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Columna
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La lección del aguacate

Igual no era muy buena idea plantar frutas tropicales en Andalucía. ¿Cuántos engaños de este tipo nos habremos tragado?

Un hombre recolecta aguacates en su finca en Benamocarra (Málaga).
Un hombre recolecta aguacates en su finca en Benamocarra (Málaga).García-Santos
Najat El Hachmi

Crecimos desayunando pan con aceite, la savia de un árbol capaz de resistir las inclemencias del Mediterráneo. Pero un día llegaron hipsters y modernillos veganos muy concienciados con sus tostadas de aguacate y nos convencieron de que renunciáramos al jamoncito y el queso para pasarnos a las frutas exóticas propias de otros climas, que sería más sostenible y sano. Así fue como nos invadieron esos abanicos verdes tan bien dispuestos sobre el pan. Incluso en las casas más humildes se come aguacate, una forma más fácil de parecerte a las ricas y glamurosas influencers que comprarte sus enormes mansiones o tener sus lucrativas empresas. Así te olvidas de que la foto que cuelgas en Instagram tú la haces desde la habitación de una caja de cerillas al lado de una autovía desde donde te llegan los gases que aderezan ese rosado batido de arándanos y chía tan aesthetic.

Pues se está demostrando que igual no era muy buena idea plantar frutas tropicales en Andalucía, aunque nos hayan repetido que comiendo aguacate salvaremos el planeta. ¿Cuántos engaños de este tipo nos habremos tragado? ¿Cuántas campañas de marketing vestidas de piel de cordero verde (vegana, claro) habrán conseguido que cambiemos unas costumbres buenas por otras que tienen efectos como el de empeorar la sequía ahí donde nunca llovió demasiado? El ecologismo de redes sociales es, cada vez más, una plataforma publicitaria para implementar el consumo de productos que son ajenos a nuestra geografía, clima, infraestructuras y agricultura. Comer fresas en enero, ¿a quién se le ocurre? Sustituir la humilde col de toda la vida, barata y asequible, por la superpoderosa kale. Tener que tomar 30.000 alimentos distintos y suplementos para evitar las carencias que provoca no comer “animales”. “Carne vegetal” procesada de vete tú a saber qué forma en vez de disfrutar de un buen potaje en cualquiera de sus muchas variantes a lo largo de la cuenca mediterránea. Las decisiones medioambientales deberían estar basadas en pruebas y no en quienes nos quieran vender su deslumbrante nuevo alimento salvador de la tierra. O mejor aún, podríamos dejar de jugar con la comida y volver a recordar lo que nos enseñaron nuestras abuelas, las auténticas y geniales heroínas de la dieta más sostenible que hemos conocido hasta ahora, las que metían en la olla el saber acumulado trasmitido durante generaciones, productos frescos y de proximidad y casi siempre mucho amor, por los comensales, pero también por los buenos alimentos con que nos nutrían.

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