez a otro chino. Esas masas se educan a sí mismas, profundizan en sus relaciones, aumentan su nivel de producción y amistad, se emancipan”. Un proyecto de alcance mundial que arrastra en su estela a los hermanos de Asia y África, explotados e ignorados. El viaje le sensibiliza para futuros combates contra el colonialismo, el gaullismo y el imperialismo norteamericano. Años después conocerá a Fidel Castro y Che Guevara. Sus abrazos y apretones de manos se verán en todo el mundo. Le conmueve la euforia revolucionaria cubana, que describe con lirismo. En 1971 romperá oficialmente con el régimen cubano y empezará a comprometerse con la crítica antiestalinista.
El desenlace (in)esperado
El Sartre crepuscular se rodea de jóvenes. En 1965, adopta a Arlette Elkaïm, una joven de origen argelino que se convierte en su secretaria y albacea. Tentado por el psicoanálisis, inicia un registro de sus sueños, que dicta a Arlette nada más despertar. La mayoría de los sueños giran en torno a la inmortalidad, a lo inacabado, al reconocimiento. Sueños de grandeza que contrastan con su supuesta indiferencia ante la fama. Posteriormente tendrá un último secretario, un joven maoísta de origen egipcio, Benny Levy.
En mayo del 68, nueve millones de ciudadanos secundan una huelga general, más de un millón se manifiestan por las calles de Francia. Estudiantes muy politizados por las guerras de Argelia y Vietnam. Anarquistas, anarcosindicalistas, maoístas, marxistas-leninistas se oponen con violencia al comunismo a la occidental y toman como modelos los proyectos revolucionarios de Mao, Castro o la revolución permanente de los trotskistas. Un ataque frontal a los “perros guardianes” de la burguesía, a la izquierda establecida, a los traidores comunistas y la putrefacción capitalista. Entretanto, Sartre anda inmerso en la escritura de su Flaubert, aunque manifiesta su solidaridad con los movimientos estudiantiles que se están produciendo en todo el mundo.
A pesar de su edad y problemas de salud, Sartre ha aceptado una alianza coyuntural con los maoístas. Se compromete en sus causas y, aunque no es militante, desfila, escribe artículos, secunda iniciativas, entra en las fábricas. Acepta dirigir su revista para evitar que el gobierno la cierre. Una asociación que compromete a la “familia” sartreana, que no comparte el radicalismo extremo ni el activismo violento de los maoístas. Es la última de sus traiciones, en un intento desesperado de mantener la marcha del pensamiento. Milita con unos jóvenes que pueden ser sus nietos. Es posible que esa relación con los maoístas sea más una necesidad afectiva que ideológica, una necesidad de cercanía y camaradería que un proyecto político. Pronto se verá.
En los últimos años, Sartre está enfermo y aturdido. Su capacidad de trabajo se ve seriamente disminuida. Pasa meses enteros sin escribir (algo que no ha hecho en su vida). No tiene ánimos para hacerlo y teme no recuperar ya el viejo entusiasmo. En 1973, pierde la visión de su ojo bueno y queda prácticamente ciego. “Mi oficio de escritor está acabado. La ceguera me despoja de mi razón de ser”. Acostumbrado a leer y escribir en soledad, ahora necesita ayuda, alguien que le lea, alguien a quien dictar. Su “hija” y su “mujer”, Arlette y el Castor, se turnan para acompañarlo por las noches. La “familia” decide contratar un nuevo secretario para que trabaje con él por las mañanas. Benny Levy es un apátrida de familia judía oriental, que ha tenido que exiliarse de El Cairo. Sin papeles, contratarlo de secretario y darle un sueldo permite proteger a este joven maoísta cuyo carácter e inteligencia parece convenir a todos. Podrá ayudar al maestro a terminar su Flaubert.
Benny Lévy será la Eve Harrington de Sartre. Su influencia sobre el filósofo empezará a incomodar al Castor y a Arlette. Apasionado de su identidad judía, se resiste a adquirir un perfil bajo en su relación con el maestro. En los últimos días de vida de Sartre se publican sus conversaciones. En La esperanza ahora aparece un Sartre contrito por sus antiguas opiniones prosoviéticas y maoístas, por sus opiniones sobre el antisemitismo y su antigua fascinación por la violencia. Una confesión en toda regla (la última traición) en la que la fe religiosa se mira con mayor benevolencia, aunque sigue sin ser creyente y se considera un soñador en temas políticos.
Ahora tiene que trabajar en equipo o no hacerlo. Prefiere lo primero y sus ideas son ideas creadas por dos personas. Simone de Beauvoir consideraba que Lévy se aprovechaba de la debilidad de Sartre, que le hacía decir lo que quería oír. Para Aron, las ideas de La esperanza ahora eran tan razonables que no podían ser de Sartre. Es sensato, pierde su intensidad y atractivo, o, elogia la no violencia y las relaciones pacíficas. Muchos coinciden en que quien habla en esas conversaciones no es Sartre. Irrita también su camaradería. Un joven de menos de treinta años, que no ha escrito nada, juega a la fraternidad intelectual con uno de los filósofos del siglo. No obstante, sigue siendo un rebelde, continúa cambiando de idea hasta el último momento.
Las conversaciones con Benny Lévy suponen una auténtica “confesión”. Sartre culmina su obra con el mismo género que encumbró a Rousseau o Agustín de Hipona. Un último giro (o traición) que indignará a la “familia” sartreana. Reconoce a su interlocutor que “era preciso que meditáramos juntos”. Un pensamiento que se forma entre dos. Lévy se ha formado desde los quince años con los libros de Sartre y los recuerda mejor que el propio filósofo. En las conversaciones de 1980 se habla de esperanza y fraternidad, más que de dialéctica y revolución. Entre las confesiones, llama la atención el hecho de que nunca estuvo desesperado y nunca experimentó la angustia, un estado que Kierkegaard y Heidegger habían considerado indispensable para el proyecto existencialista. Sartre había dicho que de esa angustia toma el hombre la conciencia de su libertad, y ahora vemos que no la sintió. “Eran palabras que me parecía que para otros podían ser una realidad, por lo que quería tenerlas en cuenta en mi filosofía”. Además, eran palabras de moda en la filosofía de su tiempo, que prefería hablar de la desesperación (más filosófica) que de la esperanza (más parroquial). Sartre sabía que la esperanza no es una mera ilusión lírica, sino un tema esencial de la filosofía, pero se abstuvo hábilmente de mencionarla. Que la desesperación es más lúcida que la esperanza había sido uno de los prejuicios en El ser y la nada. Ahora, gracias a la influencia “mesiánica” de Lévy, es capaz de reconocerlo. También trata de escapar de una idea que siempre ha estado presente en su filosofía: que la vida de un hombre se manifiesta como un fracaso. Un pesimismo absoluto que ahora se revela afectado, pues la esperanza está en la naturaleza misma de la acción: “no puedo emprender una acción con contar con que voy a realizarla”. Sartre reconoce también a Lévy que ha apoyado incontables causas perdidas sobre cuyos fines se mantuvo desconfiado. Fue sólo compañero de viaje pues “la idea misma de la pertenencia a un partido me repugna desde los veinte años”.
Muchas son las novedades que destilan estas conversaciones: Del humanismo odia la manera que tiene el hombre de adorarse a sí mismo. Toda conciencia se construye a sí misma como conciencia de otro. El prójimo está siempre ahí, aunque no esté presente, aunque sólo sea un recuerdo. “La radicalidad me ha parecido un elemento esencial de la actitud de izquierdas… Por otro lado, la radicalidad, lo reconozco, conduce a un callejón sin salida”. El final no es la toma del poder, como pensaba Lenin. Ahí es donde empieza todo. Marx se equivocaba. La relación más profunda entre los hombres no son las relaciones de producción, sino la fraternidad. “En cierto modo, formamos todos una familia. En cierto sentido somos hermanos.” Habría que recuperar la verdadera fraternidad. La revolución es eso, la supresión de la sociedad presente y su sustitución por una sociedad más justa donde los hombres podrán tener buenas relaciones unos con otros. En este sentido la revolución puede emparentarse con el mesianismo judío, que es un tema que fascina a Lévy.
A los veinte años, su única reacción política era el asco hacia la colonización. Y le parecía que la única vía para lograr salir de ella era la violencia. El colonizado es hijo de la violencia, su humanidad bebe de ella a cada instante. Esa violencia, a del colonizado ante el colono, podría llamarse justa. Fanon era profundamente violento. Los muertos, un mal necesario. Siempre es más fácil vivir con una misión. Reconoce haber tenido una vida no siempre feliz, pero marcada por debates y causas que defender. El mundo de hoy es feo y malo, pero todavía es capaz de sentir la esperanza respecto al porvenir. Sartre muere poco tiempo después de haber mantenido estas conversaciones.
En marzo de 1980 sufre un colapso y es ingresado. Los periodistas tratan de colarse en su habitación disfrazados de enfermeros. Muere a los pocos días. El Castor anota: “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos volverá a reunir. Así son las cosas. Es espléndido que hayamos podido vivir en armonía tanto tiempo”. Lo entierran en el cementerio de Montparnasse, no muy lejos de Baudelaire. Ha ocupado el siglo, como hicieron Voltaire y Hugo. Más de cincuenta mil personas salen a la calle para dar el último adiós al filósofo. El féretro recorre las calles de París, los lugares donde transcurrió su vida. Al pasar por el restaurante La Coupole, algunos camareros se inclinan ante el cortejo fúnebre. El escritor, reacio a los honores, recibe el último adiós de los parisinos. Millones de telegramas, discursos y artículos de prensa, pero ninguna oda, ninguna elegía como las que él había escrito de sus amigos desaparecidos. Nadie se atrevió a tomar la palabra.
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