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El circo. El número más difícil del circo es ese en que el león se come al domador, un lance que se da pocas veces, ya que sólo pueden ejecutarlo los muy superdotados. Todo lo demás en el circo es melancolía. Como espectáculo nada hay más triste que un león pasando humildemente por el aro. De niño esa desgracia me parecía más terrible que cualquier cosa que hiciera llorar a los payasos. Los leones y tigres domados emanan en sus jaulas el deprimente hedor de la cautividad que se mezcla con el olor a col hervida que despide el interior del carromato de los saltimbanquis. Ese olor me trae siempre el recuerdo de una noche de verano en la posguerra en que llegaron al pueblo unos titiriteros capitaneados por un oso cubierto de tiña y una cabra. Para esa función de circo la autoridad mandó cambiar las tres bombillas de 40 vatios que apenas iluminaban la plaza por otras más potentes cuyo resplandor inusual fue la causa del milagro. Mientras la niña Carolina, lo más parecida a un ángel famélico, hacía equilibrios en la cuerda floja la cabra estaba subida a una escalera, el oso tocaba el pandero sobre un bidón y abajo un zíngaro ahumado soplaba una trompeta abollada. En ese momento una mujer del público volvió la vista hacia la fachada de la iglesia donde había una hornacina vacía que antes de la guerra había contenido una Virgen cuyo paradero se perdió durante la contienda. Pero esa noche de circo las nuevas bombillas de 200 vatios habían creado dentro de aquella cavidad una sombra con un perfil y volumen idénticos a la imagen de la Virgen que había desaparecido. En mitad de ese silencio mágico que crea el trapecista la mujer lanzó un alarido: ¡¡milagro, ha vuelto la Virgen, milagro!! El público dio la espalda a la pista, se olvidó de la niña Carolina, miró hacia lo alto y viendo el efecto que ejercían las sombras en la hornacina lo tomó por un prodigio del cielo, no de los volatineros, y se puso a gritar implorando misericordia. Después de haber asistido de niño a una función de saltimbanquis en medio de la cual se apareció la Virgen María pensé que tal hazaña no se podría mejorar. Por esto y porque me deprimen los leones sarnosos y domados dejé de ir al circo. Pero anoche fui el Cirque du Soleil. Como no había leones, ningún domador podía ser devorado. En cambio allí volvió a repetirse el prodigio: por el cielo de la carpa vi bajar de nuevo a la Virgen y esta vez era aquella niña Carolina que había regresado.
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