Chocolate que derrota la coca
Campesinos colombianos cambian la violencia y la ilegalidad por el cacao
Distrito Chocolate es una tienda colombiana que ha venido transformando la cocaína en chocolate. Es el eslabón final de una cadena de producción de cacao que empezó hace 10 años, después de que campesinos colombianos del occidente del departamento de Boyacá decidieran arrancar sus propias plantaciones de coca para reemplazarlas por cultivos de cacao. En Pauna, San Pablo de Borbur y Otanche, municipios en los que se iniciaron proyectos fructíferos de desarrollo alternativo, se han reunido, desde el 2007 hasta hoy, 1.267 familias (50% de las cuales son excocaleras), para continuar con esta labor.
La coca no fue el primer mal que estos municipios tuvieron que sobrepasar. Desde antes de los años ochenta, el negocio de las esmeraldas ya había desatado una guerra que dejó a su paso más de 3.000 muertos. Era una región abandonada por el Estado, sin educación, sin recursos, pero de ella se extraía el 90% de las esmeraldas que se comercializaban en el mundo. El desenlace era cuestión de tiempo. La ambición por encontrar estas piedras formó dos bandos que se odiaban a muerte: el grupo de Borbur y el de Coscuez. Sus terrenos estaban separados por la quebrada de Miocá, que se fue convirtiendo lentamente en una frontera invisible. Nadie podía atravesarla si quería continuar con vida.
Juan Antonio Urbano, uno de los representantes de Distrito Chocolate, entró al negocio de las esmeraldas como guaquero (hombre que busca piedras en el lago aledaño a la mina) y lentamente fue subiendo de estatus hasta alcanzar a excavar la mina principal. Él sabía a lo que se enfrentaba: "Había mucha violencia, mucha ilegalidad, se vivía a partir de la ley del más fuerte: si uno encontraba una esmeralda, la escondía para no darle a sus compañeros", cuenta.
Con el tiempo, ocurrieron dos eventos importantes en el occidente de Boyacá: en 1990 se firmó un acuerdo de paz que limó los odios de los dos bandos de esmeralderos y en 1998 las esmeraldas empezaron a escasear. Los campesinos tenían por fin la posibilidad de vivir en paz, pero ya estaban muy acostumbrados al dinero como para dedicarse a otra actividad menos rentable que la minería. Entonces llegó la coca: "Mucha gente de las zonas del Guaviare y el Vaupés se trasladó a Boyacá a colonizar", sostiene Urbano, "allá la coca funcionó bien y ellos la introdujeron a nuestra región".
“Mis amigos resultaron con casa, finca y carro, pero yo veía cómo entre ellos mismos se robaban y se quitaban la vida José Leuterio Roncancio, campesino
Pareciera que la historia no hubiera dejado nada al azar. El Plan Colombia, un acuerdo entre los Gobiernos de Estados Unidos y Colombia para combatir el narcotráfico, con un presupuesto de 10.000 millones de dólares, se firmó en 1999. El Gobierno colombiano ejerció mucha presión en zonas de alta producción cocalera y obligó a los productores a migrar a otros lugares más seguros para continuar con sus cultivos. El terreno del occidente de Boyacá es agreste y las fincas quedan muy bien escondidas entre las montañas, lo que lo hace idóneo para realizar todo el proceso de producción de esta planta. Los boyacenses, con el peso de su historia, tenían todas las condiciones para seguir el ejemplo de sus colonizadores: ese mismo año, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), Boyacá alcanzó a tener 322 hectáreas de cultivos de coca.
Contrario a lo que ocurrió en otras regiones del país, a los campesinos de esta zona las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) no los obligó a sembrar nada. La guerrilla llegó después, con la excusa de que eran ellos los encargados de ponerle orden al negocio. Amenazaban a los productores y los explotaban de frente: un agricultor de esa zona le vendía a las FARC —porque no le podía vender a nadie más— un kilo de coca a dos millones de pesos (657 euros) y los guerrilleros revendían ese mismo kilo a tres millones pesos (985 euros).
Más tarde llegaron los paramilitares. Venían de Urabá y, con la promesa de combatir la guerrilla, convencieron a los agricultores de que querían ayudar. Después de enfrentamientos muy violentos sí lograron desplazarla, pero entonces se apoderaron del negocio. Resultaron ser más atropelladores, explotadores y violentos que los mismos guerrilleros.
Del 2000 al 2006, el narcotráfico se convirtió en una forma de vida. José Leuterio Roncancio, un campesino que, como Urbano, fue primero guaquero y después raspachín (cultivador de coca) recuerda lo que era común entre quienes estaban dentro del negocio: “Mis amigos resultaron con casa, finca y carro, pero yo veía cómo entre ellos mismos se robaban y se quitaban la vida”. El individualismo y la violencia parecían no tener fin.
A esto se le sumó el Gobierno que, al darse cuenta del incremento de los cultivos de coca en la región, centró hacia ella sus esfuerzos de erradicación. Empezó asperjando glifosato desde el aire. Los más confiados se reían: era claro que con lo agreste de la región ese tipo de fumigación no iba a funcionar. Pero un día el Gobierno envió un ejército de 300 erradicadores manuales, cada uno con su machete, y tuvieron que tragarse su risa: "Yo tenía seis hectáreas de coca y me las arrancaron en medio día", relata Urbano.
Se vivía, claro, pero se vivía con miedo Víctor Sánchez, campesino
Se vivía, claro, "pero se vivía con miedo", dice Víctor Sánchez, otro agricultor de la región. "Si uno escuchaba cualquier ruido por la carretera, de pronto era que venía el gobierno o quién sabe qué otro grupo a molestarlo a uno". Y ante la vista de una situación cada vez más degradante, el tema de buscar nuevas maneras de subsistencia llegó a las juntas de acción comunal. La idea de sembrar cacao empezó a sonar entre los agricultores, pero para eso necesitaban ayuda. Para fortuna de muchos, esta vez el cielo escuchó sus plegarias.
En 2007 llegó a la región el Programa de Familias Guardabosques, que ya llevaba varios años apoyando otras zonas del país como parte de los proyectos de Desarrollo Alternativo para la erradicación de cultivos ilícitos. El programa prometía, cuenta Urbano, dar a los campesinos 200.000 pesos mensuales (65 euros) en efectivo —y ahorrarles otros 200.000 (65 euros) en una cuenta programada— si se comprometían a erradicar completamente la coca y a sembrar cacao en su lugar.
Los municipios de Pauna y San Pablo de Borbur se vieron de repente invadidos por representantes del Gobierno: "Los yupies, los llamábamos, porque eran recién graduados de la universidad, que venían a enseñarnos que dentro del marco de la legalidad había posibilidades de desarrollo", sostiene Juan Urbano. Y aunque había algunos entusiasmados con la idea, la tarea de convencer a los demás agricultores parecía imposible. ¿Cómo decirle a un raspachín que cambie el millón de pesos (328 euros) que recibe por un kilo de coca por 7.985 pesos (2,6 euros) que vale un kilo de cacao? ¿Cómo convencer a un individuo, acostumbrado a vivir bajo la ley del más fuerte, a trabajar por un bien común?
¿Cómo convencer a un individuo, acostumbrado a vivir bajo la ley del más fuerte, a trabajar por un bien común?
A Marleni Fonseca nadie tuvo que convencerla. Cuando se enteró de que iba a recibir apoyo para sembrar su cacao si se integraba a una asociación, no se hizo esperar para entrar en ella. Era mucho más fácil para el Gobierno brindar ayudas a un grupo de cultivadores que entregarlas, una por una, a productores aislados. En Pauna se creó Aprocampa, liderada por Juan Antonio Urbano, y a la asociación, además de Fonseca, entraron también Leuterio Roncancio y Víctor Sánchez. Ellos mismos ayudaron a convencer a otros campesinos de integrarse a la organización que hoy cuenta con 170 integrantes.
El Programa de Familias Guardabosques duró dos años y, después de su término, las ayudas no cesaron. Estuvieron presentes, entre otras, el Proyecto MIDAS (Más Inversión para el Desarrollo Sostenible), el Ministerio de Agricultura, el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (INCODER) y el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA). Los apoyos vinieron de manera económica directa, en herramientas, abonos, y en capacitaciones de siembra, emprendimiento y legalidad.
Los resultados empezaron a hacerse visibles: según la UNODC, de 322 hectáreas de coca que había en el año 2000 en todo el departamento de Boyacá, pasaron a 105 en 2010 a 10 en el 2012. Pauna y San Pablo de Borbur fueron los primeros en poder decir que sus municipios estaban limpios de coca. Más adelante, se creó la Fundación Red Colombia Agropecuaria (Fundredagro), junto con otros municipios que quisieron unirse al cambio. Hoy se compone por 11 organizaciones de 10 municipios de la región y forma parte de una red más grande: la Red Nacional de Cacaoteros, conformada por 27.000 familias de todo el país.
La sede de Aprocampa está ubicada en el centro de Pauna, en una casa adaptada para recibir el cacao de los productores de la región. Ellos mismos lo recogen, lo fermentan, lo secan y lo empacan en costales de fique para la venta. Con su trabajo, los boyacenses lograron producir cacao de muy alta calidad, y eso los hizo merecedores del premio Cacao de Oro, otorgado en 2014 por la fundación suiza SECA. Con este reconocimiento, llamaron la atención de grandes empresas chocolateras, como CasaLuker, y de inversionistas privados que han querido apoyar este proyecto de Desarrollo Alternativo. Así fundaron Distrito Chocolate.
En las tres tiendas que ahora tienen en Bogotá —y en las 30 que están proyectadas en todo el país— se venden productos creados con el cacao que cultivan los agricultores asociados a la red nacional de cacaoteros. Con esto se quiere que el campesino conozca todo el proceso de producción, "que sepa que el cacao puede tener un valor agregado; si se tuesta, si se muele, si se hacen dulces", sostiene Urbano. Pero en ese sentido falta mucho por hacer.
Luz Dary Barreto, por ejemplo, otra integrante de la asociación, produce tabletas de cacao de manera artesanal. Ella misma tuesta el cacao, lo desgrana y lo introduce poco a poco en un molino pequeño, que no alcanza para hacer un trabajo industrializado. A esto se le suma que muchas de estas tabletas no las puede vender, porque aún no ha encontrado el mercado adecuado para hacerlo: "En Chiquinquirá a veces compran, pero a un precio muy bajo", dice.
Por el momento las tiendas han funcionado bien, vendiendo bebidas y bombones finos de chocolate. Lo que se quiere es conseguir la maquinaria apropiada para que las mismas campesinas elaboren los bombones, y con ellos enfocar todos los esfuerzos por crear en Colombia una cultura chocolatera que pueda competir con aquella del café. "Es difícil", reflexiona Urbano, "porque mientras que un suizo consume 12 kilos de cacao al año, en chocolate fino, un colombiano consume medio kilo, en chocolate barato". A pesar de todo, los productores no se rinden. Quieren demostrar (aunque parezca imposible) que en un país como Colombia, la paz y la legalidad también pueden ser rentables.
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