Martin Heidegger, el olvido del ser
Para el pensador alemán, filósofo artista y gran maestro del asombro, el habla es la casa del ser. Con ese movimiento, rompe con la tradición metafísica y traslada el pensamiento al ámbito de la poesía
Martin Heidegger es el filósofo artista, el gran maestro del asombro. Con pocos filósofos se siente con más intensidad la llamada del pensamiento. Cuando el ambiente es propicio, como en el balneario de Bühlerhöhe, llega a decir cosas sorprendentes. “El poeta no trae lo divino, sólo teje el velo a través del cual se adivina”. Su auditorio no son filósofos sesudos, sino capitanes de barco, industriales, dignatarios extranjeros, banqueros y señoras de la alta sociedad que reciben en las montañas de Baden-Baden tratamiento médico y espiritual. El mago de Messkirch electrifica el ambiente. Nadie se resiste al ímpetu de sus palabras. El auditorio enmudece. Se palpa el peligro y la responsabilidad. En esa cumbre y en ese instante se decide el destino del mundo. Concluida la guerra, la autoridad encargada de la depuración de los nazis ha prohibido a Heidegger la enseñanza en la universidad. Se gana la vida dictando conferencias en balnearios y academias de Arte. Vuela libre, despojado del manto de la “metafísica occidental”, que ha decantado la huida de los dioses, el enfrentamiento con el mundo y la utopía tecnológica.
Exiliado de la universidad, pasa largas temporadas en su cabaña de Todtnauberg, un pequeño refugio construido en las montañas de la Selva Negra. En ella escribe sus cautivadoras conferencias y los enigmáticos textos del final de su vida. Corta leña, pasea por las colinas y enciende el fuego sagrado del pensamiento. Cuando le visitan los estudiantes, salen de excursión y duermen al raso. Noches de fogata, guitarra y recitaciones a la luz de la luna. Cuando está sólo, se ve trasladado “a la vibración propia del pensamiento, de la que no es dueño”, y acata obediente sus embestidas. Las cumbres, el sol de otoño, las laderas cubiertas de nieve y la oscuridad del bosque, definen su modo de estar en el mundo.
Heidegger pertenece a una familia humilde de Messkirch, no lejos de Friburgo. Una aldea tranquila y católica, con una iglesia barroca donde su padre (hijo del zapatero) trabaja como sacristán. Martin y su hermano Fritz ayudan a su progenitor en las tareas de la iglesia y en su otro oficio, el de tonelero. Tocan las campanas y recogen madera del bosque para las barricas de vino. La incursión en el bosque, el hallazgo del claro, serán decisivos en su filosofía. Es un niño tímido, menudo, de ojos negros. Le cuesta trabajo mirar a la cara de la gente y, sin embargo, ejerce un misterioso poder sobre los demás. Un anciano de Messkirch confesó a Gadamer que, de niño, “era el más menudo, el más débil, el más inquieto e inútil, pero acabó dominándolos a todos”. El poder de la palabra.
Sus padres no pueden sufragarle los estudios y, durante trece años, será becado por la Iglesia, que ve en él un futuro teólogo católico. Llega a poner el pie en el noviciado de los jesuitas, pero una taquicardia lo saca de allí. Cuando descubre a Husserl, queda fascinado de que se pueda pensar sin tener en cuenta a Dios. Abandona la fe y la teología y se hace fenomenólogo. Corteja a Husserl, que acababa de perder a su hijo en la guerra, y se hace un hueco entre sus discípulos. Malvine Husserl lo llamaba “el niño fenomenológico”. Él asume con gusto el papel de hijo adoptado. Durante la primera gran guerra no es enviado al frente debido al delicado estado de su corazón. Sirve como censor de correspondencia y observador meteorológico. Tras la guerra, el sistema del catolicismo le resulta inaceptable. Husserl le ayudará a encontrar un puesto en la Universidad de Marburgo y, cuatro años más tarde, regresaría a Friburgo para sucederlo en su cátedra.
Carácter es destino
Heidegger es un tipo singular. Viste con la ropa tradicional de la Selva Negra y tiene algo de impenetrable. Su modo de hablar tiene algo de hipnótico, con su acento rústico de suabo. Como filósofo, tuvo dos grandes carencias. En primer lugar, no viajó y su filosofía se resintió por ello. Se le puede disculpar que su pensamiento sea local (en cierto sentido, toda filosofía arraigada en el paisaje lo es), pero en su caso su provincianismo fue extremo. Heidegger equipara las personas a las plantas, que no viajan, y asume la tradicional ideología “sudista” alemana, según la cual la región de Baden y Baviera son el manantial espiritual de la nación. En segundo lugar, Heidegger carece de sentido del humor (un sentido indispensable para la filosofía). Nunca se siente perdido en la interminable “casa del ser” que es el habla, ni sabe reírse de los juegos de lenguaje que él mismo crea y en los que se enreda su pensamiento (algo que sí hacía, con mucha gracia, su hermano Fritz).
En Marburgo, algunos de sus colegas consideran que su pensamiento atrae especialmente a los judíos. Por sus juegos etimológicos, propios de un talmudista, “por su declarado ateísmo y nihilismo metafísico”, aspectos todos ellos “disolventes para la raza y el espíritu del pueblo alemán”. Su relación con el mundo judío es ambigua. Comparte algo del “antisemitismo ambiente” de la Alemania meridional, pero su filosofía tiene el tono de la hermenéutica hebrea y abrirá una vía para la hermenéutica moderna. Uno de sus detractores en el partido nazi dirá que sus escritos son “un conjunto de necedades esquizofrénicas que dan apariencia de profundidad a banalidades que sólo pueden emanar de un espíritu enfermo”. El profesor Jaensch, colega en Marburgo, añade que habría que denunciar su “alemán talmúdico, que tanta admiración causa entre sus adeptos judíos”. Levinas y Derrida son dos buenos ejemplos. Ambos se sentirán atraídos por esa manera de pensar “leguleyo-talmúdica” tan hebrea, a la que no le importa “cambiar la ciencia natural por una exégesis del Talmud”.
Todo ello no impide que, en 1933, se una con entusiasmo a la revolución nacionalsocialista, hechizado por la figura y el liderazgo de Hitler. En su toma de posesión como rector en Friburgo proclama el principio de caudillaje y proyecta la unificación de las universidades alemanas. El primero de mayo, día de la fiesta nacional, se hace miembro del partido nazi. Pagará religiosamente sus cuotas hasta su disolución en 1945. El Führer promete hacer frente al comunismo (que destruye la personalidad y las formas de vida auténticas), restablecer el orden en el caos de la República de Weimar y sacar a la nación de la miseria económica y moral en la que está sumida desde el Pacto de Versalles. Previamente, en los años anteriores al rectorado, ha estado inmerso en Platón. La revolución nazi abre la posibilidad de un nuevo caudillaje filosófico. El desastre estará a la altura del de Siracusa. Heidegger, como Platón, no morirá en el intento, pero el fracaso cambiará su vida. Si un filósofo ha de medirse por sus cimas y no por sus errores, la imagen del ser humano como “claro del bosque”, ámbito donde se filtra una luz amable y asimilable, debería permitirnos ser indulgentes con su delirio nacionalsocialista.
Max Weber exhortaba a los filósofos a soportar el desencanto del mundo. Los neokantianos tienden a enfatizar las diferencias entre las ciencias y las humanidades. Las primeras se rigen por leyes generales, las segundas por leyes morales. Weber alertaba del peligro de los profetas que hablaban desde las cátedras. Curiosamente, dos de los más grandes, Nietzsche y Heidegger, perdieron sus cátedras. Uno por enfermedad, el otro por sus delirios políticos. Ambos se miran en Heráclito, en ambos hay misterio, ebriedad y espanto. Desde su retiro pronuncian proclamas que hacen temblar los órdenes establecidos. En los tres encontramos la idea de que lo esencial no puede fabricarse ni erigirse en sistema. La filosofía debe permanecer en la indigencia, en su “falta esencial de morada”, a cielo abierto. Debe litigar contra cualquier tipo de certeza. Ahí radica su autenticidad. Cada uno es libre de elegir sus héroes, pero los héroes de la filosofía deben avivar el fuego de las preguntas y, en el caso de Heidegger, mostrar el abismo del ser y, como veremos, el horror al vacío. Karl Jaspers quedará fascinado por esa actitud. “Desde hace mucho tiempo no he escuchado a nadie como usted”. La fascinación inicial irá cambiando con el tiempo. La magia de Heidegger no impide que a veces irrite. El filósofo de moda es para algunos un charlatán. Con sus etimologías inverosímiles y sus manías de Selva negra, etnocéntricas y, ocasionalmente, antisemitas. Le gusta discurrir a contracorriente, por el filo de la navaja. Puede sonar disparatado, nunca frívolo. A veces parece de una profundidad estremecedora, otras, se tiene la impresión de que juega con las palabras de un modo impropio para un filósofo. Jaspers acabó desconfiando de su concepción del ser. “Nadie puede afirmar qué es el Ser de Heidegger”. Heidegger, a su vez, afirmó que nadie, ni siquiera Husserl, sabía que era eso de la fenomenología. Las relaciones entre maestro y discípulo suelen ser complicadas. Hannah Arendt, tras una serie de dudas, le será fiel hasta el final. Lo promocionará en Estados Unidos y le seguiría en su ruptura con la metafísica. La relación del individuo con el mundo no es primariamente teórica o cognitiva, sino que se realiza en el cuidado y la acción. Un modo receptivo de estar en el mundo, que se abre al acontecer de la verdad.
Tras la guerra, encontramos a Jaspers completamente desengañado. Heidegger es “un alma impura que no nota su impureza”, cuya sensibilidad moral no está a la altura de su pensamiento. Arendt le recuerda que vive con una intensidad y una profundidad difícil de olvidar. Otros añaden que “ha sido golpeado con el encargo del pensamiento” y “que a veces se siente amenazado por lo que él mismo tiene que pensar”. Sin duda el filósofo conoce la negritud del bosque y el carácter oneroso de la existencia. En la primavera de 1946, tras la derrota, padece un derrumbe psíquico y es ingresado en un sanatorio. Desde hace tiempo que cultiva la angustia como un suelo fértil. Un estado en el que el mundo pierde consistencia y aparece desnudo sobre el trasfondo de la nada. Cuando habla del origen, Heidegger no parece estar pensando en la luz, sino en una nada impenetrable y oscura. Todo lo que entretiene y sostiene al hombre moderno, las convicciones políticas o filosóficas, la alta cultura y los valores, son intentos vanos y desesperados de ocultarla.
La experiencia del ser es apertura y asentimiento a un interminable horizonte de relaciones, posibilidades, encuentros. La esencia del arte consiste en “sacar a la luz” y propiciar esa apertura y ese asentimiento. Reconciliación con el mundo y con las cosas. Mediante la técnica y su agenda oculta de penetración y explotación, nunca podremos entender a la naturaleza ni apreciar su brillo. El arte hace brillar, la técnica oscurece. Heidegger se distancia de Weber (“el filósofo debe asumir el desencantamiento del mundo”), pero el reencantamiento ya no es tarea de la filosofía, sino de la poesía y el arte.
Si el ente se convierte en “objeto de representación, se instrumentaliza y pierde el ser. La técnica instrumental moderna ha obrado esa transformación. El individuo científico-técnico, con sus métodos y aparatos, se impone. No vive “implantado” en el mundo, sino “frente” al mundo. Entonces ya no hay apertura sino cierre, enfrentamiento. La época moderna ha creado la “costra” de la que hablaba Gabriel Marcel. El francés sostenía que, conforme vivimos y recibimos las heridas que depara la existencia, creamos una corteza que nos protege pero que también nos insensibiliza. La huida de los dioses no es independiente de esa manía moderna de estar “frente” al mundo.
Ser y tiempo
La filosofía ha caído tradicionalmente en dos trampas. O bien ha creído que la conciencia surge a partir del mundo (naturalismo) o bien que el mundo queda constituido por la conciencia (idealismo). Heidegger busca una tercera vía. La del “ser en el mundo” (Dasein). El Dasein es un término técnico para designar al ser humano, en su condición de “existente”, de “estar en el mundo”. No me experimento primero a mí mismo, y luego al mundo. Tampoco a la inversa. El ser no ha de buscarse en el ámbito de lo eterno e invariable, sino en el tiempo, en el “ser hacia la muerte”, en la finitud y la limitación. Hemos probado la fenomenología, pero un día nos será arrebatada.
Mediante un lenguaje artificioso de palabras compuestas (en ocasiones monstruosas), Ser y tiempo trata de pavimentar esa tercera vía. Se sirve de conceptos como “ser a la mano” y “ser a la vista”. Curiosamente, no habla todavía de “ser escuchado”, que será esencial en el segundo Heidegger, cuando su filosofía se transforme en una hermenéutica poética. El olvido del ser consiste en la transformación del mundo en algo meramente “a la vista”, mientras que el “ser a la mano” permite estar entre las cosas, haciendo posible la cercanía y el cuidado. “El cuidado no es otra cosa que la temporalidad vivida”. El existir nunca está dado, es realización, entrega, movimiento. Si atribuyo el enamoramiento a la segregación de mis glándulas, no lograré la realización del amor.
Hemos olvidado el ser y también hemos olvidado que olvidamos. El sentido del ser es el tiempo. Pero el tiempo no es algo que podamos tomar, algo que pasa o algo dado. El tiempo es algo encomendado. El Dasein debe establecerse sobre sus propios pies, sin confiarse al Estado, la moral pública o la sociedad. En el Dasein la nada se hace algo, pero también ese algo se hará nada. De ahí que deba buscar la autenticidad. Heidegger rehúye el papel de moralista, pero denuncia los modos de vida “impropios”. La masificación de las ciudades, el mercadeo de la opinión pública, el capricho folletinesco de la vida espiritual.
La obstinación de las ciencias con el ente es una forma de eludir esa temporalidad inquietante del Dasein y su ser posible. El sentido no es algo dado, como pretenden las ciencias, el sentido, como el recuerdo, hay que rehacerlo y reconstruirlo continuamente. Esa situación convierte a la angustia en el estado de ánimo dominante del Dasein, consecuencia directa de su rechazo al olvido del ser. La angustia reina sobre los estados de ánimo. Hay que distinguirla del miedo, que tiene su objeto. La angustia carece de objeto y de límites. Su enfrente es la nada. Quien la experimenta en profundidad, el mundo ya no puede ofrecerle nada. No es el preludio del “salto a la fe”, como en Kierkegaard. Hay una cierta monomanía en Heidegger con la angustia. Se recrea en ella. Se niega a ofrecer consuelo o vías de escape. La filosofía no puede indicar qué hacer, no es una instancia de orientación moral. La filosofía ha de demoler las supuestas objetividades éticas. La comunidad social o familiar es un modo de escurrir el bulto, un modo de escamotear esa decisión y esa soledad. Sin embargo, Heidegger insinúa la posibilidad de un camino colectivo. El Dasein está inmerso en la historia de su pueblo y en una herencia común. Deba escoger entre los héroes de su tradición. Pero a pesar de esas tentativas de camino colectivo, que se concretan en el proyecto nacionalsocialista, en Ser y tiempo predomina un tono individualista. La esfera pública lo oscurece todo, no es capaz de generar “propiedad”, que es aquello que hace auténtica la vida del individuo. Se aprecia todavía la influencia de Husserl y el autor no duda en calificar su propia obra de “solipsismo existencial”. Nada, ningún pueblo, ningún destino colectivo, puede exonerar al Dasein de sus decisiones en el ámbito del “ser propio”, de la propia singularidad y autenticidad. Los grandes proyectos históricos y sociales son frágiles engendros y refugios vanos. Hay que volcarse en el instante.
El instante
El instante es antiburgués y promete vértigos. Ningún dogma ni institución puede preservar su verdad. A cada uno lo llama con voz diferente. El instante no se deja arrastrar por nuestra relación habitual con el tiempo. Carece de fines, es fin en sí mismo. No ambiciona nada, ni siquiera un instante posterior. Su mística nada sabe de proyectos o planificaciones. Es disfrute vivo e intensivo. Solipsista, si se quiere, pero abrazado al universo en su conjunto. El núcleo de la temporalidad no está en el devenir histórico, sino en el “cuidado” del instante. El Dasein vive en un horizonte abierto de tiempo, buscando apoyos y fiabilidad en el manantial del tiempo (como si sobre el agua se pudiera construir). Esos apoyos son el trabajo, las instituciones, la familia, los valores. Pero si el sentido del ser es el tiempo, no puede haber ninguna huida del tiempo, ningún pilar lo suficientemente estable. Sólo hay un refugio: el instante. Por eso el pensamiento no es otra cosa que el cuidado del instante. Todo lo demás, filosofía incluida, es engañarse uno mismo.
El instante es la pasión peculiar del pensamiento. No es algo dado, debe descubrirse, pues nuestra relación habitual con el tiempo lo encubre. En cierto sentido, el instante es una realización del Dasein, es “creado” por él. Pero el instante no supone el salto a la fe (como en Kierkegaard), ni el encuentro con lo numinoso (Rudolf Otto), sino que es la relación con lo totalmente otro. Un acontecimiento en el que el tiempo horizontal es cortado por el vertical. Es la “presencia del espíritu” (aunque Heidegger no lo diría así). Cuando falta el instante, la vida se convierte en una carrera ciega y sinsentido hacia la muerte. La falta de presencia del espíritu es la antesala de todos los horrores. Ese instante es como una grieta, una “irrupción”, una fractura que rompe el continuo del tiempo. Quien ama el instante no ha de preocuparse por su propia seguridad. El instante es una “sacudida sísmica” (Nietzsche), un relámpago de desprecio frente al deber. El instante exige un corazón aventurero. Dios ha muerto, viva el instante.
Desde la perspectiva de la filosofía india, podría decirse que el instante es la espontaneidad de la conciencia, que se filtra entre las grietas de la sensibilidad. O, en términos de Prabhākara, que es la luz propia que ilumina tanto al sujeto como al objeto (ambos luz reflejada). La fenomenología había puesto todo esto en valor, pero Heidegger sigue otros derroteros. El instante es la excepción. Lo normal no prueba nada, la excepción lo demuestra todo. El instante exige una conquista continua, una unificación a partir de la dispersión. Pero en Heidegger el instante no es la luminosidad autocontenida de la conciencia, sino la angustia y el aburrimiento. La angustia nos revela la nada. La trascendencia es hundimiento en la nada. Con Heidegger se cumple la sentencia de Heráclito: “carácter es destino”. El espíritu de los bosques proyecta aquí una luz tenebrosa. Heidegger nos deja vacíos, desolados, en una semipenumbra. Es el nuevo estilo de la filosofía, la magia de la afección del ánimo. Una afección desatada por la nada, que nos obliga a mirar a la cara a un fundamento vacío.
De ahí el desprecio de Heidegger hacia el positivismo, que no sabe nada de la nada, que es incapaz de considerarla como merece. El científico siempre tiene que habérselas con algo y Heidegger anda tras las huellas de la nada. Un camino que revela que nosotros no somos enteramente de este mundo y que hemos de sostenernos dentro de la nada. El Dasein es el guardián del puesto de la nada. Puede esconder a sus propios ojos el abismo de la nada, pero entonces traiciona su esencia, enredándose en falsas seguridades. Kafka no anda lejos. Esa nada es algo que nos afecta incondicionalmente. Pero no todo ha de ser negativo. El no y la nada son el gran misterio de la libertad. Esa es la audacia heideggeriana. Una audacia peligrosa. La fascinación ante la nada permite el olvido moral, la entrega a la barbarie, a la experiencia intensa, salvaje y singularmente atractiva. Las anfetaminas facilitan esta mística del instante. El proyecto nacionalsocialista, en su fase final, no fue ajeno a estas derivas. Amoralidad bélica, anárquica y aventurera, estimulada por psicotrópicos, que deja regueros de dolor y sangre. La filosofía no debe ayudar a liberarse de la angustia, sino a profundizar en ella. Inyectar el espanto. Nada de refugiarse en las luces de la cultura o el espejismo de la ilustración. Como buen esquiador, Heidegger es osado en el descenso.
¿Qué es metafísica?
Cuando uno se pregunta qué es la metafísica, la respuesta es otra pregunta. Una pregunta que debe uno hacerse a sí mismo, si quiere andar el camino de la filosofía. La metafísica es la pregunta por la nada. No hay problema mayor que la nada, por insignificante que parezca, en la filosofía de Heidegger. “¿Por qué hay algo en lugar de nada?”, fue lo que planteó Leibniz y ahora se reedita. Bergson dirá que la nada es el resorte escondido de la especulación filosófica. Para Zubiri, el pensamiento griego parte del ser, mientras que San Agustín o Hegel parten de la nada. Entre el ser y la nada anda el juego. Sartre lo sabe bien. A pesar de la clásica sentencia escolástica (ex nihilo nihil fit: de la nada, nada surge), la nada ha tenido un magnetismo incontestable. Su presencia, insidiosa o liberadora, se cierne sobre el pensamiento de todas las épocas, pero las ciencias la ignoran. No puede ser de otro modo. La nada no es una cantidad, la física poco puede hacer con ella. Para algunos se trata de una pseudo-idea, pues no puede ser imaginada ni pensada. No se puede imaginar que no hay nada, en cambio, se puede imaginar el vacío, por ejemplo, en un frigorífico. El vacío presupone la existencia de algo. Si pudiéramos prescindir de todas las percepciones externas y de todos los recuerdos, todavía quedaría una conciencia del presente (vacía, según la imaginación india).
Heidegger difiere en su consideración de la Nada. La Nada no es la negación del ente, sino aquello que hace posible el no y la negación. La nada es el elemento en el que se agita, braceando, la existencia. El mar en el que nadamos todos y donde tratamos de mantenernos a flote. Esa nada se descubre mediante una experiencia de la que ya hemos hablado: la angustia. La nada hace posible la trascendencia del ser. La nada implica, en sentido ontológico (no lógico), al ser. Sin la nada no habría identidad ni libertad, sin la nada el Dasein no sería Dasein. El vigor con el que Heidegger defiende este concepto en su célebre conferencia de 1929 convirtió su filosofía de este periodo en una filosofía de la nada que fascinará a la Escuela de Kyoto, heredera del concepto budista de vacío (aunque el vacío budista nada tenga que ver con la nada, sino con la interdependencia fundamental de todas las cosas).
La indagación en la nada es la consecuencia inevitable de la pregunta por el Ser. Para Heidegger, “la nada anonada”, nos deja abrumados, desconcertados. Carnap se reía de esta frase porque quizá nunca experimentó esa congoja. Decir “la nada anonada”, nos dice, es como decir “la lluvia llueve”. Un pseudo enunciado resultado de una mala gramática y de una insurgencia sintáctica. El positivista reduce esa emoción primigenia a una cuestión lingüística. Heidegger estaría de acuerdo en lo de la insurgencia. Lo que dice de la Nada no pretende ser una proposición “acerca” de la Nada, pues la Nada no puede ser sujeto de frases proposicionales. La persona (Dasein) se halla suspendida en la Nada. Entendemos ahora por qué la lógica es impotente para afrontar el problema de la Nada. De ahí la ingenuidad de la lógica positivista.
La ciencia nada sabe de la nada
Ninguna pregunta metafísica puede formularse sin que el interrogador se vea interpelado aquí y ahora. Si consideramos las ciencias, en plural, observamos que ninguna en particular goza del dominio sobre otras. El conocimiento matemático no es más riguroso que el histórico-filológico. Exigir exactitud a la historia sería contradecir la idea de rigor característica de las ciencias del espíritu. Las ciencias llevan a cabo un acercamiento particular a la cosa. Lo esencial del átomo es físico, lo esencial de la molécula químico, lo esencial de la célula biológico. ¿Hay física en la célula y química en el átomo? En principio es difícil que la haya, estamos hablando de otro juego de lenguaje. En la vida cotidiana, pre- y extra-científicamente, hemos de vérnoslas con el ente. Pero la ciencia se distingue porque concede a la cosa misma, de modo exclusivo, la primera y la última palabra. Son prácticas que fomentan la sumisión al ente (que ellas mismas contribuyen a crear). Obsesionadas con el ente, se olvidan del Ser. En esa sumisión, cada ciencia crea su ídolo. Acaece entonces la irrupción del ente. En esos tres elementos, referencia al mundo, actitud e irrupción del ente, en su unidad radical, se da la existencia científica. Una existencia que recibe la dirección del ente mismo. La seriedad y sobriedad de la ciencia consiste precisamente en que se ciñe al ente. De ahí que la nada no pueda ser objeto de la investigación científica y debe serlo de la metafísica. La ciencia nada sabe de la nada. No quiere saberlo. Va contra sus propios principios. La nada es lo que las ciencias rechazan y abandonan, por nadería. Y, al hacerlo, ¿no la están admitiendo? La ciencia, cuando intenta expresar su propia esencia, recurre a la nada. Echa mano de lo que desecha. ¿Qué pasa entonces con la nada? Preguntar por la nada trueca lo preguntado en su contrario, como si la nada fuera “algo” (esto o lo otro), como si fuera un ente, ese del que se ocupan las ciencias, que precisamente son las que no quieren saber nada de la nada.
La nada como fuente del entendimiento
El pensamiento siempre es pensamiento de algo. Pensar la nada parece una contradicción. Estamos ante un problema que se devora a sí mismo. Pues la nada es la negación de la omnitud del ente. Pero hete aquí que la negación, según la lógica, es un acto específico del entendimiento. ¿Cómo eliminar entonces al entendimiento en nuestra pregunta? ¿Acaso hay nada solamente porque hay no, porque hay negación? ¿U ocurre lo contrario, que hay no y negación porque hay nada? Cuestión no resuelta, ni siquiera formulada. Heidegger la plantea y resuelve: “Afirmamos que la nada es más originaria que el no y que la negación.”
Si realmente es así, la posibilidad misma de la negación como acto del entendimiento, y con ello el entendimiento mismo, dependen de alguna manera de la nada. Entonces, ¿cómo pretende aquel decidir sobre ésta? “¿No descansará, el aparente contrasentido de la pregunta, en la ciega obstinación de un entendimiento errabundo?” La conclusión de Heidegger es contundente. Reconoce la imposibilidad formal de la pregunta por la nada, pero ello no le impide formularla. La pregunta entonces será dónde buscar la nada. Y, como en la mayoría de los casos, cuando buscamos algo es porque sabemos lo que estamos buscando.
Si la nada es completa indiferenciación, no puede haber diferencia entre la nada figurada y la nada auténtica. Por otro lado, nunca podemos captar el todo del ente, pues nos encontramos colocados en medio del ente (no podemos ver el universo desde fuera). Esa situación, lejos de ser un simple episodio, es el acontecimiento radical del existir, del Dasein. Se nos oculta la nada que buscamos. ¿Qué temple de ánimo puede colocarnos frente a ella? La angustia, responde Heidegger. La angustia (hoy llamada ansiedad) carece de objeto, es indeterminada, pero hace patente la nada, nos deja en suspenso, sin asidero al que aferrarnos. Esa sensación “prueba” la “presencia” de la nada. La nada se descubre en la angustia. Ella es el “órgano” que la percibe. En este punto, Heidegger lanza su contundente propuesta: Existir significa estar sosteniéndose dentro de la nada. Ese modo de estar en el mundo es trascendente. La existencia es, en su última raíz, trascender. Si la existencia no estuviera sostenida dentro de la nada, jamás podría entrar en relación con el ente, ni tampoco consigo misma. Sin esa originaria “presencia” no hay ni identidad ni libertad.
La nada no es objeto ni ente alguno, pero pertenece originariamente a la esencia del Ser. “En el Ser del ente acontece en anonadar de la nada”. Ahora bien, la vida y sus afanes nos ocultan la realidad insoslayable de la nada, los deseos la camuflan. El voluntarista no puede advertirla mientras persigue sus sueños, queda oculta tras la zanahoria del follow your dreams. Por eso reaparece cuando se logran los objetivos, cuando uno obtiene lo que durante tiempo anhelaba. Tras la zanahoria, ya engullida, la nada.
Resonancias indias
Hay un aspecto en que esta filosofía sintoniza con algunas propuestas de la filosofía hindú. El anonadar como un recogerse en la propia intimidad, en la más original, que es la nada, entendida como conciencia vacía, como conciencia sin objeto, como conciencia no intencional. “La actitud anonadante atraviesa de punta a punta la existencia”. Para la India la conciencia carece de intenciones, es la mente quien las tiene. Y la mente toma su luz de la conciencia. No es la angustia la que nos descubre originariamente la nada, sino aquietar la mente, dejarla diáfana. La mente es palabrería, ruido ensordecedor, disco rayado. Sólo la palabra uncida del verso (o la respiración) puede despejarla para que la atraviese la luz vacía de la conciencia. La civilización india no es una civilización angustiada (quizá por ser menos burguesa, o por estar más cerca de la naturaleza, o por carecer de sentimiento de culpa). La angustia no está siempre al acecho, eso que sentía Heidegger y que sienten otras muchas personas (no todas). El Dasein, según Heidegger, se sostiene en la nada apoyado en su angustia. “Tan finitos somos que no podemos colocarnos originariamente ante la nada”. El Dasein nada en la nada para no hundirse, y lo mantiene a flote la angustia. Y ese estar sosteniéndose es la trascendencia. La nada ya no es algo vago e impreciso, sino que pertenece al ser mismo del ente.
Vivimos una existencia interrogante. La vida es una pregunta. Quien es incapaz de reconocer este hecho fundamental nunca podrá ser un filósofo y tendrá que asumir su superficialidad, vivir en el fragor de los logros, en el vértigo siempre renovado de los objetivos. Pero eso no es todo. La ciencia, y nuestro tiempo, que se encuentra dominado por ella, ignora la nada. “La sobriedad y superioridad de la ciencia se convierte en ridícula si no toma en serio la nada”. En eso consiste la superficialidad de la visión científica, en que nada quiere saber de la nada y se contenta con establecer relaciones entre los entes. Pero, al preguntar por la nada, constatamos que esa existencia científica sólo es posible si, de antemano, se encuentra sumergida en la nada. “Sólo porque la nada es patente en el fondo de la existencia, puede sobrecogernos la completa extrañeza del ente, puede provocarnos admiración. Podemos ser investigadores porque podemos preguntar, y esa posibilidad descansa originariamente en la nada”. Ir más allá del ente constituye la esencia misma de la existencia, su acontecimiento radical. Ese trascender es la metafísica. La filosofía jamás podrá ser medida con el patrón de la ciencia.
Kant y el problema de la metafísica
La antropología de Heidegger aparece en 1929, a propósito de un estudio sobre Kant. La peculiaridad de la persona no es ocupar un lugar periférico del universo, sino que su puesto, como dirá Scheler, es el centro mismo del mundo. Esa es la geometría extremadamente compleja del universo en que vivimos. El centro del mundo no es un lugar físico o geométrico, sino que se encuentra en cada ser vivo. El universo es multicéntrico.
La entrada de la persona en el mundo, la irrupción del Dasein, no es algo inocuo o inofensivo. Transforma la realidad. En este sentido, la persona, no es como los demás entes. Con ella se introduce la metafísica, el Dasein convierte las cosas en temas de la metafísica. Pero no se trata de meras elucubraciones. La metafísica es un acontecimiento real, y su alcance, cósmico. Con ella, la realidad se descompone. La irrupción del Dasein es como una corriente que se insinúa en el universo, descomponiendo la realidad en Ser y tiempo. Esa irrupción rompe lo que estaba primitivamente unido. Impone una distinción entre pasado, presente y futuro. El paso de la persona por el universo descompone el Ser, que habita neutral en el eterno presente, para establecer una sucesión. Ser y tiempo se unen, a pesar de sus contradicciones internas. Y esa unión sintética genera una tensión, una angustia existencial. La inmutable presencia del Ser, su neutralidad temporal, se llena de inquietud.
Hay además otra ruptura. Al llegar al mundo, la persona, el Dasein, aporta la distinción entre el Ser y la nada. La realidad sólida del mundo se descompone. Aparecen las sombras, la intimidad, el silencio, la fuerza de la mortalidad (se suspire o no por una vida eterna, que en cualquier caso sería pesadillesca). Aquellos que suspiran por un universo eterno e inmutable no saben lo que dicen. Nuestra presencia en el mundo supone una herida en el Ser. La persona es el ente metafísico por excelencia y la persona llega a ser realmente persona cuando ejerce esa condición metafísica.
El final de la filosofía
La filosofía son preguntas. Toda teoría filosófica es ya un modo de mirar, un modo de preguntar que encauza las respuestas. La filosofía utiliza el lenguaje, unas veces corriente, otras conceptual. Para Heidegger el habla es la casa del ser. Con ese movimiento, rompe con la tradición metafísica y traslada el pensamiento al ámbito de la poesía.
Para Heidegger se filosofa en griego y el griego es una lengua incomparable. “La lengua griega no es simplemente una lengua, solo ella es logos”. El alemán tiene la ventaja de mantener un parentesco privilegiado con el griego. Los franceses, cuando filosofan, lo hacen en alemán (en francés “alemanizado”). Estos prejuicios fueron muy comunes en la Alemania de su tiempo, plagada de helenistas. Hegel había dicho que la única filosofía era la griega y lo habían creído. Aunque luego se desdijo, esa idea quedó grabada en el consciente colectivo europeo. La filosofía, según Heidegger, se inicia con Sócrates y Platón. Heráclito y Parménides no era todavía filósofos. La filosofía es, además, una ciencia peculiar. Pues nunca encuentra aquello que pregunta. Se mueve entre dos imposibilidades. La de ser “ciencia” y la de “no encontrar”. Esa tensión (entre abismos) le permite andar el camino, que es el preguntar mismo. De ahí para unos sea un caminar en el asombro, que no se deja confundir por el espejismo de la efectividad; mientras que para otros sea un camino que no lleva a ninguna parte.
La liquidación del pensamiento anterior es una manía de algunos grandes filósofos. Después de mí no hay nada. La encontramos en Nāgārjuna, en Nietzsche, el primer Wittgenstein y también en Heidegger. ¿En qué consiste el acabamiento (telos) de la filosofía moderna? Las antiguas promesas de la filosofía las formula ahora la ciencia, que pide tiempo y conformidad, que pide espera y financiación para sacar adelante sus proyectos. Nada ha cambiado tanto.
El final de la filosofía no debe entenderse como algo negativo. Nietzsche califica su pensamiento como platonismo invertido y culminación de la metafísica. Toda la metafísica, incluido su adversario, el positivismo, habla el lenguaje de Platón. No hay que ser profeta, nos dice Heidegger, para ver que las ciencias estarán dentro de muy poco determinadas y dirigidas por la cibernética. Las máquinas transforman el lenguaje en un intercambio de datos, que marcan y encauzan los fenómenos y la posición del individuo en ellos. Las ciencias interpretan lo real según sus categorías técnicas y su propia división y delimitación del campo de objetos. La verdad científica se equipara a la eficacia de sus efectos. Las ciencias asumen hoy las diferencias regiones del ente (naturaleza, historia, derecho, arte, física, biología). El triunfo de la visión científico-técnica supone la desintegración de la filosofía en las diversas ciencias tecnificadas. Quizá pudo haber otro camino posible, pero Occidente eligió ese y no hay vuelta atrás.
Se ha dicho que las filosofías y las épocas derivan unas de otra como parte de un proceso dialéctico. Para Heidegger la filosofía no es “dialéctica”, tampoco es erudición que, como decía Macedonio Fernández, “es una forma aparatosa de no pensar”. La filosofía no es ni siquiera un asunto discursivo o histórico. La filosofía (y aquí es donde Heidegger, aunque no lo dice, la asocia a la cultura mental), busca “corresponder”. En este sentido, lo que llamamos filosofía no es lo que entendió la tradición metafísica, desde Aristóteles, su fundador, a Nietzsche, su enterrador. Lo que llamamos filosofía, en cuanto correspondencia, es un asunto presocrático (y upanisádico). Esa correspondencia consiste fundamentalmente en prestar atención a la llamada del ser del ente. “La filosofía es el corresponder al Ser del ente”. ¿Cómo se realiza esa correspondencia? Heidegger no lo explica. Habla de diálogo, también de silencio y disposición, de temple de ánimo, de meditación (sin decir en qué consiste), habla también del cuidado de las cosas y del cuidado del asombro, de prestar atención a la llamada. El pathos del asombro no sólo es el origen de la filosofía, sino que la sostiene y domina. En el asombro nos contenemos, en cierto sentido, retrocedemos, no nos imponemos. Es una cuestión de sensibilidad y temple de ánimo, de dis-posición, de apertura al Ser del ente.
Para Heidegger, “ese corresponder es un hablar: está al servicio del habla. En este punto, hemos de distanciarnos del alemán. Ese corresponder no sólo es una hablar o una forma de hacerlo, no es únicamente la sumisión (islam) del poeta a la voluntad de la lengua. Desde nuestra perspectiva, ese corresponder se ejerce fundamentalmente desde la percepción, desde el modo (desdoblado o empático) de ver y escuchar (también de hablar, pero no exclusivamente). Heidegger acierta en la diana, la clave es la actitud y el temple de ánimo, pero la correspondencia va mucho más allá de la lengua. La luz no crea el claro. El claro es lo abierto, lo receptivo a la luz, lo que carece de costra (en el sentido de Gabriel Marcel). El sustantivo Lichtung hace referencia al abrir, aligerar, despejar. Despejar el bosque de árboles, abrir un espacio libre, diáfano. Se asume la consigna de Goethe y el legado de la fenomenología. “Que nadie vaya a buscar detrás de los fenómenos, ellos mismos son la doctrina”. Nos coloca ante la tarea de dejarnos decir algo, de escuchar. Ya no se trata tanto de un hacer como de una receptividad. Desde una perspectiva del vedānta, Lichtung puede verse como el “lugar” desde el cual se ilumina el sujeto y el objeto. (El conocimiento que se conoce a sí mismo, en términos de Prabhākara). “El camino del pensar, tanto especulativo como intuitivo, necesita de una Lichtung capaz de ser atravesada. En ella reside la posibilidad de estar presente la presencia… El tranquilo corazón de la Lichtung es el lugar del silencio, en el que da la posibilidad de acuerdo entre Ser y pensar, es decir, la presencia y su recepción”. Si entendemos la verdad como “concordancia” de la representación y lo presente, seguimos en la camisa de fuerza de la metafísica occidental (esa que ha derivado en las ciencias particulares). Se puede pensar que la propuesta de Heidegger cae en el irracionalismo, en la mala mitología, en mística sin fundamento. Pero tal vez “tengamos que pensar fuera de la distinción entre racional e irracional”. Lo que se propone aquí es un acompañamiento, una receptividad en la que el pensamiento renuncia a su efectividad. Esa es la tarea por pensar, la meditación pendiente. La conciencia no requiere de ninguna prueba, nos acompaña en cada momento. Simplemente hay que prestarle atención. “Entre el pensar y el poetizar reina un parentesco oculto”, pero la cosa no acaba allí. Hay una imaginación poética, una sensibilidad poética, incluso una percepción poética, que son aspectos fundamentales de esa correspondencia que es la filosofía, ahora llamada atención a la presencia de las cosas.
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