De la copla a Elvis: cómo el pop logró colarse en el plúmbeo aire del franquismo
Un libro disecciona el impacto de la música extranjera en la España de la dictadura
Una noche de junio de 1972, en el Madison Square Garden, en Manhattan, Elvis cantó: “Never been to Spain, but I kinda like the music” (”Nunca he estado en España, pero me gusta su música”). En ese momento, al otro lado del Atlántico, los medios españoles escondían las consecuencias de la asamblea no autorizada en la Universidad Complutense de Madrid, donde la policía disparó contra los estudiantes (a uno de ellos, llamado Juan Manuel Mediavilla, una bala le atravesó la espalda y le salió por el pecho). Esos días triunfaba Yo no soy esa, de Mari Trini, pero el número uno en las listas era Is This The Way to Amarillo, de Toni Christie.
A golpe de tópico, desde este lado de la Historia, los tiempos del franquismo suenan a cuplé. Pero durante la larga dictadura, y contra el criterio de aislacionismo de sus primeras décadas —y que perdonen los que vivieron su juventud entonces, porque esto les sonará a perogrullada— en España también triunfó la música pop internacional.
Fue posible gracias al trabajo de un puñado de programas de radio y de revistas musicales, que refrescaron el plúmbeo aire con fotos en technicolor y novedades procedentes de Londres, Roma, París o Nueva York. Así lo revela el libro ¡San Elvis y abre España! Desarrollismo pop nacionalcatólico y la premodernidad truncada (1956 -1975) (Corazones blindados y CEDCS [Centro Europeo Difusión Ciencias Sociales], 2024), del crítico musical Jaime Gonzalo.
El libro analiza cómo en los años cuarenta y en los cincuenta el todopoderoso Movimiento controlaba cada detalle de la vida cotidiana a través de los medios de comunicación y los tentáculos de la Falange, la JONS, Acción Católica y la propia Iglesia. Era cuando en la radio se escuchaba música militar, clásica, la copla —con sus historias de desamor y miedo, retratando a veces la brutalidad de los tiempos con una poesía y una lucidez desarmante— el pasodoble o los boleros.
Los aires empezaron a cambiar el 26 de septiembre de 1953, cuando se firmaron los Pactos de Madrid entre el régimen franquista y el Gobierno del presidente Dwight D. Eisenhower. El acuerdo —la bendición internacional de facto de la dictadura franquista y su integración en el bloque Occidental durante la Guerra Fría— supuso la instalación de bases militares estadounidenses en Zaragoza, Torrejón de Ardoz, Rota y Morón. La llegada de miles de militares estadounidenses y sus respectivas familias a estas localidades —el roce cotidiano, una cierta vecindad— dio lugar a una apreciable transformación social y cultural en el país.
Las bases tenían sus escuelas, supermercados, bares y cadenas de radio, pero su irradiación fue fulminante: en 1957 Zaragoza ya contaba con la primera emisora de frecuencia modulada y estéreo española, a la que después se sumarían las de las otras bases. Así, de repente, en muchas casas aragonesas, sevillanas, gaditanas y madrileñas se oyó por primera vez a Ella Fitzgerald, Miles Davis, los Everly Brothers y también el rock and roll de Chuck Berry, Little Richard o Bo Diddley.
Hasta ese momento, el rock solo se podía escuchar a través de Radio Luxemburgo —y casi siempre en sus versiones italianas y francesas— o gracias a los discos infiltrados por la Sexta Flota estadounidense, que durante décadas atracó en el puerto de Barcelona, configurando un extraño paisaje de jóvenes vestidos de blanco y azul marinero, con muchos dólares para gastar por las calles más oscuras de la ciudad. Gonzalo explica cómo la fiebre por la cultura estadounidense fue creciendo hasta dejarse ver por las calles de Madrid cuando en los años cincuenta empezaron a abrirse negocios con nombres exóticos entonces —las cafeterías Nebraska, California o Alaska— que ofrecían bocados tan excéntricos como los perritos calientes o sandwiches, solo al alcance de los más pudientes.
En Barcelona, ya se ha dicho, la versión fue más arrabalera: la llegada de los marineros multiplicó la prostitución en el barrio Chino, y a su calor nacieron clubs de alterne denominados Kansas, Michigan, Texas o Kentucky, donde se bebía Tequila Sunrise, whisky y muchas veces se pinchaban los discos que traían los soldados.
Elvis, ese muchacho con “nada de particular”
El primer desembarco de peso de la música extranjera en tiempos de la dictadura sucedió en 1956, cuando el sello estadounidense RCA publicó el primer single de Elvis Presley en España. El disco —que llevaba en la cara A los temas Me abandonó mi niña / Te quiero, te necesito, te amo (My Baby Left Me / I Want You, I Need You, I Love You) y en la B, Zapatos azules de gamuza/ Tutti frutti (Blue Suede Shoes/ Tutti frutti)— presentaba al Elvis más agreste, una especie de príncipe venido de otro planeta que aquí se despreció. En un artículo de La Vanguardia, el periodista Ángel Zúñiga escribió: “Este muchacho no tiene nada de particular. A mí me recuerda por su forma de actuar a la de un flamenco barcelonés, que creo responde al nombre de Pescadilla”. Al sur de Europa, Presley solo logró triunfar masivamente en su versión más descafeinada, cuando en los años sesenta se convirtió en una máquina de protagonizar películas hollywoodienses.
A partir de 1959 y los primeros años sesenta, la música pop fue agrandando las diferencias entre jóvenes y adultos, una frontera imaginaria en un país sin libertad democrática y bajo una vigilancia política asfixiante común. En todo caso, el impacto definitivo de la música pop y sus derivadas llegó con los programas de radio. En Madrid empezó a emitirse la Caravana Musical, presentado por Ángel Álvarez (que se traía discos desde Estados Unidos gracias a su trabajo en Iberia, entonces la única compañía aérea española). También triunfó Discomanía, con Raúl Matas, o el El Gran Musical, dirigido por Tomas Martín Blanco. Y en Barcelona se puso en marcha El gran show de las dos, de Joaquín Soler Serrano, y Europa Musical, de Luis Arribas Castro. Eran emisoras que pinchaban de Doris Day a Frank Sinatra, pasando por Paul Anka, Fats Domino, Jackie Wilson o The Drifters, y también a Karina, los Relámpagos, a Juan y Junior, Los Salvajes o Los Pekenikes.
Al calor de estos programas nacieron revistas como Discóbolo, Fonorama o Fans. En ellas triunfaban el rock americano, el beat británico, la canción melódica italiana y la música pop francesa. Pero en esa nueva escena juvenil, el mercado de la música anglosajona fue creciendo más y más, hasta el punto de que, como dijo una vez José María Íñigo, “el inglés se convirtió en la lengua franca de la modernidad”. Esa fiebre pop llevó a desembarcar músicos y bandas anglosajones por el país. Ya se sabe que actuaron The Beatles en 1965, pero también vinieron The Animals (1966), The Kinks (1966), The Shadows (1967), Jimi Hendrix (1968) o Aretha Franklin (1970).
Más allá del régimen, algunos jóvenes también vivieron estas invasiones extranjeras con suspicacia. “No salimos de The Beatles, a los que tenemos hasta en la sopa. Ya es hora de salir de esto. Merece la pena saber que en España tenemos a los Sirex, Raphael, Los Brincos, José Guardiola, etc., que, aparte de que cantan formidablemente, son compatriotas nuestros”, escribe una lectora en la revista Fans en 1965.
Tejanos y LSD
Con el paso de los años a España también llegaron atisbos de la contracultura. Algunos militares y funcionarios estadounidenses fueron consolidando sus relaciones con sus jóvenes vecinos, desarrollando un mercado en el que se intercambiaba o se vendía ropa, discos, drogas o libros: “Lo que les pedíamos al principio eran unos vaqueros, pero cuando nos enteramos de que tenían LSD y discos… Aquí [en Sevilla] había un programa, Nata y fresa, que hacía Joaquín Salvador con una música que le pasaban sus amigos americanos (de la base), de la que en Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia no tenían ni idea. Por supuesto, nosotros leíamos a Ginsberg y a los de la generación beat”, detalla el productor musical andaluz Ricardo Pachón en el libro.
Hasta cierto punto, la música rock fue un reactivo antiautoritario, el espejo donde quedaban reflejadas “las tripas, el esplendor, la energía, la velocidad” de los más jóvenes, como describió el crítico musical Nick Cohn. Pero no nos engañemos, en España, como en muchos otros lugares, “el acierto del rock, y de su crítica, va a ser el de su decisiva aportación a la cosificación de la rebelión romántica de la juventud pequeñoburguesa”, según escribe Gonzalo.
Porque crecieron y se multiplicaron nuevas opciones de ocio, “pero sin reaccionar necesariamente contra el autoritarismo adulto”, reflexiona Gonzalo, autor de libros como Mercancía del horror: Fascismo y nazismo en la cultura pop, o The Stooges. Combustión espontánea (Libros Crudos).
Por eso el establishment franquista nunca sintió excesiva inquietud, y solo vivió cierta preocupación cuando esa escena afectaba de forma indirecta su aparato represor. Gonzalo relata una anécdota: “Durante un referéndum franquista, no recuerdo cuál, se prohibió que radiaran en las emisoras los discos de un grupo que se llamaba Los No. La razón era que debía votarse sí a lo propuesto por el estado en esa ocasión”. Una paranoia administrativa que afectó a todos los estamentos musicales del país.
En ese escapismo a la diversión, un artefacto fundamental fue la revista Tele Guía, que con el tiempo ofreció secciones de críticas de discos, entrevistas, artículos y reportajes relacionados con la música. Tuvo entre sus firmas a entonces jóvenes periodistas como Manuel Leguineche o Jesús Hermida, José María Íñigo —que entrevistó a John Lennon cuando estaba rodando en Almería la película Cómo gané la guerra—, y cantantes como Luis Eduardo Aute o Massiel firmaban secciones propias. Y triunfó.
Otra revista de peso fue Mundo Joven —donde trabajaron Moncho Alpuente, Sol Alameda, Nativel Preciado, Pilar Miró, Pilar Urbano o Juby Bustamante, entre otros—, y donde a veces se podían reproducir historias del dibujante Rober Crumb (omitiendo el dibujo de un pene) y colar monográficos sobre la píldora anticonceptiva o la menstruación. A ella se fueron sumando también publicaciones como Disco Expres o Prensa Musical Internacional, algunas con portadas inenarrables, como una de Raphael posando y declarando: “Yo soy un anormal”. “Eran revistas que aportaban ciertas posibilidades de romper la cuadriculación cotidiana de unas directrices sociales e ideológicas que no reservaban ningún papel a los adolescentes, a la juventud”, según Gonzalo.
En 1974 es un año de cambio estelar en España: en Barcelona empiezan su andadura las muy influyentes revistas contraculturales Ajoblanco y Star. Después llegan Popular 1 y Vibraciones y, junto con Disco Expres, inician los primeros pasos en la tarea de crítica musical española seria y documentada.
En 1975 se celebra el primer Canet Rock, también el festival 14 horas de Música Pop Ciudad de Burgos, “el festival de la cochambre”, “capital de la mugre”, según la prensa local. En marzo de ese mismo año, con el dictador Franco ya en lenta agonía —moriría el 20 de noviembre—, Lou Reed da dos conciertos en Barcelona, y dos en Madrid. Así, de una forma algo abrupta y salvaje, España entra en la modernidad.
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