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Tentaciones

Por qué el documental del asesino de la catana no es el ‘true crime’ que esperábamos

¿Se puede hacer televisión de buen gusto con materiales sórdidos? Esta es la cuestión que se plantea tras la emisión de la serie sobre José Rabadán Pardo

Se abre el telón. Oscuridad. Un rostro coquetea con nuestras expectativas entre las sombras. ¿Le veremos la cara? ¿Es él? "Me llamo José Rabadán Pardo y maté a mi familia con una catana cuando tenía 16 años".

Murcia, parricidio. Un arma exótica. Una hermana con síndrome de Down. Satanismo. Final Fantasy. El triple homicidio de la catana espeluznó a España en el bostezo de este siglo. Su recuerdo todavía pringa, en parte, por haber alimentado toda clase de conjeturas disparatadas sobre la influencia maníaca de los videojuegos. Hoy, 17 años después, el autor está libre y ha concedido una entrevista en el marco de un documental sobre la tragedia. La pregunta (no tanto moral como estética) palpita en cada uno de los fotogramas de Yo fui un asesino, cuya primera parte emitió anoche Discovery Max: ¿se puede hacer televisión de buen gusto con materiales sórdidos?

La respuesta rápida es sí. El ‘true crime’ es el género de moda. Obras documentales que reconstruyen y diseccionan delitos trágicos. Pese a su larga tradición televisiva, que podría remontarse al eterno referente de Paradise Lost (1996), el formato está viviendo una segunda juventud, seguramente inspirada por el pelotazo de Making a Murderer y otras producciones de Netflix como Amanda Knox (2017) o The Keepers (2017). En España, Muerte en León (2016), de Justin Webster y El caso Asunta (2017), de Elías León Siminiani han recogido el testigo con estética cuidada, tensión narrativa y rigor expositivo. Tanto Webster como Siminiani son cineastas acreditados con una trayectoria que abarca referentes del documental televisivo, como FC Barcelona Confidential (2004), u obras personales de prestigio crítico, como Mapa (2012). Por su parte, detrás de Yo fui un asesino se encuentra Cuarzo, la productora que hasta hace poco pertenecía a Ana Rosa Quintana.

Lo primero que habría que decir es que el programa se esfuerza por ser, desde la factura, lo que nunca llega a conquistar por su naturaleza. Es, lo que se dice, un programa bien hecho. Al principio, los testimonios de policías, psiquiatras y periodistas ejercen de hilo conductor con solvencia; la música, una sucesión minimalista de notas de piano en sostenido, evita los subrayados con elegancia; y hay detalles formales sugestivos, como la introducción de metraje oficial del primer registro de la vivienda, con el off de dos agentes asombrados por la barbarie. Poco a poco, sin embargo, el sensacionalismo se va filtrando. Vemos grafismos de un plano de la casa que se va llenando de cadáveres, monigotes que se dibujan chorreantes de sangre mientras un efecto de sonido viscoso acentúa el derramamiento. El abuso de los recortes de prensa como vehículo descriptivo empieza a ser frenético, como una percusión manipuladora. ¿Hacia dónde nos lleva esta deriva estética?

El aspecto actual de Rabadán vuelve a insinuarse entre las brumas. Algo dentro de nosotros codicia su rostro como una suerte de satisfacción. Su media sonrisa durante la detención es un bucle nostálgico que llena nuestras cabezas de deseos culpables que no sabíamos que estaban ahí. De pronto queremos saber si mantiene el peinado, si su fisionomía es reconocible. El programa se fractura en dos cuando por fin nos ofrecen ese momento. Mediante un montaje quebradizo que tal vez quiera rimar con la psique del protagonista se mezclan planos de él antes, de él ahora (sólo unos frames, demasiado pocos para apreciarlo), de él ¿con su familia actual?, ¿su mujer e hijo?, ¿en un prado, de picnic? Y al fin la imagen se estabiliza. Ahí está, hablando pausadamente, reconociendo los hechos, declarándose como un enfermo, sí, pero rehabilitado por Dios. “Puedo ser un psicópata bueno, un psicópata que mira por los demás y que intenta ayudar al prójimo. Un psicópata que se apoya en la religión. Un psicópata que tiene una familia”.

¿Puede? El solo hecho de que nos planteemos esa pregunta nos debería llevar a otra. ¿Hasta qué punto es lícito que el programa se convierta en altavoz de un psicópata declarado que, a lo largo de sus disertaciones, siempre en un tono calmo y mesurado, casi seductor, empleando un vocabulario hasta cierto punto sorprendente, irá acercándose más y más a la justificación? Los medios hablaban en el 2000 de los videojuegos como interruptor de la locura homicida.

Rabadán parece heredar la idea y hacer un remake acorde con su furor religioso. Según dice, en un relato acompañado de reconstrucciones a golpe de sintetizador, las lecturas satánicas que le obsesionaban en aquellos años fueron las responsables de alejarle de Dios y llevarle al asesinato de sus padres y hermana. Por el medio, en tanto, se apuntan cuestiones interesantes, no lo bastante desarrolladas, como una sentencia condenatoria que trataba de conjugar la gravedad de sus actos con el llamado interés superior del menor.

A diferencia de los ‘true crimes’ verdaderamente enjundiosos, no hay más personajes que Rabadán. No hay secundarios que aporten un corazón a esta historia, como los abogados de Steven Avery reconvertidos por Internet en ídolos de la moda normcore o las ancianas detectivescas de The Keepers. Aquí el autor de la matanza es el único centro no ya de la atención, sino del morbo irremediable que envuelve el drama. Acabas sintiendo que Cuarzo juega trileramente con su imagen actual, tratándola con la misma emoción que esgrimen algunos programas de cotilleo para revelar el rostro del hijo de una folclórica que ha cumplido la mayoría de edad. La maldad como clímax y no como conflicto.

La del miércoles fue la primera parte de un díptico. Esta noche se emite la segunda, de la que ya nos han adelantado algunos contenidos. Sabremos más sobre la vida de Rabadán, que trabaja como bróker financiero, y lo veremos enfrentarse en un cara a cara (sí, como las viejos pugnas de Donde estás corazón) con el histórico Javier Urra, psicólogo forense en la Fiscalía del Tribunal Superior de Menores de Madrid que nunca demostró una alergia demasiado acusada al espectáculo televisivo.

Uno quiere conceder el beneficio de la duda al terminar el programa. Es difícil no dejarse llevar por un carisma tan poliédrico, que va del angst adolescente parricida al delirio religioso. Pero al diseño se le ven las costuras. "Me llamo José Rabadán Pardo y maté a mi familia con una catana cuando tenía 16 años". Así empezaba todo. ¿Cómo surgió esa frase? ¿Quién le pidió al asesino de la catana que dijera eso a cámara, en plan “una última cosa y ya acabamos”? Algún guionista tuvo que tener la idea como teaser, como gancho, como muleta promocional, y la escribió; algún director tuvo que discutir y aprobar la validez de esas palabras; y algún productor tuvo que decidir la estrategia correcta para pedirle al entrevistado que las dijera mirando al pilotito rojo. ¿Haría falta más de una toma? “Me llamo José Rabadán Pardo y maté a mi fami… a mi fam… Perdón, ¿puedo repetir?” “Sí, claro, tómate tu tiempo”. Si el psicópata es un narciso irreparable, aquí se le rinde tributo en aras de una despliegue expositivo sin mayor guía que el golpe de efecto.

Es imposible no acordarse de Broadcast News (1987). Allí el personaje de Holly Hunter, una periodista de integridad feroz, rompía con su pareja al descubrir que había insertado, en el montaje de una entrevista grabada con una sola cámara, un plano recurso suyo forzando una lágrima. El tipo le gustaba porque, pese a sus muchos defectos, era carismático y atractivo, pero se sentía incapaz de continuar la relación al imaginárselo cometiendo esa transgresión por el bien del circo.

Yo fui un asesino quiere sumarse desesperadamente a la ola del ‘true crime’, y elige con acierto algunos de los recursos para componerse el disfraz, pero ninguno de esos esfuerzos puede ocultar su condición de “pasen y vean” ni su regusto sórdido, como un exploit transparentado por una ausencia ocasional de escrúpulos y otra más permanente y definitoria de originalidad narrativa.

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