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Tribuna
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Cráneos

Manuel Vicent

Colocábamos dos calaveras para señalar la portería y los niños dábamos patadas a una tercera calavera, la más redonda y bruñida, que nos servía de balón. Siempre recuerdo este juego de postguerra al subir cada año en los días de primavera a este espolón de la sierra de Espadán, una peña espiadora que domina la curva del mar sobre una gran planicie de naranjos. En ese lugar quedan restos de un asentamiento ibérico y también pueden verse todavía algunas trincheras y nidos de ametralladoras de la última guerra civil superpuestos a vestigios de un ara sagrada y esquirlas de vasijas de barro en medio de un perfume violento a sexo de alimañas y flores silvestres. De niño recorría estos parajes en busca de balas, proyectiles y bombas de mano que no habían estallado, pero entonces ignoraba que este baluarte había sido poseído sucesivamente por todas las culturas del Mediterráneo que fueron dejando en él algo más que muertos y armas oxidadas. Desde las primeras hachas de silex hasta las últimas botellas de coca-cola en este lugar han quedado otras huellas de la historia: cuencos, monedas, mármoles de altar, huesos de sacrificios y patas de raposas hasta llegar a los cadáveres de soldados de la terrible cosecha del 36. Después de un silencio de varios siglos los restos más modernos son algunos preservativos usados, lo cual indica que el amor también se ha instalado sobre este altar prehistórico. De estas trincheras nos surtíamos de calaveras los niños para jugar al balón y sin duda este deporte no era muy didáctico, pero si el maestro de escuela hubiera sido tan elocuente como el sepulturero del Hamlet ante la calavera del bufón Yorick, nos habría explicado que es más cruel dar patadas al cerebro de un vivo que al cráneo de un muerto. Hace poco han robado la calavera del papa Luna. En este momento algunos niños estarán jugando a la pelota con ella, según le pronosticó en vida san Vicente Ferrer si no terminaba con el cisma, cosa que no hizo. Ahora también se exhibe en Moscú el occipucio de Hitler perforado por una bala cuyo agujero negro parece absorber toda la maldad de la historia. En este bastión salvaje de la sierra de Espadán ya no quedan calaveras para jugar. Sólo se ven algunas esquirlas de barro cocido que tal vez fueron diosas de la fertilidad y algún preservativo harto de amor que ha caído sobre ellas. ¿Estará debajo ya enterrada para siempre la quijada de Caín?

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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