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Para volar

Manuel Vicent

El 23 de noviembre de 1975 hizo mucho frío en la sierra del Guadarrama pero el día era claro y desde el jardín de la casona derruida se divisaba nítidamente la carretera que conducía al Valle de los Caídos. Aquella adolescente de 15 años y un compañero de su misma edad lograron introducirse por un boquete en la mansión arruinada y entre los escombros del interior había muebles antiguos quebrados bajo el polvo. Era la primera vez que se escondían para acariciarse. Eligieron un sofá muy raído y primero liaron torpemente un cigarrillo de marihuana y después con la misma torpeza comenzaron a besarse. Desde el jardín les llegaba el sonido de un transistor y también las risas de varias parejas, amigos de los padres, que celebraban con vino un gran acontecimiento. Entre acordes de órgano la voz del cardenal de Toledo se había apoderado del jardín con las alabanzas al dictador muerto durante el funeral en la plaza de Oriente y a través del transistor esa loa inflada era lo que oían los adolescentes dentro de la vieja mansión mientras se amaban por primera vez. Aquellas parejas de jóvenes progresistas se asomaron al mediodía a un espigón de la sierra y desde allí divisaron en la carretera al fondo del valle la negra caravana con el armón de artillería que conducía el cadáver de Franco a la eternidad. Brindaron sobre al acantilado. Fue entonces cuando una de aquellas madres se preguntó: ¿dónde estará Alicia? No la había visto en toda la mañana. Después de unas horas comenzó a inquietarse pensando que se habría perdido en el bosque mientras los padres celebraban el fin de la dictadura pero aquella niña sólo había perdido la inocencia y seguía oyendo por el transistor desde la soledad del jardín toda la ceremonia de la bajada del dictador a la fosa. Han pasado 25 años. Aquella Alicia que conoció el amor en la casa derruida tiene ahora una hija adolescente llena de libertad que también se llama Alicia. No sabe quien era Franco. El viernes pasado fue la primera vez que salió con unas amigas a la discoteca y su madre no pudo dormir hasta que no oyó la puerta cuando regresaba de madrugada pese a que la niña la había llamado cinco veces por el móvil para decirle que estaba bien, que no se preocupara, que se sentía feliz bailando con un chico muy guapo, al que acababa de conocer. Hay muertos que están muy bien enterrados. Deben permanecer siempre bajo tierra para que los vivos puedan volar.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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