Lágrimas de leche y miel
Los postres, típicamente asociados a las fiestas religiosas y a las estaciones, son la mejor excusa para alargar las sobremesas. Su historia es milenaria. Y constituyen la materia prima perfecta para la experimentación de los modernos maestros de la cocina
EL PARAISO DE nuestra imaginación infantil estaba construido de leche y miel. De hecho el cielo se nos ofrecía como un obrador infinito cuya inacabable pastelería abastecía toda clase de bautizos, comuniones, bodas, cumpleaños, onomásticas y otras celebraciones felices, cada una con su dulce respectivo. También las fiestas religiosas y las estaciones del año iban siempre asociadas a innumerables dulces populares casi todos de origen árabe, mejorados con el tiempo por nuestras abuelas cristianas. En primavera, el arnadí o pastel de calabaza, los buñuelos de San José y las torrijas por Semana Santa; en verano, las tortas del santo en las verbenas, la horchata y los granizados; en otoño, los dulces de castañas, la compota de membrillo y los huesos de santo, y el turrón en Navidad. De niños nos decían: si eres bueno irás al cielo y comerás tortitas con miel. Pese a que entonces creía que el cielo era todo de azúcar, de mazapán y, como su propio nombre indica, de tocino de cielo y cabellos de ángel, ahora creo que el verdadero paraíso en la tierra consiste en una agradable sobremesa con comensales inteligentes y divertidos, con muchas risas y con toda la tarde por delante degustando un buen postre, café y licores. Ningún dulce es perfecto si no te hace saltar las lágrimas del niño que llevas dentro.
EL FUMADOR no toma postres. Apenas termina el segundo plato, si está en casa, reclama el café y enciende un cigarrillo; si está en un restaurante se levanta y se va a fumar a la calle. En cambio, a quien se quita del tabaco los postres le sirven de remedio para demorar el momento en que tendrá que enfrentarse a esa llamada cruel con que la nicotina le exige su dosis. Si al dejar el tabaco el exfumador engorda cinco kilos de entrada se debe precisamente a que vuelve a tomar aperitivos y es capaz de devorar con ansiedad todos los dulces que quedan en la mesa al final del almuerzo.
Con la harina, el azúcar, la miel, el huevo, la leche, las frutas, las especias, el chocolate, entre otras muchas sustancias, se pueden realizar variaciones propicias para el gusto más refinado
Después del segundo plato y antes del postre se establece un intermedio en el que un vino exacto, tinto y con cuerpo acompaña al queso parmesano, al manchego, al de tetilla gallego, al de Cabrales; a la torta del Casar de Extremadura, y así sucesivamente hasta adentrarse en los quesos franceses y holandeses: brie, camembert, livarot, pont-l’évêque, roquefort; o el de gruyer de Suiza; o el chester y el stilton de Inglaterra. De los mil quesos posibles, el de cabra le lleva a uno a las montañas pentélicas del Ática, a la Judea del Antiguo Testamento y al desierto de Mahoma. Esta tabla de quesos se convierte ya en postre con el requesón con membrillo o la cuajada con miel, el mel i mató catalán, la ricota y la burrata italianas. La mermelada de membrillo unida a un queso apropiado es el postre más genuino porque en él se unen dos reinos, el vegetal y el animal, dos sabores contrarios, el dulce y el salado, dos culturas, una que llega de las abadías medievales, otra que habita en el fondo de la sabiduría popular.
Las frutas han constituido siempre el mejor calendario, y a la hora de los postres en la mesa deben significar el paso del tiempo. El invierno lo marcan las naranjas, la primavera llega anunciada por las fresas y las cerezas, que darán paso a los nísperos y albaricoques de junio. El aroma de los melocotones está asociado a la primera parte del verano, antes de que la cima de la canícula sea conquistada por los melones y sandías. Cuando la luz de septiembre comienza a dorarse, es el tiempo de la uva de moscatel, y el otoño está abierto a todas las manzanas. Y vuelta a empezar. Pero hoy en los mercados se encuentran productos de cualquier latitud del planeta que rompen la memoria codificada en el cerebro a través de la vida. Cada fruta a su tiempo, cultivada en un paralelo nuestro, fabricada a pleno sol, compartida con los pájaros, sin ayuda del invernadero.
Los postres también han servido de experimento para realizar sobre ellos una instalación o performance por los modernos maestros de la cocina. Con la harina, el azúcar, la miel, el huevo, la leche, las frutas, las especias, el chocolate, entre otras muchas sustancias, se pueden realizar infinitas variaciones propicias para el gusto más refinado, y en los modernos obradores los convierten en una pura representación de espuma. Se trata de presentarlos de modo que la forma enmascare la materia y solo adivines la sustancia cuando el postre atraviesa la bóveda del paladar. Pese a todo, la crema catalana, el siciliano tiramisú, que significa “tíreme hacia arriba”, y la tarta germánica de manzana, que son los reyes clásicos del mantel, hay que disolverlos con una grapa, aguardiente de orujo o vodka para que se caliente la lengua y no deje de hablar durante la larga sobremesa.
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