Las cartas sobre la mesa
Entre los lectores de literatura, esa especie cada vez más rara, hay una subespecie que siempre me ha parecido francamente exótica: los lectores de correspondencias. Son entrometidos, indiscretos, cotillas, y lo son mucho más que los lectores de biografías, porque su interés morboso llega hasta lo más banal e intrascendente de la vida de un escritor: todo lo que el biógrafo sensato suele desechar está ahí, en las cartas, invadiendo cada línea y fascinando a estos mirones desvergonzados. La pelea epistolar entre Flaubert y Louise Colet a mediados de 1847 ("quieres que te bese, ¿eh?"), las quejas del niño Joseph Conrad sobre el verano ("no me gusta que me piquen los zancudos"), la mudanza de John Cheever a los suburbios en 1951 ("el borde de la piscina es de mármol italiano"): el lector de correspondencias devora estas anécdotas inanes como si se fuera a acabar el mundo o, por lo menos, la publicación de correspondencias. Lo cual puede muy bien que suceda: ¿a quién le interesa que Faulkner, escribiendo frente a un ventilador en los días más calientes del año, tenga que sostener el papel con una mano para que no se le desordene el manuscrito? ¿A quién le interesa que en 1937 Nabokov haya engordado un poco y se haya bronceado, y además que esté un poco mejor de su psoriasis, gracias por preguntar?
No, estas cosas no deberían ser del interés de un adulto responsable. Y sin embargo ahí estamos -sí, ya lo había adivinado el lector: yo soy uno de estos cotillas, indiscretos, entrometidos-, coleccionando estos episodios, volviendo a las cartas de los escritores que queremos y admiramos con tanta frecuencia como volvemos a sus ficciones, olvidando uno de los principios esenciales de la vida literaria: las novelas son siempre mejores y más inteligentes que quienes las han escrito. Cada uno de nosotros -indiscretos, cotillas, entrometidos- tiene su propio inventario de cartas predilectas. Flaubert, en 1853, antes de ir al funeral de la madre de un amigo: "Mañana será de un dramatismo sombrío... Tal vez encuentre allí cosas para mi Bovary". Joyce, mientras escribía Ulises lejos de Dublín, preguntándole a su tía si un hombre de mediana contextura puede saltar, sin hacerse demasiado daño, desde la ventana del número 7 de Eccles Street. Hemingway demostrando, a los 27 años, un conocimiento excelso del mundo literario: "Si Fiesta llega a tener algún éxito habrá mucha gente con la navaja preparada, ansiosa por verme resbalar... y la mejor manera de manejar esa situación es no resbalar". Nuevamente Hemingway, ocho años después: "Mi idea de carrera es nunca escribir una línea falsa, nunca fingir, nunca mentir, nunca dejarme arrastrar por los movimientos y.m.c.a del momento, y darles en cada libro tanta literatura como cualquier hijo de puta haya podido meter en el mismo número de palabras". Una especie de ética portátil, un tutor franco, directo e implacable, un manual de instrucciones -la literatura, mode d'emploi-: todo eso está en mis cartas, estas cartas desperdigadas por varios siglos y varios autores, estas cartas a las que vuelvo todo el tiempo y que me producen la ilusión, de tarde en tarde, de haberme tenido como destinatario. Así los muertos, nuestros muertos, siguen echándonos una mano desde el pasado. Y quizás nos perdonen incluso el voyeurismo.
Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) acaba de publicar la colección de ensayos sobre literatura El arte de la distorsión (Alfaguara. Madrid, 2009. 216 páginas. 17,50 euros).
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