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La memoria del sabor
Columna
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Los olvidados del chocolate

El universo del cacao es un gigante con los pies de barro, dominado por grandes compañías acostumbradas a maltratar a quienes las sustentan

Uno de los agricultores de cacao en Perú.
Uno de los agricultores de cacao en Perú.C. Bournocle (Getty)

Víctor Kining fundó Nuevo Salem en 1999. Era un pequeño poblado en la margen izquierda del cauce alto del Marañón, a una hora de navegación de Imazita, camino de Santa María de Nieva. Miembro del pueblo awajún —una de las ramas de la etnia jíbara—, Víctor llegó a este lugar después de que les obligaran a ocupar asentamientos estables en los 70. Hasta entonces, el awajún era un pueblo nómada dedicado a la caza y la pesca, estructurado en pequeños núcleos que se trasladaban dentro del gran bosque amazónico para cubrir sus necesidades alimentarias. Eligió un pequeño remanso del río, casi enfrente de una pequeña población llamada Uut, se instaló con su familia en una casa de madera y desbrozó una hectárea para plantar cacao y plátano y cultivar una huerta de panllevar; yuca y tres cosas más.

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A punto de cambiar de siglo, Víctor construyó una iglesia evangélica que acabó siendo el reclamo definitivo. Un año después ya eran ocho familias. El censo registra hoy 36 padres de familia, que aquí puede representar a tres generaciones completas. Tienen una pequeña escuela que acoge 46 alumnos e intentan arreglarse con el cacao y el plátano. Hay poco terreno para cultivar. El respeto a la frontera vegetal conlleva un compromiso con la conservación del bosque y limita la superficie disponible. No hay forma de que Víctor amplíe su hectárea de cacao.

En Nuevo Salem no tienen ingenio para fermentar y secar el cacao. Antes cruzaban el río y fermentaban en Uut, pero las relaciones se han deteriorado y el trayecto quedó interrumpido. Hace unos años encontraron una empresa que les pagaba cuatro soles (1,20 dólares) por kilo de cacao en baba y no necesitaban fermentar o secar. Era un buen precio para lo que se llevaba en el mercado, pero en esta tierra las empresas bienintencionadas van y vienen al mismo ritmo que las organizaciones no gubernamentales, y volvieron a ser presa de los acopiadores. Seguían cobrando cuatro soles, pero esta vez por cada kilo de cacao seco, lo que significa una reducción cercana al 30 % en el peso final y un crecimiento apreciable en los costes. Además, aquí las producciones son casi tan cortas como los ingresos. Víctor y otros agricultores como él obtienen alrededor de 600 dólares anuales por la venta de sus cacaos. Tienen suerte, porque cultivan cacaos criollos. Si fueran híbridos como el CCN51, con más cantidad de baba, recibirían todavía menos.

A unos 1.000 kilómetros de allí, en el cantón de Baba, provincia de Los Ríos, a un par de horas del puerto de Guayaquil, en Ecuador, Bitricio Salazar vive una realidad diferente. Cultiva tres hectáreas de cacao, algún frutal para dar sombra y un poco de bambú para completar ingresos, la producción está normalizada y trabaja cada día con sus hijos. Venden a una compañía local y si el año es bueno ingresan algo más de 4.000 dólares. Cuando descuentan los gastos, queda lo justo para sobrevivir.

El panorama cambia en la chacra de Gladys Mestre, cerca de Catanzama, centro vital y espiritual del Resguardo Arhuaco de la Sierra Nevada de Santa Marta, en la costa del caribe colombiano. Tenía 500 matas, mayoritariamente cacaos blancos de alta calidad, pero muy pocas sobrevivieron a la terrible sequía llegada con el último Niño. La producción de alguno de los árboles de Gladys es de nueve o diez frutos por temporada. Casi nada, pero han encontrado una empresa chocolatera que les ha introducido en los mercados de nicho y sus cacaos cotizan al alza. Solo le falta producción.

El universo del cacao es un gigante con los pies de barro, dominado por grandes compañías acostumbradas a maltratar a quienes las sustentan, que vienen a ser más de un millón de pequeños agricultores. América Latina es el mayor productor mundial de cacaos finos y de aroma, sustentado en más de 350.000 explotaciones familiares inferiores a cinco hectáreas. En el camino hacia el comprador europeo, los cacaos latinoamericanos multiplican por diez el precio pagado en origen. Para cuando se transforma en chocolate y este llega al mercado, el productor ha desaparecido de la ecuación. A nadie le importa quién es o cómo vive. Son los grandes olvidados del chocolate.

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