Argentina, tierra de vinos blancos
Solo hubo 450 botellas de aquel Volare y no esperaba volver a tenerlo en la copa, hasta que reaparece en mi última visita al comedor de Don Julio. Revivo la complejidad y el fulgor de este vino profundo y siempre fascinante

Volare de Flor se me reveló hace tres años en el comedor del Celler de Can Roca, en Girona, cuando me abrieron una de las botellas que había llevado la sumiller Gabriela Fuentes, responsable del emocionante festival vinícola que acompaña cada comida en El Baqueano. Era el primer vino argentino que recuperaba y ponía en valor las crianzas que dieron el salto al nuevo mundo, escondidas en las viejas prácticas de los migrantes que luego aplicarían la fórmula en las viejas bodegas familiares. Procedía de la variedad chardonnay, cultivada en el Valle del Uco, y era el fruto de una de las aventuras en que se habían embarcado Edgardo del Pópolo y David Bonomi, miembros de la generación de enólogos que marca los nuevos caminos del vino argentino. Por cierto, el Per Se La Craie que hacen con Cabernet Franc y Malbec en Gualtayallaray, es tremendo.
Solo hubo 450 botellas de aquel Volare y no esperaba volver a tenerlo en la copa, hasta que reaparece en mi última visita al comedor de Don Julio, la parrilla que hace las diferencias en el universo de la carne latinoamericana. Revivo la complejidad y el fulgor de este vino profundo y siempre fascinante, aunque ahora la sorpresa está en la compañía. Una botella de Altar Uco, el vino de flor de Juan Pablo Michelini, y otra de Pedrito, un varietal de añada hecho con Pedro Ximénez en Finca Las Moras. Son complejos, florales y serios, como pocos vinos blancos que conozco. Hay mucho en que pensar y más de un motivo para enamorarse en cada una de esas copas. La perspectiva se completa con la densa y fragante mineralidad del White Stones, el chardonnay de parcela de Viña Adrianna, firmado por Alejandro Vigil para Catena Zapata, que gana complejidad con el añadido de alguna partida sometida a crianza biológica.
Es el comienzo de un recorrido por los nuevos vinos blancos argentinos que me deja fascinado. El panorama que me van abriendo Gabriela Fuentes y Pablo Rivero en sus restaurantes es de tal riqueza y resulta tan atractivo que me lleva a pensar si no había equivocado el rumbo. Llegué buscando tintos que rompieran la rutinaria y a menudo vulgar uniformidad de la malbec y doy con muchas propuestas estimulantes. Ahí está la reivindicación de la uva bonarda, el desafío que representan los vinos patagónicos, o la incuestionable realidad de las elaboraciones de Salta. Pero por encima de ellos, llega el estallido de los vinos blancos, como si esta tierra hubiera decidido cambiar el color de sus uvas y la naturaleza de sus vinos.
Los vinos de flor son referencia, aunque apenas proponen la rareza. La realidad está más allá. En las alturas de Salta nacen vinos que pueden engrandecer la normalidad, como el torrontés de Colomé, siempre fragante y franco, abrir terrenos más complejos, como hace el Blanc de Blancs de Esteco, en los valles calchaquíes de Cafayate, o adentrarse de nuevo en la extravagancia, representada por el Torrontés 1992, embotellado por Etchart después de 26 años reposando en depósito de cemento, para demostrar que el vino también se hace grande cuando se atreve a romper las reglas. Necesita tiempo y pausa para mostrarse, pero no deja lugar a la indiferencia.
La otra cara de esa nueva normalidad que no deja de hacer la diferencia puede estar en los viñedos de Chapadmalal, a seis kilómetros del mar, al sur de la provincia de Buenos Aires, desde donde Ezequiel Ortego y Trapiche proponen Costa y Pampa, un sauvignon blanc que explota el carácter marino de la viña. El gewurtztraminer de Fuego Blanco, del Valle del Pedernal, en San Juan, al otro lado del país, muestra el sugestivo encuentro entre la naturaleza aromática de la uva y la llamativa calidez que ofrece en boca, para construir un vino expresivo, casi rotundo. Susana Balbo me lleva de vuelta al Valle del Uco, en Mendoza, con un seductor blend de uvas blancas pasadas por barrica, llamado Brioso, que me tiene la boca bailando. También disfruté el Torrontés Brutal de Matías Michelini y algún otro representante de Vía Revolucionaria, o con el recuerdo del glorioso pasado de la semillón, representado por el patagónico Humberto Canales 1991 ¿Quién dijo tintos?
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