La tempestad de París

Un famoso árbitro de fútbol que luego fue seleccionador nacional y comentarista deportivo, llamado Pedro Escartín, adquirió en su época un gran prestigio por la infalible receta que proporcionaba para ganar cualquier partido trascendental. Por ejemplo, antes de un encuentro internacional escribía un artículo, siempre el mismo, que repitió durante 40 años. Decía: si la selección española quiere alcanzar la victoria en este partido nuestra defensa tiene que ser contundente, los medios deben apoderarse del centro del campo y abrir el juego por las alas, los extremos deben desbordar a base de velocidad a los defensas contrarios para centrar con rapidez al área y allí los delanteros tienen que rematar raso y con gran contundencia junto a la cepa del poste. Al término del encuentro el crítico Escartín escribía otra crónica, siempre la misma, durante 40 años: la victoria se había debido a que el equipo siguió sus consejos; la derrota, a que no había sabido asimilarlos. Con esta teoría tan obvia, nunca rebatida por nadie, aquel crítico comió caliente toda su vida, se hizo un nombre pero se fue al otro mundo sin enterarse de que el fútbol sólo está gobernado por la magia.Creo que esta gran final de campeones que se juega hoy es todo lo contrario de un espectáculo racional, por eso aconsejo a los jugadores del Valencia que se olviden de la receta de Escartín, tan pedestre, y se encomienden al dios del azar si quieren derrotar al Real Madrid. A medida que se acerca el momento de este choque de París, igual que sucede cuando se está generando una gran tempestad, la atmósfera se va cargando de la electricidad estática que expelen los hinchas desde el fondo de sus sueños. En el cielo de Valencia y de Madrid estos días ya se han creado unas formidables nubes de desarrollo vertical y el ambiente huele a una humedad previa a la descarga. Si se analizaran bien esas nubes tan oscuras se vería que están formadas sólo de deseos nunca cumplidos, de frustraciones, del tedio anodino, de la miseria de cada día que espera ser redimida por la luz del rayo, que en este caso es sustituida por el fulgor del gol.
Un equipo de fútbol es un fluido que sintetiza un yo colectivo. Algunos futbolistas superdotados intuyen desde el primer momento los designios del balón y en algunas tardes de gloria, más allá de la lógica, el genio del balón se desliza suavemente por ese fluido mágico hasta crear una unidad invencible. Si el Valencia quiere alcanzar la victoria deberá realizar primero ciertas plegarias al azar y después hacer meditación hasta llegar a la convicción irracional de que el Real Madrid, pese a su buena estrella en esta clase de espectáculos agónicos, no merecerá semejante fortuna esta vez. Apenas iniciado el partido los hinchas del Valencia presentirán si los dioses son sus aliados.
Nada puede entenderse de esta final de Copa de Campeones en París entre el Valencia y el Real Madrid si no se contempla como gran espectáculo meteorológico. El balón comenzará a rodar impulsado por su propio destino y al poco tiempo se verá que la electricidad del ambiente se ha condensando en algunos relámpagos de Mendieta, de Raúl, de Anelka o de Claudio López, a los que seguirán los correspondientes truenos. Cuando un rayo caiga dentro de una portería, de pronto comenzará el diluvio universal en Madrid o en Valencia.
Una gran victoria sólo servirá para que los políticos, empresarios, obreros, obispos, oficinistas, empleados y toda clase de jubilados comiencen a dar saltitos y a hacer conjuntamente el ganso durante un día entero sin que eso se considere una estupidez sino una forma de liberar los sueños de gloria reprimidos. El don de Dionisos que antiguamente sólo se hacía patente mediante el vino ahora también se produce con la embriaguez del triunfo. El efecto es el mismo: los valencianistas nos sentiremos inmortales por un día si cualquiera de nuestros héroes, a los que hemos cedido una parte de nuestro yo, meten el balón tres veces en la portería del Real Madrid y los héroes contrarios, ninguna. Y eso sólo va a depender de los dioses. La gloria o la tragedia, dos formas de la misma orgía.
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