Mística
Para entender lo que pasa habrá que aceptar que el terrorismo es una de las formas que adopta la mística. Fanum significa templo. Fanático es el servidor del altar. Cuando en ese altar se celebra el culto a una nación, que en el fondo ejerce el papel de un dios, a su alrededor hay fieles de todas clases, nacionalistas tibios, fervorosos, conversos y herejes, pero muy cerca del ara sagrada se mueven unos adoradores frenéticos que tratan de imponer a los gentiles las leyes de ese dios a sangre y fuego. Se les suele llamar guerreros, pero en realidad son sacerdotes de la daga. La violencia es su liturgia. Sus atentados con víctimas mortales equivalen a los sacrificios con los que las antiguas deidades recababan carne humana. Estos servidores del templo se encuentran en cualquier parte del planeta: basta con que el fundamento de una patria, etnia o religión les encienda el corazón y al mismo tiempo les vuele el cerebro. Entran en esa orden por medio de un rito de iniciación. Los antiguos masái tenían que matar un león para demostrar que eran elegidos. Con ese acto heroico, similar al sacramento de la confirmación, aquellos adolescentes cambiaban de estado. Matar a un león o a un guardia es la ceremonia con que el oficiante se une a un poder transcendente y en esa unión los fanáticos experimentan un éxtasis bajo su aspecto sacrílego, pero no por eso es menos mágico. Esta mística se produce de forma muy física cuando en algunos casos el terrorista hace explosión con la misma bomba y su cuerpo se confunde con los escombros ensangrentados. En cambio, la política democrática es todo lo contrario al fanatismo. Si el terror es una mística, la política es una ciencia que en los momentos de gran inspiración puede convertirse en un arte. Frente a la carga mágica del terrorista el político debe estar lleno de cálculo, pragmatismo y sutileza. No es fácil. Pocas veces el político usa fríamente la razón para enfrentarse con ese problema, ya que el fanatismo es muy contagioso. Se puede ver con qué cautela, rigor y conocimiento el técnico en explosivos se acerca a un coche bomba para desactivar la carga. Después de estudiar con mucho método su mecanismo y la posible trampa, corta con delicadeza el cable rojo. Pero el político no se comporta así con esas bombas humanas que son los terroristas. Su ofuscada rudeza es inaudita. Por eso los fanáticos le siguen estallando en las manos.
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