Little Richard: el melocotón de Georgia
El ‘gran emancipador’ no supo emanciparse a sí mismo
Coincidí con Little Richard en la que creo fue su única aparición en España: en 2005 actuó como cabecera de cartel en Crossroad, festival muy rockero celebrado en los alrededores de Gijón. Allí trajo de cabeza a los organizadores: pidió que se le abriera alguna ermita, para que pudiera rezar en soledad. Imposible, le respondieron. Sí aceptaron otra de sus exigencias: que un coche le llevara desde su camerino al escenario, a unos 300 metros. Podía parecer una muestra de divismo pero tenía sentido: en plena noche, por un terreno accidentado, el recorrido suponía un riesgo para alguien con problemas de movilidad (años después, terminaría atado a una silla de ruedas). Y cumplió: ofreció un buen concierto, nada que ver con la desidia a la que nos tenía habituados un coetáneo suyo, Chuck Berry.
Se ha estrenado en cines españoles Little Richard. I am Everything, un vibrante documental cargado de tesis. La primera, que Little Richard fue el inventor del rock & roll, aunque él prefería describirse como “el arquitecto”. En realidad, lo que llamamos rock & roll abarcaba media docena de torrentes muy diferentes, que confluían en un río tumultuoso vendido por los medios y la industria musical, a mediados de los cincuenta, como una tendencia exclusiva para “la juventud”. Sin negar, por supuesto, que la tendencia encabezada por Little Richard resultaba particularmente frenética y embriagadora. Tan explosiva, en aullidos y castigo al piano, que arrastró a los relajados instrumentistas de Nueva Orleans, en su estreno para el sello Specialty, con su grito insurgente: “Auanbabulubabalambambú”.
La segunda proposición tiene menos discusión: Little Richard fue vampirizado por artistas blancos, especialmente por un atildado vocalista llamado Pat Boone. Lo cual no resultó necesariamente negativo: las versiones realizadas por los Beatles facilitarían el renacimiento comercial de Little Richard tras sus estériles años como cantante religioso. Se puede afirmar que esa apropiación ha caracterizado a toda la historia del pop. Ahora mismo, domina lo urban y muchos de sus practicantes desconocen que la palabra, más allá de su sentido geográfico, es un eufemismo del marketing estadounidense para referirse a los consumidores de los barrios afroamericanos y, de rebote, a sus expresiones musicales.
El documental de Lisa Cortés, Little Richard. I am Everything, lanza una tercera propuesta: que fue el pionero de lo queer. Eso se hacía evidente en los países donde actuaba… y no tanto en el resto del mundo, dado que parecía estar cantando a una serie de mujeres extravagantes, desde Good Golly Miss Molly a Long Tall Sally. En su tierra, el apodo de “the Georgia peach” (el melocotón de Georgia) era un guiño a sus preferencias sexuales. Little Richard lo complicaba al oscilar entre el alarde y la negación de su naturaleza gay, para la que no encontraba sustento en las páginas de la Biblia.
Que una loca se transformara en predicador nos resultaba muy exótico. Ignorábamos, claro, el papel central de las iglesias en la cohesión de la minoría negra, que mostraba un alto grado de tolerancia ante sus pastores y evangelistas, incluso si eran personalidades tan excesivas como Little Richard. El drama, como remacha el documental, es que, en términos históricos, fue un gran emancipador. Pero no supo emanciparse a si mismo.
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