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Columna
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¡Oh, Señor!

Manuel Vicent

Dos grandes ceremonias religiosas se celebraron el pasado domingo: una en el Zócalo de Ciudad de México con la exaltación de los humillados zapatistas y otra en San Pedro de Roma con la beatificación de los mártires españoles de la guerra civil. Para invocar cada uno a su legítimo dios, ambos oficiantes utilizaron un lenguaje misterioso: el Papa habló en latín y el subcomandante Marcos lo hizo en un castellano lírico que sonaba a salmo de Isaías. También se adornaban con arreos propios los dos sumos sacerdotes: uno lucía mitra y báculo; el otro, pipa y pasamontañas. Ninguno llevaba armas, aunque eran asistidos igualmente por sus dignatarios y escoltas respectivos.

Partiendo de una realidad terrestre muy sucia, con estos rituales mágicos trataban de alcanzar un objetivo que se halla en un punto indeterminado de las esferas celestes. Los revolucionarios sin pistola pesan tan poco que casi pueden volar como los ángeles; en cambio, a los papas su cargamento de vestiduras bordadas los aplasta mucho contra el suelo: por eso la ceremonia vaticana parecía muy materialista comparada con la exquisitez de la misa profana que se celebró en el Zócalo.

Al glorificar a los mártires de media España contra la otra media, el Papa convirtió nuestra guerra civil en una historia de buenos y malos, espiritualmente cristalizada hasta la eternidad. Bajo unos cánticos suavones de aparente amor, santificó el odio entre hermanos y ejerció la crueldad más divina contra uno de los bandos, en el cual miles de españoles también fueron martirizados en los paredones del franquismo por haber defendido sus limpias ideas, su fe en la justicia social o su esperanza en una vida mejor. Con esta beatificación, en lugar de elevarlos al cielo, el Papa bajó a sus mártires a ras de tierra, e incluso los afilió a un partido de derechas ensuciando su terrible sacrificio.

Frente a este materialismo tan rudo, Marcos parecía un guía etéreo de los pobres indios de México, hasta el punto de que en la plaza del Zócalo se repitió la escena mágica de la película Milagro en Milán. Todos los indios de México comenzaron a levantar el vuelo por encima de los tejados de la ciudad. Alentado por los salmos con que el subcomandante trataba de aplacar al Señor del Dinero, el caballo alado de Zapata también volaba llevándose a todos los indios al cielo.

No estoy hablando de política, sino de misterios, prodigios y miserias.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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