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Columna
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La carne

Manuel Vicent

Probablemente la maldad se instaló en este mundo cuando los humanos comenzaron a comer carne. Hubo un largo periodo en que el hombre se alimentó sólo de nueces: si ese tiempo hubiera perdurado, todavía viviríamos en los árboles del paraíso y seríamos felices, pero tal vez en medio de la ceguera del coito a un primate muy salido se le ocurrió prolongar el placer del mordisco con algunas dentelladas de más y viendo que la carne de mujer era dulce acabó devorándole primero un brazo y después una pierna y así hasta llevar la pasión por debajo del ombligo hasta el más íntimo de los menudillos de su pareja. Esta posesión carnívora fue el primer motor de explosión, mucho más potente y mortal que la bomba atómica, con que se inició la historia universal. Un segundo paso de la civilización consistió en sustituir la carne humana por la de animales de alrededor pero, aunque esta fuera de conejo y no de tigre, la sangre contraria ya había llegado al fondo del propio cerebro y con ella se hizo presente la cultura carnicera y en seguida fueron necesarios los colmillos o incisivos humanos cuya actividad hoy lo llena todo: desde dar cuenta de un solomillo de ternera en un restaurante hasta la firma de cualquier contrato en la notaría. Cuando los moralistas aciagos dictaminaron que la carne es uno de los tres enemigos del alma no se referían a la carne de cañón, ni a la de esclavo ni a la de vaca loca, sino a la carne humana que personalmente llevamos a cuestas hasta la tumba. El placer que nos proporciona nuestra carne, a su juicio, siempre fue una locura. No les faltaba razón. Gracias a ella estamos usted y yo ahora mismo bailando en este mundo de locos, pero tampoco los amantes del Apocalipsis que ven el fin del mundo cada tarde en el fondo de la copa se podrán quejar, ya que el milenio ha venido acompañado por el trote de al menos tres de sus cuatro jinetes. La carne de cañón de la guerra de Kosovo ya ha sido consagrada por el uranio cancerígeno. Los esclavos llegan ahora por su propio pie hasta los nuevos campos de algodón e incluso pagan el transporte a los negreros y su carne es subastada a la baja en la plaza pública. Después de la peste del cerdo, se ha presentado oficialmente en sociedad el genuino veneno de vaca, que pronto será acompañado por el de cordero, de pollo o de conejo. Todo se deriva de la misma maldad: matar para vivir. El hombre fue inocente y feliz mientras su carne sólo era yerba.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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