Cuando el creador retrata al asesino: libros, películas y series que expusieron las dudas sobre el ‘true crime’
‘El odio’, el libro de Luisgé Martín, es el último de una tradición de escritores que entran en contacto con delincuentes, una relación que también han tratado series o ‘podcasts’ y que apuntala el interés por los crímenes reales


El género del true crime está al alza. La creciente demanda de documentales, podcast, series y libros sobre crímenes reales ha impulsado debates sobre la exposición de las víctimas y el riesgo de caer en el sensacionalismo y la revictimización, un riesgo que se multiplica cuando se habla no ya de fraudes o desapariciones sino de asesinatos. El libro de Luisgé Martín El odio, en el que el escritor traza un perfil psicológico de José Bretón, condenado por el asesinato de sus dos hijos menores en 2011, ha supuesto la última polémica pública tras la petición de Ruth Ortiz, la madre de los niños, de que no se publique el libro, cuya salida estaba prevista para el día 26. La Fiscalía de Menores pidió el jueves la suspensión cautelar de la publicación para analizar el caso ante una posible vulneración del honor de los niños.
El true crime supone un dilema porque, además de las sentencias, los medios y los investigadores, tiene dos posibles fuentes principales: víctimas y verdugos. Cuando el libro, el documental o la serie da voz a la víctima no se produce conflicto moral alguno pero, ¿qué pasa cuando un creador da voz al criminal? ¿Hasta qué punto es lícito que la obra recoja el testimonio del asesino y hasta qué punto darle voz supone correr el riesgo de humanizarlo?
“La ética debe ir siempre primero”, cree Gregorio Luri, escritor y pedagogo que dedicó 15 años de su vida a completar El cielo prometido, sobre Caridad Mercader, madre del asesino de Trotski y agente al servicio del espionaje soviético. Una labor de reconstrucción no solo de una vida, sino de una época y de todo un ecosistema político para la que Luri habló con todas las partes posibles: familiares, conocidos, agentes o autoridades. “Cuando encontraba documentos de alguna familia, les decía lo que había descubierto. A muchos no les gustaba, claro, descubrir que su padre había sido un asesino, y no querían que lo publicara”. ¿Qué hacía entonces? “No incluía jamás esos testimonios. Podría haber hecho incluso un epílogo con auténticas bombas informativas, pero creo que no puedes decir ciertas cosas si otros se van a sentir heridos”.
No todos los escritores tienen la misma reacción. El coordinador de Babelia, Jordi Amat, publicó en 2020 El hijo del chófer, sobre el periodista y abogado Alfons Quintà, que se suicidó en 2016 después de asesinar a su mujer. Cuando contactó con la hermana de la víctima, esta dijo no entender la finalidad del libro y no dio su consentimiento para que el nombre de la familia figurara en la obra, pero Amat siguió con su publicación. En la nota de autor del libro, Amat explica: “Escribir esta narración de hechos reales no ha sido agradable y ponerle el punto final a esta historia trágica ha sido apaciguador. (…) He acabado por convencerme de que contar lo que explico es moralmente discutible, pero al mismo tiempo socialmente necesario”. Es decir, el beneficio (cultural, policial o de concienciación social) que puede acarrear una obra de este tipo y la voluntad de las posibles víctimas a veces entra en colisión directa.

El caso de Martín y el de Luri convergen en un punto: “Yo comencé El cielo prometido con una visión despiadada de Caridad Mercader, pero se fue suavizando. Cuando estudias a alguien, por atroz que sea, lo humanizas. Seguro que Hitler tenía gestos cariñosos en su intimidad. Pero del autor depende qué peso le da a esas partes”, cree Luri, que recuerda la célebre frase de Nieztche: “Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo, porque cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. En El odio Martín no solo reconstruye el caso; también narra su propio acercamiento a Bretón, con quien cruzó cartas y llamadas, a quien llegó a visitar y con quien mantiene contacto.
En su libro, Martín manifiesta adherirse a la tradición literaria de A sangre fría, de Truman Capote; La ciudad de los vivos, de Nicola Lagioia, o El adversario, de Emmanuel Carrère, quizá el ejemplo más influyente de los últimos años y que narra el crimen de un falso médico francés que en 1993 asesinó a cinco miembros de su familia tras engañarles sobre su vida durante 18 años. Preguntado por este diario, el escritor francés respondió por correo sobre la polémica alrededor de El odio que es “un tema muy interesante y por supuesto veo la conexión con mi trabajo”, pero que no ha leído el libro y que por ello prefiere no hablar del tema.
Un problema legal
“En este tipo de publicaciones hay que tener especial cuidado con lo que se dice de los menores porque, aunque estén muertos, siguen teniendo derechos”, cuenta Gregorio Arroyo, de Arroyo & asociados, experto en derecho de la información. El derecho al honor, señala Arroyo, pasa a ascendientes o descendientes en caso de muerte, por lo que en este caso la madre está legitimada para demandar, y señala a la Ley Orgánica 1/1982 de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.

“En la medida que afecte a menores se puede pedir el secuestro del libro”, sostiene el abogado, que señala el caso del asesino moldavo Petrus Arcan (en el que él mismo intervino como representante de las víctimas en asuntos de derecho a la intimidad) como un punto de inflexión en lo que a información sobre menores se refiere. Arcan asaltó un chalet en 2001, mató al abogado Arturo Castillo, dejó gravemente herida a su mujer y agredió a sus dos hijas menores. Muchos medios, que habían publicado información de la agresión que facilitaba el reconocimiento de las niñas, fueron demandados por ellas y la madre por intromisión ilegítima en la intimidad. Periódicos, radios y televisiones fueron condenados. “La justicia ha puesto muchas veces por delante la libertad de expresión o de información”, señala Arroyo. “Pero la cosa cambia cuando hay menores implicados. Si la información afecta a menores, la justicia se inclina a fallar a favor de ellos”.

Sobre el caso de El odio, el director de RAE, Santiago Muñoz Machado (que también es catedrático de derecho), aseguró el viernes públicamente: “Como persona, como profesor y como intelectual defiendo la libertad de expresión, pero la libertad de expresión es una libertad que tiene sus límites. Límites que se refieren a la intimidad personal y familiar, que se refieren a la menoría de edad y límites que, si no se respetan, extinguen la libertad de expresión”.
Salto a la pantalla
Si algo ha dado impulso al género del true crime durante los últimos años es el campo audiovisual. En Estados Unidos el interés por el género se renovó hace años y, desde allí, ha permeado en todo el mundo. Quizá todo empezó con Paradise Lost (1996), que seguía los juicios a tres adolescentes acusados de asesinar y mutilar a tres niños en Arkansas en 1993 y que tuvo dos secuelas. En lo que a podcasts de refiere, el pistoletazo de salida lo dio Serial (2014), con una investigación sobre el asesinato, en 1999, de Hae Min Lee, una estudiante de 18 años de Baltimore. Y en serie, Netflix se sumó a la ola en 2015 con Making a Murderer, sobre la historia de Steven Avery, un hombre condenado injustamente que, tras ser exonerado, enfrenta nuevas acusaciones en un caso plagado de irregularidades. Ese mismo año la plataforma estrenaba también The Jinx, en la que Robert Durst, sospechoso de tres asesinatos, termina confesando los crímenes.
El verdadero punto de inflexión surge en 2004, cuando el documentalista francés Jean-Xavier de Lestrade crea The Staircase, una producción francesa centrada en la extraña muerte de Kathleen Peterson (supuestamente desnucada en una escalera), de la que es sospechoso su marido, el escritor Michael Peterson. Ese trabajo tuvo episodios nuevos en 2013 y 2018 con nuevas evidencias, y en 2022 incluso hubo una serie de ficción sobre el caso y la creación del documental. Estas producciones captaron a millones de espectadores y preconizaron el creciente interés por el true crime; detrás de ellos vendrían decenas y decenas de series y podcasts, desde The Confession Tapes a I Am A killer, pasando por Monstruos: la historia de Lyle y Erik Menendez, u O. J.: Made In America, sobre el caso de O. J. Simpson, que se llevó el Oscar a mejor documental en 2017.
España no ha sido ajena al fenómeno, con reconstrucciones de asesinatos como Muerte en León, de Justin Webster, sobre el asesinato de Isabel Carrasco; Lo que la verdad esconde: el caso Asunta, de Elías León Siminiani; El caso Wanninkhof-Carabantes, de Tania Balló, o Yo fui un asesino: El asesino de la catana. “El mal nos atrae a todos”, cuenta Ramón Campos, productor, director y guionista, que ha creado series documentales basadas en hechos reales como El caso Asunta (Operación Nenúfar) (2017), El caso Alcàsser (2019) o Cómo cazar a un monstruo (2024). “En el fondo, creo que hay un miedo a convertirse en eso que estás viendo. Los true crime que mejor funcionan son los de gente normal que de repente comete un crimen”, señala.
Sin lucro
Campos mantuvo contacto con Alfonso Basterra, condenado, junto a su exesposa, Rosario Porto, por el asesinato de su hija Asunta. “Hablamos por teléfono y carta, con intermediarios”, explica. “No hubo relación personal, solo profesional, hubo una labor de preguntarle y repreguntarle sobre los lugares oscuros del caso. Cada uno debe tener su propio acercamiento, pero a mí me parece bien la distancia porque si no lo que te cuente te puede permear”. Campos cree que “hay que dar voz a los delincuentes. Son parte de la sociedad. Luego puedes no escucharles, claro, pero está bien darles su voz”. Ahora bien, con matices: “El criminal no puede lucrarse”. Y recuerda algunos casos recientes, como el de Patricia Ramírez, madre del niño Gabriel Cruz, que el año pasado denunció que la asesina del niño cobraba por contar su historia desde la cárcel en un true crime, que finalmente fue paralizado.
Pero Campos echa la mirada atrás para repasar la influencia del testimonio del criminal en televisión, y recuerda el programa de Jesús Quintero hablando con reclusos, Cuerda de presos. “Era una forma muy buena de conocer cómo era el país en esos años”, señala. Una de sus entrevistas más polémicas fue con Rafi Escobedo, condenado por el asesinato de los marqueses de Urquijo y, que se suicidó días después.
Ramírez, madre de Gabriel Cruz, asesinado en 2018 a los ocho años por la novia de su padre, Ana Julia Quezada, ha hablado con la periodista de EL PAÍS Patricia Ortega Dolz para mostrar su “apoyo hacia Ruth Ortiz y el calvario que desgraciadamente le ha sobrevenido”. “Un calvario”, señala Ramírez, “que compartimos muchas víctimas de delitos violentos que se convierten en mediáticos, donde los intereses mercantiles están por encima de nuestro dolor, de la memoria de nuestros fallecidos, de la ética y de la moral y de las leyes”. Ramírez lamenta que “las filtraciones, los juicios públicos paralelos, los debates y tertulias que entretienen especulando y dando opiniones, los libros, las docuseries y documentales que dan voz a los asesinos” sean “el pan de cada día”.
Para Ramírez es de agradecer que tanto la fiscalía de Córdoba como la de Barcelona “den un paso firme hacia delante e insten a tomar medidas sobre la producción de libro por posibles vulneraciones de derechos”, y apela a la ley de 1982 y la ley orgánica de protección a la infancia y adolescencia, dónde se introdujo un artículo en el que se obliga al consentimiento de los progenitores. En estos días se han publicado varias noticias sobre el apoyo de Ramírez a Ruth Ortiz al solicitar en sus redes que se paralice la venta del libro. “¿Cómo no hacerlo?”, se pregunta Ramírez. “Somos madres, nos arrancaron lo que más queríamos y tenemos que soportar esta pesadilla para la que nadie nos ha preparado. Apoyo y apoyaré a Ruth y a todas las víctimas que estén siendo explotadas mediáticamente y en especial, por sus asesinos”.

El tema del lucro es una de las cuestiones más polémicas. En 2011 el programa La noria, de Telecinco, sufrió un boicot por hacer una entrevista pagada a Rosalía García, madre de El Cuco, acusado en el caso de Marta del Castillo. El año pasado, el programa de televisión Aruser@s publicó que el actor Rodolfo Sancho habría cobrado 120.000 euros por participar en el documental El caso Sancho, de Max. Un dinero que, dijo, invertiría en la defensa de su hijo, Daniel Sancho, acusado de asesinar a Edwin Arrieta en Tailandia en el verano de 2023.
“En EE UU, la ley del Hijo de Sam (promulgada tras los crímenes del asesino en serie David Berkowitz en los setenta) evita que los delincuentes se beneficien de la publicidad de sus delitos; por ejemplo, vendiendo sus historias a editoriales o productoras”, algo que en España no es tan fácil, señala Campos, que ha hecho sobre el caso Asunta un documental, pero también una ficción, la serie El caso Asunta, una de las más vistas de 2024. “Hicimos la ficción porque el público al que llega es infinitamente mayor”, confiesa el creador. “También porque, después de ver que el documental era serio y no amarillista, muchas de nuestras fuentes comenzaron a contarnos muchas más cosas”.
Dar voz o no, empatizar o no, aceptar la voluntad de las víctimas o no. Ya sea en libros, podcast o audiovisual, los dilemas morales acechan. “Todo libro [vale decir, toda creación] de este tipo tiene algo de testimonio”, subraya el escritor Gregorio Luri. “Pero también algo de confesión ética del autor”. Durante el proceso de documentación para su libro sobre Caridad Mercader, Luri se sentó en Valencia con una mujer implicada en la historia que quería contar. Pasado un rato, la anciana le preguntó:
—Pero, ¿por qué quieres hacerme recordar lo que he pasado toda la vida intentando olvidar?
Luri apagó la grabadora, le agradeció su tiempo, recogió sus cosas y se fue.
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