Los 100 años de Eisenhower
Se cumple en este año el centenario del presidente Eisenhower. Era coetáneo del general De Gaulle, y juntos lucharon en las últimas campañas de la guerra mundial. De Gaulle es un mito francés que sigue manteniendo vivo el recuerdo de su figura. Eisenhower nunca fue un mito para la opinión norteamericana, sino un general victorioso que aspiró a la presidencia de la República cuando el mando del Partido Republicano le ofreció la candidatura, frente a la democrática de Adlai Stevenson, el culto y enigmático gobernador de Illinois.Eisenhower no fue un político en activo. Era tejano de nacimiento, de una familia muy modesta, que pertenecía a la secta holandesa menoxita. Se le recuerda como un oficial cumplidor, detallista, ordenado, sin que nada hiciera prever en él un destino fulgurante. Fue el general Marshall quien apreció sus grandes dotes de organizador y de planificador de operaciones. Tenía, además, una virtud relevante: la de coordinar voluntades con su carácter abierto y su talento superador de divergencias. Resultó el hombre capaz de lograr las coincidencias, siempre dispuesto a escuchar quejas, animosidades, desplantes y enemistades de los otros mandos aliados durante la guerra mundial. Así pudo llevar a cabo con éxito, como jefe supremo, el desembarco en el norte de África, la campaña de Sicilia e Italia del sur, la decisiva batalla de Normandía, el paso del Rin y la invasión final de la Alemania del Oeste.
Lo conocí y traté bastante, durante los años 1954 a 1960, en Washington, durante sus mandatos presidenciales. Fue interesante apreciar el drástico cambio que introdujo en la Casa Blanca desde el punto de vista funcional. Su antecesor, Truman, gustaba de recibir allí, durante su mandato, el caucus de los caciques del Partido Demócrata, con lo que las reuniones tomaban el aire de tertulias políticas, bajo una espesa humareda de cigarros medio encendidos. El nuevo presidente acabó con aquel sistema, llevando a la mansión presidencial un rigor castrense, severo y semejante al clima de un estado mayor.
Era entonces lke, en los años cincuenta, un hombre rubio, de Ojos azules claros, piel bronceada, de pocas palabras y concisas preguntas. Tuvo que aceptar la influencia del Partido Republicano, al que debía su elección y que impuso sus líneas doctrinales de acción, entonces muy escoradas hacia la derecha conservadora y a un anticomunismo fanático y perseguidor que tuvo en el macarthismo su más escandalosa corriente de opinión. Eisenhower nunca entró en ese juego extremista, manteniendo su independencia de criterio. No podía olvidar sus excelentes relaciones con el mando militar soviético, especialmente con el mariscal Zhukov, durante las campañas finales de la guerra Mundial en Europa. Contactos que mantuvo siempre, a pesar de la guerra fría. Incluso puede decirse que fue el iniciador de la política de las cumbres soviético-americanas, aunque con escaso éxito, debido a incidentes inoportunos, como el famoso del derribo del avión espía en 1960.
Lo más dificil de esa tendencia conciliadora se debió a la presencia en su Gobierno de John Foster Dulles como secretario de Estado, exigencia impuesta por el ala más antisoviética del Partido Republicano.
Foster Dulles era un moralista protestante que veía a Satán inspirando la política soviética y que impregnó de espíritu de cruzada moral a la Alianza Atlántica y a las frecuentes tensiones e incidentes de la guerra fría. Eisenhower era, sin embargo, pacifista resuelto. Recuerdo la campaña orquestada por varios senadores y periodistas en cierta prensa de Washington sobre las escaramuzas pequeñas en torno a islas cercanas a Taiwan -Quemoy y Matsu-, anunciando poco menos que una guerra en el Extremo Oriente, en la que Estados Unidos se vería obligado a intervenir. Nunca quiso el presidente opinar ni manifestarse rotundamente sobre el agitado tema. El vencedor de la más costosa y te-rrible contienda militar que recuerda la historia no quería ni oír hablar de un nuevo conflicto, aunque se originara supuestamente en un minúsculo archipiélago del mar de la China.
Cuando Dulles reaccionó torpemente en el problema de la presa de Asuán, provocando la nacionalización del canal de Suez y empujando a Nasser a los brazos de la Unión Soviética, fue Eisenhower quien mantuvo la cabeza fría y logró evitar un gravísimo choque en el Oriente Próximo.
Era un hombre ordenado y metódico. No bebía apenas ni fumaba. Le gustaba cazar y jugar al golf. Y en la intimidad de su casa tenía su pequeño taller de pintura, donde se refugiaba cotidianamente a probar fortuna con los pinceles. Copiaba retratos de los presidentes que adornan las paredes de la Casa Blanca, pero él mismo tomaba a broma sus escasas dotes de creador.
A pesar de su fuerte idiosincrasla militar, inherente a su formación y a su historia, nunca hizo durante su mandato la menor alusión a su oficio castrense. En los años que residí en Washington solamente le vi una vez en la prensa gráfica y en la televisión vestido de uniforme, con motivo de un aniversario de su promoción, celebrado en West Point. También es interesante anotar que fue el primer presidente de este siglo que suprimió la tradicional chistera en la ceremonia de inauguración, sustituyéndola con un sombrero negro, de los llamados homburg, que le pareció menos vetusto que los siete reflejos anteriores. La era del sinsombrerismo avanzando a ritmo acelerado.
lke fue el primero que denunció desde la presidencia el llamado complejo -Industrial financiero- militar, que se había convertido en un gigantesco conglomerado de intereses que en buena medida incidía en los planes de rearme, y en muchas ocasiones sin verdadera motivación. Fue un toque de atención que resonó con cierto tufo de escándalo en la prensa y en el Congreso. Pero no pasó entonces a mayores. Sin embargo, esa denuncia se fue haciendo repetitiva en los años sucesivos, como una consecuencia inevitable del coste de la carrera de armamentos, de los equilibrios del terror nuclear y, años más tarde, de la guerra de las galaxias.
Eisenhower era muy sensible a los temas de historia militar, que conocía a la perfección. Yo le pedí en cierta ocasión que interviniera personalmente para resolver una cuestión que afectaba al buen clima de nuestras relaciones mutuas, hispanonorteamericanas. En la base naval de Arinápolis se hallaba fondeado el casco del crucero español Reina Mercedes, que se hundió en Santiago durante la guerra de Cuba. Se convirtió en club de oficiales y, en parte, lo visitaban los turistas como un trofeo de aquella dolorosa contienda. Pensé que era inoportuna y desagradable tal presencia y le sugerí que se hiciera desaparecer aquel vestigio de lugar tan frecuentado. El presidente me escuchó con gran interes y anadió que no era un botín de guerra, ya que el crucero fue hundido durante la campaña. "Veré lo que puedo hacer. Su petición me parece acertada. Usted ya sabe la gran estela de caballerosidad que dejó en Annápolis el almirante Cervera durante su detención en aquella base". Y en efecto, a los pocos días el jefe del Estado Mayor de la Marina norteamericana me comunico que se daba de baja el navío y que sería desguazado. Me sugirió que pidiese un objeto como recuerdo. Yo solicité la campana de a bordo, que había servido de medida sonora cotidiana a la vida colectiva de los marinos españoles del crucero. La ceremonia se celebró en la base naval, de modo solemne, por sugerencia del presidente. Cedí la histórica pieza de bronce a nuestro Museo Naval de Madrid, donde la recibió, emocionado, el inolvidable don Julio Guillén.
Otro elemento decisivo de la historia de su etapa presidencial fue la rotunda decisión que tomó en el problema de la segregación racial. Después de la condena por parte de la Corte Suprema de Justicia de la segregación escolar, decidió la intervención del Ejército federal en el Estado de Arkansas para acabar con la resistencia del gobernador del Estado, Faubus, que se oponía al cumplimiento de lo acordado por el Tribunal Supremo. Fue un eslabón de gran importancia en el largo y penoso camino de la emancipación igualitarla de los ciudadanos de color de la Unión.
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