Los amos del cava
Doscientos millones de botellas salen al año del Penedés. Un negocio familiar, con raíces de cinco siglos, que inunda el mundo de burbujas. Éste es el planeta del cava de cuatro familias.
Cuando un Raventós viene al mundo recibe un sorbo de cava en cucharilla de plata. Lo ordena la tradición. Es el particular bautismo de los propietarios de Codorníu desde 1551. Auténtica familia real del vino: de padres a hijos durante siglos. Siempre bodegueros. Conservadores, ricos, discretos y muy orgullosos de su apellido. Uno de sus antepasados, Josep Raventós i Fatjó, un inquieto payés ilustrado, creó en 1872 el primer cava a imagen y semejanza del champaña francés; él lo elaboró con las uvas blancas del Penedés. Produjo 3.000 botellas. Y acertó. Su hijo, Manuel Raventós i Domenech, dio forma comercial al invento. Durante décadas, el cava fue monopolio de Codorníu. Cosa de uno. En los años sesenta, las cosas comenzaron a cambiar. Hoy, 270 compañías se dedican al negocio del cava en siete comunidades autónomas españolas. El 90% está en el Penedés; el 75%, en Sant Sadurní d'Anoia. Aquí nacen 200 millones de botellas al año. Más de la mitad inunda el planeta. Millones más duermen en el vientre de un centenar de bodegas familiares, aguardando su momento. Cuanto más tiempo reposen en silencio y penumbra, más complejo, sutil y caro será ese vino.
Estamos en el imperio del cava. El país del oro amarillo: 32.000 hectáreas de viñedo. Quizá por eso, José Ferrer, de 81 años, patriarca de Freixenet, la familia rival de los Raventós, afirma sin modestia: "No lo dude, el cava es el único gran éxito español en el mundo". Se lo piensa mejor y añade: "De la mano de Freixenet ".
Y efectivamente, cuando los dos periodistas llegan a Sant Sadurní, la gran factoría del vino espumoso español -un pueblo sin pretensiones, de 12.000 habitantes, a media hora de Barcelona-, lo primero que contemplan es can Freixenet, junto a la autopista y el apeadero. Freixenet es el Gran Hermano de Sant Sadurní. Mucho más que una marca: un clan. Paternalista y omnipresente. El equipo de hockey y el colegio de los hermanos gabrielistas, becas y créditos para empleados, las calles , todo lleva el sello de su talonario. Sólo le hacen sombra las lejanas cumbres de Montserrat que impiden a los vientos del norte acercarse a las viñas. Desde Barcelona, al caer la tarde, sopla la cálida marinada. En este microclima nació el cava.
Freixenet. En primer término, la inmensa mansión que alberga la firma; un faraónico caserón de principios de siglo en cuyas torres aún habitan los miembros más viejos del clan: José, presidente honorífico, y su hermana soltera, la octogenaria tieta Lola, que sigue preparando contundentes desayunos para sus sobrinos-ejecutivos. A la izquierda de esta zona noble, las naves industriales que albergan la mayor bodega de vino espumoso del mundo. Más grande que cualquiera de la región de Champagne. Bajo tierra, kilómetros de galerías; el ambiente atufa a vino: 50 millones de kilos de uva, 121 millones de botellas, 34 enormes depósitos de acero inoxidable tapizados de hielo. ¡Ojo!, esas paredes no son paredes, son millones de botellas en reposo. En la entrada aguardan decenas de camiones con matrícula extranjera. Todo el proceso engrasado en el mercado con muchos millones de euros en publicidad, capaces de conseguir que el mismísimo Agente 007 (Pierce Brosnan) beba cava y reniegue de los champañas de Krug o Dom Perignom en un spot televisivo. Un imperio. Desde la nada. Desde aquella pequeña empresa registrada en 1889. Pateándose el mundo con una botella bajo el brazo. Un estilo distinto a la pompa dinástica de Codorníu.
"Cuestión de tenacidad y perseverancia", asegura Ferrer, el jefe; traje a medida, sortija de oro, melena blanca y bronceado mediterráneo. El Julio Iglesias del cava. Ferrer es sólo presidente honorífico. En marzo de 1999 dividió su trono tras 21 años al frente. Algo que su madre, Dolores Sala, la matriarca de Freixenet, viuda a los 48 años, nunca hizo en vida: murió nonagenaria, aún presidenta, tras pasar su última mañana catando vino. Pero Ferrer, cuando le llegó el momento, cedió el paso a la siguiente generación. Apostó por la concordia familiar. A costa de su hereu (heredero). El nuevo presidente sería José Luis Bonet Ferrer, hijo de su hermana Pilar y eterno compañero de fatigas; Enrique Hevia Ferrer, hijo de su hermana Carmen, vicepresidente y responsable de las finanzas, y su primogénito, Pedro Ferrer, consejero delegado. Un diseño perfecto.
Pero José Ferrer no se ha ido del todo. Está en el consejo y en el comité ejecutivo. Tiene su propia agenda. Y pinta mucho. Gracias en parte al bajo perfil mediático que ha asumido su sucesor, el actual presidente de Freixenet, un discreto catedrático de economía, de 64 años. Por el contrario, Ferrer conoce a los empleados por su nombre. Aparca su viejo Mercedes en el parking de los empleados. Cada sábado acude a misa en Sant Sadurní. Baila de esmoquin con las estrellas. Es el rostro de Freixenet. Y además tiene su hogar en el piso de arriba. Sus vinilos de música clásica y a Brut II, su viejo caballo cojo. "¿Nuestro secreto? La tenacidad. Creer en lo que hacemos. No hemos parado hasta ser los primeros. Eso suponía destronar a Codorníu, pero, sobre todo, ser los mejores. Y lo hemos hecho por convicción familiar. Estamos todos a una por la empresa. Y aunque no haya dividendos, tenemos el espíritu Freixenet".
-¿El éxito hubiera sido diferente de no ser una empresa familiar?
-No estaríamos donde estamos. Sólo una familia como una piña puede aguantar perder dinero durante años en el Reino Unido o en Japón; tener paciencia, hasta convertirse en la número uno. Con mis hermanas ha habido debate, cada una tenía su forma de ver las cosas, pero son inteligentes. Y muy generosas. Hay broncas y se decide lo mejor para la empresa. Nos la hemos jugado y hemos ganado.
Faltan pocas semanas para Navidad y el ritmo de trabajo en Freixenet es frenético. El 53% de su producción se comercializa en dos semanas al año. Es la famosa estacionalidad del consumo, que los productores de la región intentan borrar del mercado, pero que regresa como un bumerán cada temporada. Para un experto del mundo del vino: "El cava no se ha cuidado. La denominación de origen ha invertido poco en promoción y en imagen, se han quedado dormidos. Les han pasado en proyección exterior Ribera del Duero, Toro o Priorato. Antes, el cava se vendía solo, pero ahora hay un estancamiento del consumo en España. Se beben 100 millones de botellas al año, frente a los 177 millones de botellas de champaña que consumen los franceses. Y encima, el valor añadido del champaña es mucho mayor: un cava de altísima gama [Jaume de Codorníu; Reserva Real, de Freixenet; Kripta, de Torelló; el Gran Reserva de Manuel Raventós; el Millesimé, de Juvé y Camps, o el Gramona III Lustros] cuesta lo mismo que un champaña de gama media-baja. Por eso tienen que rascarse el bolsillo y quitarle al cava la imagen de espuma de poca calidad, desestacionalizar el consumo y ponerlo de moda. Que la gente se acostumbre a pagar 20 euros por un cava. Y para eso hay que apostar por la calidad".
En Cataluña, donde se consume la cuarta parte de la producción nacional, el cava es algo más que espuma de celebración: es un vino de aperitivo y gastronomía; en el resto de España se toma en Navidad. No importa la calidad. O al menos no importaba hasta hace poco tiempo. La cuestión era brindar. Que corrieran las burbujas. Hacer ruido. Botellas y más botellas. Y cuanto más baratas, mejor. La apuesta del volumen. El 20% del mercado mundial de espumosos ya es español. Ríos de cava a buen precio y con una calidad aceptable. Y en Navidad.
Y esta laberíntica ciudad sumergida de Freixenet se convierte cada mes de diciembre en un enjambre. Todos los procesos están mecanizados. "Cada vez hay menos empleados en la bodega y más en la parte comercial", dice José Luis Bonet. Los robots no paran. Se trabaja a destajo. Partidas de un millón de botellas. En la cadena de embotellado, la infinita serpiente dorada de botellas es cegadora; el ruido, ensordecedor: un martilleante clac, clac, clac, clac de cristal rebosante de espuma que se traduce en 518 millones de euros de facturación. El grupo Freixenet es la novena compañía vitivinícola mundial, según el banco holandés Rabobank. Y pertenece a cuatro hermanos octogenarios.
-¿Ve el futuro de Freixenet en manos de su familia?
-Los Ferrer hemos sido cuatro, y siempre marchó bien. La siguiente generación son 12 primos: cinco trabajan aquí, y se quieren mucho. Y yo les he dejado todo desatado para que ellos lo aten. Sus hijos son 30, y con ellos la gestión será más complicada. Aquí la clave es que les dejemos una empresa muy potente.
-¿Ve al mando de Freixenet a alguien que no sea de la familia?
-No me imagino a nadie de fuera dirigiendo esto.
Encontrar la sede de Codorníu, conocida en esta comarca como la casa gran, no es tan sencillo. Su localización geográfica en Sant Sadurní no es tan obvia como la de Freixenet. Hay que adentrarse un par de kilómetros entre viejos viñedos hasta llegar a su señorial verja. Al otro lado se dibujan los históricos edificios creados a comienzos del siglo XX por el arquitecto José María Puig i Cadafalch: las masías de los señores Raventós, hoy sedes institucionales de la compañía, y las bellísimas naves de barricas. En el sector se denomina a este conjunto "la catedral del cava". No exageran. En la historia del espumoso, Codorníu lo ha sido todo. Aquí empezó la leyenda. Hoy se traduce en ventas superiores a los 200 millones de euros y a una producción de más de 35 millones de botellas de cava. La cuarta parte de Freixenet.
Al principio cuesta hacerse a la idea de que en esta finca de recreo se viva un proceso industrial. Todo está limpio y ordenado. Los empleados lucen un vistoso uniforme gris tirolés. Hay jardines, estanques y fuentes. Incluso sus 25 kilómetros de bodegas tienen el aura de un museo. En lo más profundo de la tierra, una especie de capilla pagana recuerda el rincón donde se supone que Josep Raventós inventó el cava. Sólo el centro logístico del grupo, un mastodóntico búnker anejo a las cavas, nos devuelve la enorme dimensión comercial del asunto.
No es fácil llegar hasta Codorníu, tampoco conseguir una entrevista con su presidenta: entre la visita a Freixenet y la de Codorníu pasan dos semanas. El día indicado, Mar Raventós Chalbaud, de 53 años -psicóloga y economista, presidenta no ejecutiva desde 1998, madre de seis hijos, nariz privilegiada- llega puntual conduciendo a toda velocidad su Mercedes E 320. Tiene poco tiempo. Educación y amabilidad exquisitas. Alta, rostro afilado, Armani style, perlas y brillantes; se desprende de sus pieles antes de posar para el fotógrafo. Decimosexta generación de los Raventós, creció jugando al escondite en estas cavas; ingresó en la compañía a los 24 años. Su legendaria mano izquierda pronto se hizo imprescindible en el trasteo de la maraña de primos Raventós propietarios de la firma. "He luchado por crear vínculos entre los accionistas". Según una fuente cercana a Codorníu, la rama familiar de Mar Raventós (una de las cinco que controlan el accionariado del grupo) posee una participación en torno al 20%. Ni confirma, ni desmiente. Tampoco le gusta hablar del número de botellas de cava que producen al año: "Prefiero hablar de calidad. El volumen no nos importa. Somos una empresa familiar con unos valores basados en esfuerzo, calidad y trabajo bien hecho que quiere luchar por la viña y la cultura del vino. Queremos enseñar a la gente a beber".
-Durante años, el Penedés ha apostado por volumen frente a la calidad
-Lo habrán hecho los otros. No todo el mundo en el cava tiene la calidad suficiente. Nosotros queremos volumen, pero tienes la viña que tienes, y no puedes ir más allá. Nuestra estrategia es controlar toda la uva que llegue a esta bodega.
-Pero, históricamente, todos los grandes productores del Penedés han comprado uva
-Aquí estamos enseñando a los payeses a hacerlo bien, y toda la uva chardonnay y pinot noir que usamos procede de nuestros viñedos en Raimat [Lleida]. Y el resto la controlamos.
-¿De quién es Codorníu?
-De 180 accionistas. Somos 400 primos, pero sólo 180 tenemos acciones. Ninguno tiene más de un 4%. Y nos debemos de llevar bien, porque ninguno quiere vender. Estamos orgullosos de ser una empresa familiar. Cuando hay desavenencias, te da más pena si es con tu primo; pero también tienes tus compensaciones, transmites unos valores.
Mar Raventós sostiene que las cuitas entre los Raventós por el control de la compañía son cosas de los periodistas. Que se llevan bien. Que la empresa tiene una estrategia clara. Que la gestión de Codorníu es profesional. "Nunca, nunca ha primado lo tribal sobre lo empresarial. Esto es una empresa. Hay cinco ramas familiares que están representadas en el consejo. Y sólo seis miembros de la familia trabajamos aquí. El resto son accionistas y quieren la máxima retribución".
-Sin embargo, ustedes, los Raventós, nombraron en mayo de 2004 al primer director general ajeno a la familia de la historia de Codorníu, y le han despedido tan sólo 18 meses más tarde. Y han vuelto a poner a uno de los suyos al frente. ¿No es un paso atrás?
-Ni atrás, ni adelante. Esa persona logró unas cosas y otras no, y se le ha cambiado por mayoría. Ahora llega Xavier Pagès, que es un Raventós, conoce el vino y el campo, y ha trabajado en Estados Unidos. Y siempre ha estado en internacional. Y yo creo que nuestro futuro es internacional, en especial los países nórdicos y Estados Unidos, donde ya tenemos una bodega en California. Y yo estoy encantada con Xavier.
-Y es su primo
-Y encima es mi primo.
Delante de una copa de Vinya Codorníu, en el marco del salón que un día albergó la gran biblioteca del jefe del clan Codorníu, su presidenta insiste en que las guerras del cava, esas que han enfrentado durante más de una década a Freixenet y Codorníu por el control del negocio, y las desarrolladas en el seno de su propia familia, son cosas de los periodistas. Y de los abogados. "No me hable de batallitas, que no son buenas".
Pero frente a estas tapias de Codorníu hay un inmenso roble de 500 años que recuerda a los Raventós que sus relaciones familiares a veces son muy, muy tormentosas.
Este árbol fue durante siglos el alma de Codorníu. El símbolo de la tierra. Del apellido. En torno a él se extienden las primigenias 90 hectáreas de viña transmitidas de padres a hijos desde el siglo XV. Su propietario actual es Manuel Raventós i Negra, penúltimo eslabón de la rama primogénita de Codorníu, que abandonó la firma en 1982. Desde 1988 ordeña estas uvas para producir su propio cava: Raventós i Blanc. Medio millón de botellas de gran calidad. Uva propia. Máxima crianza. Métodos artesanos. Un exquisito empleo del diseño gráfico en la comercialización. La calidad frente a la cantidad. Un modelo alternativo al vigente.
Para empezar, en cuanto a instalaciones. Raventós i Blanc fue la casa pionera en España en encargar el diseño de su bodega a un arquitecto de moda. Mucho antes de que Norman Foster, Santiago Calatrava o Zaha Hadid idearan las pujantes nuevas bodegas de La Rioja y Ribera del Duero. Este proyecto, de Jaime Bach y Gabriel Mora, firmado en 1991, se sintetiza en un conjunto de edificios en tonos pardos, con luz natural, abiertos e integrados en el viñedo y concentrados en torno al roble de los Raventós. Un rincón ecológico y silencioso. Un chispazo de modernidad frente al pastel modernista de Codorníu.
Su impulsor es Manuel Raventós i Negra, un ingeniero con aspecto de condotiero que nació y creció en esa antigua casa de Codorníu donde acabamos de brindar con su prima Mar Raventós. El padre de Manuel, el primogénito de la rama mayor, heredó esa histórica mansión y estos viñedos. Y los archivos. Y la memoria. Pero no heredó Codorníu. Su bisabuelo había decidido que, a su muerte, la empresa se dividiera entre sus seis hijos. El padre de Manuel, José María Raventós, el hereu, sería entre 1945 y 1983 el responsable de la bodega Codorníu. Nunca su dueño. Hay una versión escrita en las estanterías de Codorníu que afirma que José María Raventós nunca aguantó ser el dueño a medias. Hasta que rompió la baraja. ¿Qué opina su hijo y actual propietario de Raventós i Blanc?
"En las empresas familiares, los problemas personales son terribles. En una empresa normal, te echan y se acabó; pero en una familiar, un desacuerdo supone una ruptura más íntima. El punto de vista de mi padre y de su familia siempre fue distinto; la estrategia, todo. A finales de los setenta, Codorníu era líder del mercado gracias a productos sin personalidad, que no eran ni caros ni baratos, pero que proporcionaban la mayor parte de los beneficios: 55 millones de botellas de un cava que en un 97% se usaba para brindar, no para beber. Algo que hoy sigue pasando. La batalla de los grandes es el volumen. Y mi padre, por el contrario, pensaba que un día el mercado maduraría y había que ir a la personalidad, a la calidad. Tener uva propia. Competir con el champaña. Mi padre era un convencido del cava y quería hacer el mejor en Codorníu. Poner a Codorníu arriba, y cubrir el segmento más bajo con otras marcas de la casa, como Rondel o Delapierre. Pero no le dejaron. Tuvo varios infartos. Harto, ofreció a su familia comprarles las acciones. Y si no lo conseguía, se marchaba. 'O ellos, o nosotros', me dijo un día". En agosto de 1982, José María Raventós i Blanc vendía sus acciones a sus hermanos. La rama primogénita de Raventós se desgajaba de Codorníu. Algo inédito en la casa gran. En marzo de 1986, José María Raventós fallecía mientras pescaba el marlín en Nueva Zelanda; 20 días antes se había constituido su nueva bodega: Raventós i Blanc. "Sólo teníamos el viñedo, y Codorníu, todo lo demás. Pero empezamos a trabajar duro", recuerda su hijo.
Su madre, Isabel Negra, siguió habitando la histórica casa del hereu de Codorníu, obra de Puig i Cadafalch, hasta su muerte a mediados de los noventa. Manuel la vendió en 1996, para sacar adelante Raventós i Blanc, según anotan las crónicas, por 400 millones de pesetas, a sus primos de Codorníu. Sólo se llevó a su nueva bodega la biblioteca familiar, los muebles que la rodeaban y los retratos de sus antepasados. En este espacio parado en el tiempo, de arquitectura moderna y olor a madera vieja y a pergamino, es apasionante recorrer a su lado legajos de la familia con siglos de historia. Por ejemplo, los escritos de su bisabuelo, Manuel Raventós Doménech, ya dispuesto por aquel entonces a medirse con el champaña francés.
Detrás de la ruptura de las familias de Codorníu estaba la batalla por el volumen. Por el control del negocio. En 1983 se superaron por primera vez los 100 millones de botellas producidas en el Penedés. El cava ya no era sólo cosa de uno, sino de dos. Había llegado el momento de ver quién se ceñía la corona de máximo vendedor, Codorníu o Freixenet. "El señorito o el plebeyo", en palabras de un bodeguero.
Desde los años sesenta, la advenediza casa Freixenet se había comenzado a mover muy rápido en el mercado con precios bajos, marketing agresivo y una publicidad más dinámica que Codorníu. "Fuimos los primeros que nos anunciamos en televisión", recuerda el presidente, José Luis Bonet. "Era la única forma de darnos a conocer en Huelva o en Lugo. La única forma de competir con Codorníu. Y no era fácil. Codorníu daba la exclusividad de sus productos a ciertos comercios a cambio de que no vendieran Freixenet. Siempre tuvimos que pagar más por la uva para asegurarnos el suministro. Pero nuestra gran aliada fue la tele. Y el mercado interior nos proporcionó soporte financiero para movernos fuera. Primero fue Estados Unidos, en la primera mitad de los ochenta; luego, en la segunda mitad, Europa. Ahora es mundial. Y nuestra intención es atacar fuerte en China con motivo de los Juegos Olímpicos de 2008".
En estos momentos, Freixenet coloca en el exterior cada año 85 millones de botellas (el 70% de las exportaciones de cava) y domina entre los espumosos de gama media-baja en Alemania y el Reino Unido, países en los que realiza grandes campañas de publicidad inspiradas en la España más tópica: pasión, sol y gitanas. Una estrategia publicitaria muy distinta a la de la conservadora familia propietaria de Codorníu. Los Raventós no lo niegan: "Es cierto, nos gusta otro tipo de publicidad. La de Codorníu intenta transmitir los valores de familia, trabajo, esfuerzo, naturaleza. Ésa es la imagen que queremos dar". Enfrente, José Luis Bonet afirma orgulloso que la imagen que transmite Freixenet es de "simpatía".
Vender mucho. Ésa es la clave empresarial de un producto barato, con unos márgenes muy reducidos y que compite en el mundo gracias a su excelente relación calidad-precio. Todo lo contrario que el champaña francés, que con su imagen de glamour factura el 65% del mercado mundial de espumosos con sólo un 25% del volumen de botellas. Pero en el cava, la batalla siempre ha consistido en vender más.
Y esos márgenes tan reducidos por botella colocan a los grandes productores en una posición delicada ante un boicoteo. Para ganar dinero, Freixenet y Codorníu tienen que vender mucho. Y en cuanto las ventas bajan, sus beneficios se resienten. Un pequeño descenso de las ventas de Freixenet en España del 4% en 2004 se tradujo en una caída del beneficio de un 18,5%. Codorníu aún no da cifras. Y afirma que el boicoteo es cosa de los políticos. La realidad es que nadie en Sant Sadurní quiere pronunciarse sobre el boicoteo a los productos catalanes. La última reunión del Consejo Regulador fue de gran tensión. Los productores prefieren contener la respiración y esperar al final de la Navidad. Pero en el sector hay nerviosismo. Mucho nerviosismo.
Según relata la periodista Begoña Calzón en su estudio Freixenet, las raíces del mundo, a comienzos de los años ochenta, Codorníu aún era el líder de producción, con el 56% de las ventas de cava. Pero ese año, con 10 millones de botellas en el mercado exterior, Freixenet ya se colocó a su rueda. Pronto le superaría. En la Navidad de 1994, los Ferrer produjeron un anuncio que reflejaba perfectamente su filosofía de inundar el planeta de cava Freixenet. El spot mostraba a una cosmonauta rusa, Elena Kondokova, brindando en la estación espacial Mir con una ingrávida botella de Cordón Negro. Freixenet estaba tocando las estrellas. En 1995 comenzaba la refriega entre las dos marcas.
Un analista del sector describe la contienda que ha enfrentado desde mediados de los noventa a Freixenet y Codorníu como "una guerra comercial que se ha judicializado. Y lo que debería haberse solucionado en los mercados, se ha llevado a los tribunales. Y se ha enquistado. Y ha perjudicado la imagen del cava". En estos 10 años, las dos grandes casas se han arrojado toda la porquería legal posible. En público, las dos familias han guardado las formas. "Las cosas de los millonarios", dice un bodeguero de la competencia. "Es verdad, somos muy amigos de los Raventós", dice José Ferrer.
No en el frente legal. Si Codorníu inició la ofensiva acusando a su competencia de no tener el cava en crianza los nueve meses estipulados, Freixenet contraatacó reclamando la propiedad industrial de las botellas esmeriladas, creadas y registradas por Freixenet en los años veinte, y que Codorníu usaba en sus marcas Delapierre y Rondel. Y afirmando que Codorníu empleaba variedades de uva que no estaban permitidas por el Consejo Regulador. Suma y sigue. Victorias y derrotas. Sentencias y casaciones. Y en todas las instancias judiciales imaginables. Una sentencia del Supremo de octubre de este año parece haber dado la razón a Freixenet. Mar Raventós despacha el tema con una maldad: "Al cava hay que darle una imagen de calidad que no todos le han dado". Y una larga cambiada: "El tema sigue legalmente, y nosotros, a lo nuestro, a posicionarnos en los segmentos más altos". Por su parte, José Ferrer rebate con un susurro de voz: "La guerra la hemos ganado nosotros en el tema de la propiedad industrial de las botellas, y ellos nos tienen que pagar. Y mi familia está dividida entre los que piensan que pelillos a la mar y los de cobrar primero y hablar después".
Con la guerra del cava consumiendo sus últimos flecos, lo único claro es que el dominio de Freixenet en el exterior es incontestable. "Es la circulación de las élites", explica José Luis Bonet. En el frente interno es más difícil resolver quién tiene el liderazgo. En la última década, las ventas de las dos grandes firmas de cava y de sus participadas (Castellblanch y Segura Viudas, de Freixenet; Rondel y Delapierre, de Codorníu), han presentado un empate técnico año tras año. Nielsen, una empresa especializada en prospección del mercado, habla de un empate de ambas firmas con un 35% cada una de la tarta. Por su parte, la empresa IRI da en su último informe un 36,7% al grupo Codorníu y un 34,8% al grupo Freixenet.
Durante toda esta década de guerra de guerrillas, una cuarta familia de Sant Sadurní no ha parado de trabajar. Sin más marketing que su calidad. Hoy, Juvé y Camps vende cada año tres millones de botellas de cava de gama alta. Los Juvé hacen un espumoso caro, cuidado, artesanal, que busca competir en los mercados con el champaña. Joan Juvé, de 62 años -presidente de esta bodega de cava que nació en 1921 de la mano de sus abuelos, que heredaron su padre y su tío, y que hoy dirige la tercera generación familiar-, prefiere recibir al periodista en su finca de Espiells, a tres kilómetros de Sant Sadurní, frente a 200 hectáreas de viñedo. Ahí es donde quiere explicar su historia. Su filosofía. En mitad de la naturaleza. Donde otros productores del Penedés hablan de procedimientos, Juvé habla de viña.
En Juvé y Camps, cada cepa, cada barrica, cada ladrillo, es el resultado del trabajo duro de una familia de payeses. "Llevamos 80 años reinvirtiendo". Sin hacer ruido. Sin campañas de publicidad. Sin blasones. Integrando viticultura, crianza y elaboración. "Nuestra estrategia ha sido siempre autoabastecernos de uva. Y no todos pueden decir lo mismo. Y cuando otros se empeñaron en el gran volumen de botellas, nosotros apostamos por la gran gama. Eso suponía un sacrificio: pagar más por la uva que nos faltaba, ampliar las reservas, reducir ventas; ahora tenemos inmovilizados 11 millones de botellas que pasarán en crianza entre 30 y 42 meses. Pero ésa es la calidad".
Joan Juvé, que define a Freixenet como "nuestro introductor en el mundo" y a Codorníu como "la historia del cava", ha apostado en estos años por la ecología y los sistemas de elaboración más tradicionales. En sus cavas, las botellas se siguen moviendo a mano en los pupitres, y las etiquetas de sus marcas de prestigio, pegadas a mano. "¿El futuro? En las empresas familiares, ésa es siempre la gran incógnita. Creo en la profesionalización: en una presidencia ejecutiva en manos de la familia, y luego, un grupo de profesionales de fuera. Pero la familia tiene que estar arriba".
Más de 220 millones de botellas, presencia en 140 países, miles de millones de facturación. El cava es el gran éxito español en el mundo. Un asunto de familia. Y eso imprime carácter. Por eso, si un día observa a una señora rubia y elegante en un supermercado revisando las botellas de Codorníu, y ve que mete en su carro alguna botella defectuosa o con la etiqueta mal pegada, no se sorprenda: se acaba de cruzar con Mar Raventós, con 500 años de la historia del vino del Penedés.
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