El Dorado

Los cuatro ocupantes del coche son vascos, se dirigen a una fiesta, van hablando entre ellos de cosas anodinas, se conocen de toda la vida, sus problemas son parecidos. De repente la radio del coche, que hasta ese momento estaba emitiendo música, interrumpe la emisión para dar la noticia de otro atentado: un joven a cara descubierta ha pegado un tiro en la nuca a un concejal. Los ocupantes del coche son vascos y aunque la radio sigue dando los sangrientos pormenores ellos fingen no estar oyendo sino música, no se atreven ni siquiera a callar, continúan hablando de cosas anodinas por miedo a manifestar los que sienten. Políticamente en el País Vasco existen tres modelos verbales para definirse ante el terrorismo: unos condenan, otros rechazan, otros sólo lamentan la violencia. Son fórmulas de un código que implican una ideología cristalizada. Ningún político en sus comunicados abandona este troquel que a su vez se corresponde con las pancartas de las distintas manifestaciones multitudinarias igualmente troqueladas, pero el verdadero foso negro de Euzkadi es ese miedo que el terror produce ya entre hermanos. Una sensación parecida experimenté hace unos días en Colombia, un país en guerra. Me dirigía en coche hacia El Dorado, esa laguna alta de Guatavitá donde se guarda la leyenda de un tesoro sumergido que fue el sueño de todos los conquistadores. Durante la subida a ese cerro de los Andes mis compañeros colombianos me hablaban de aquel cacique chibchá que introducía en esa laguna su cuerpo desnudo untado en oro molido. En ese momento la radio del coche dio la noticia de que unos paramilitares habían acribillado cerca de Medellín a medio centenar de campesinos. Los ocupantes del coche también fingieron no haber oído nada y siguieron hablando del mito de El Dorado, de la ceremonia ancestral de aquella tribu que durante siglos fue llenando el alvéolo de la laguna con tributos de oro a sus dioses y que luego alimentó la codicia de tantos caballeros. La belleza del cerro de Guatavitá era igual a su silencio y éste parecía un homenaje a los asesinados. El fondo de esa laguna de leyenda fue sagrado hasta que un día lo rastrearon unos buzos: no contenía oro alguno sino una insondable extensión de huesos humanos, producto de sacrificios rituales. Uno se pregunta qué Dios, qué patria, qué sueño de El Dorado puede haber detrás de un tiro en la nuca. Sólo cadáveres.
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