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Todo lo que inventamos es cierto

La recopilación de la correspondencia de Flaubert muestra a un escritor de ideas contundentes, que hacía literatura de sí mismo

Patricio Pron
Gustave Flaubert.
Gustave Flaubert.SCIAMMARELLA

Francia se hunde “como un navío podrido”, “el envilecimiento, la estupidez, la chochez” son universales; el escritor no hace más que “pensar en los que están muertos”, sufre con su trabajo, se queja: nadie lo comprende. Quien leyese sólo la correspondencia tardía de Gustave Flaubert podría pensar que su carácter se agrió al final, pero lo cierto es que el autor de Madame Bovary ya daba muestras de temperamento a la (en su caso) poco tierna edad de 12 años (1833), cuando le escribía a un compañero de estudios: “Qué estúpidos son los hombres, qué limitado el pueblo”. Y seis años después anunciaba: “Apuesto a que nunca haré que me impriman ni me representen. No por temor a un fracaso, sino por las triquiñuelas del librero y del teatro, que me asquearían. No obstante, si alguna vez tomo parte activa en el mundo, será como pensador y como desmoralizador. (…) Lo único que haré será decir la verdad, pero será la horrible, la cruel y desnuda”.

A lo largo de su correspondencia, que Alianza publica en selección y edición de Antonio Álvarez de la Rosa, catedrático de Literatura Francesa en la Universidad de La Laguna (Tenerife), Flaubert se muestra como un hombre de ideas contundentes desde el principio: casarse le espanta, todo le aburre (“querría no haber nacido nunca o morir. En el fondo de mí, hay un aburrimiento radical, íntimo, acre e incesante”, 1846) y el romanticismo lo asquea. Misógino (“estar celosa de las putas es como estarlo de un mueble”, 1852; “la mujer oriental es una máquina, y nada más”, 1853; en el tintero “está la verdadera vagina de los hombres de letras”, 1859); contrario al Gobierno (“inmoral, es como calmar la injusticia con la cataplasma del miedo”, 1852), crítico del progreso y contrario al sufragio universal (“la vergüenza de la inteligencia humana”, 1871), sus filípicas recuerdan a Georg Christoph Lichtenberg, quien admitió que le producían dolor “muchas cosas que a otros sólo le dan lástima”. El siglo XIX (“un siglo de putas, en el que, hasta ahora, lo menos prostituido son las prostitutas”, 1854), la literatura romántica, la prensa, los burgueses (“hago todo lo posible por restregarles su infamia por las narices”, 1868), la política, los nacionalismos (“todas las banderas han sido tan manchadas de sangre y de mierda que ¡ya es hora de no tener absolutamente ninguna!”, 1869). A los 24 años le cuenta a Maxime Du Camp: “Desde muy joven tuve un presentimiento completo de la vida: era como un olor a comida nauseabunda que se escapa de un tragaluz. No necesitamos haberla comido para saber que es vomitiva”. Un año antes ya había anunciado: “Follar ya no me dice nada”, sólo para escribir poco después a su amante que él era “como los cigarros, sólo cuando me chupan me encienden”.

Fue un misógino a quien el romanticismo lo asqueaba: “Estar celosa de las putas es como estarlo de un mueble”

Flaubert no desestimó ninguna oportunidad de hacer literatura, incluso ante lo que se vislumbra en su correspondencia como el rechazo de algunos de sus corresponsales, en especial George Sand; sus cartas son, en ese sentido, un documento excepcional del tipo de intereses, motivaciones y dificultades que el escritor experimentó mientras producía obras como La educación sentimental, Bouvard y Pécuchet y Un corazón sencillo, pero también una obra en sí misma, alentada por la certeza de que la literatura es “la menos mentirosa de las mentiras” (1846). Cuando escribe que “hay que poner el corazón en el arte, la inteligencia en el comercio del mundo, el cuerpo donde se encuentre bien, la bolsa en el bolsillo y la esperanza en ninguna parte” (1846), Flaubert está haciendo literatura, por supuesto, y la hace de muchas otras maneras en toda su correspondencia. Por ella desfilan el disgusto provocado por la reacción de Du Camp y Louis Bouilhet a la lectura de La tentación de San Antonio, que ambos amigos recomendaron a Flaubert que “tirase al fuego”; los viajes por el área del Mediterráneo; el concurso de prostitutas (“en Esneh, y en un solo día, eché cinco polvos y comí conejo tres veces (…) los polvos estuvieron muy bien”, 1850); los planes literarios; el descubrimiento de “la comicidad de lo serio” (1850), que subyacería a los mejores pasajes de su obra; el feliz accidente que lo alejó para siempre de las profesiones liberales; el laborioso proceso de escritura de Madame Bovary (“ya es hora de triunfar o de arrojarse por la ventana”, 1852), y el juicio posterior por ofensas a la moral, del que fue absuelto; también su amistad con escritores como Jules Michelet, Iván Turguénev, Émile Zola, Guy de Maupassant y, especialmente, George Sand; las dudas sobre Salambó (“he emprendido un maldito trabajo que me ciega y me desespera. Siento que piso en falso, ¿comprende?”, 1857); la escritura de La educación sentimental (“la historia moral de los hombres de mi generación”, 1864), la guerra franco-prusiana, el antisemitismo, un progresivo aislamiento (“todos mis amigos han muerto. Los que me quedan no son tan importantes o bien están tan cambiados que ya no los reconozco”, 1872) y sus problemas de salud (“no me gustaría morir sin seguir arrojando unos cuantos cubos de mierda sobre la cabeza de mis semejantes”, escribió en noviembre de 1879, seis meses antes de su fallecimiento). Y el loro embalsamado que pidió prestado al Museo de Historia Natural para “documentarse”.

Flaubert admitió sentirse en una ocasión un “hombre-pluma”. “Siento a través y a causa de ella, respecto a ella y mucho más con ella” (1852); pero no era necesario que lo hiciera para comprender que sus entusiasmos, sus batallas y la crispación de su correspondencia eran literarios. “Todo lo que inventamos es cierto”, escribió en 1853. Y la mayor invención de Flaubert fue la de sí mismo: es esa creación a la que asistimos en esta extraordinaria correspondencia en la que, por cierto, el autor jamás afirma “Madame Bovary soy yo”; de hecho, al parecer, jamás lo dijo.

Volumen de la correspondencia de Gustave Flaubert publicada por Alianza.

El hilo del collar: Correspondencia

Autor: Gustave Flaubert. Traducción, selección y notas de Antonio Álvarez de la Rosa .


Editorial: Alianza, 2021.


Formato: 672 páginas. 16,30 euros.



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