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Nueva Orleans, la ciudad que nunca deja de sonar

Viaje al espíritu del territorio donde nació el jazz moderno hace un siglo con una grabación del gran Louis Armstrong y en el que el ritmo es algo de todos, de cada vecino y vecindario. Cantera de grandes músicos, muchos jóvenes compositores e instrumentistas siguen llegando a sus orillas para absorber su magia

Nueva Orleans
Dwayne Finadouchi Finnie, trombonista de Big 6 Brass Band, toca su instrumento en el Super Sunday.Camille Farrah Lenain
Fernando Navarro

El glorioso fantasma de Louis Armstrong recorre su ciudad natal, Nueva Orleans, como un espectro del presente más que como uno del pasado. Big Tuba es una viva muestra de ello. “¡Sopla fuerte, tío! ¡Queremos oírte!”. El grito sale como un escupitajo de fuego de algún lado imposible de la Avenida Claiborne, la más importante de la ciudad, por donde ahora están bailando y desfilando decenas de personas al ritmo endiablado de una brass band, esa particularísima banda callejera tan propia de Nueva Orleans, formada por instrumentos de viento y una pequeña sección de percusión, puro goce de jazz popular. “Vamos, cariño, ¡suéltate!”, añade otra mujer. Ataviado con una sudadera negra y unos vaqueros roídos, Big Tuba lleva escondidos sus ojos tras unas gafas de sol y sonríe. Luego, se despereza en un santiamén y se erige con cierta dignidad chulesca. Ante la atenta mirada de todos, se lleva el instrumento a la boca y sopla como un dragón llegado de los pantanos de Luisiana. El cielo se encoge y se estira al aliento de sus pulmones. La multitud enloquece en el instante en que la orquesta callejera le acompaña. Con sus mofletes hinchándose como globos pletóricos, cualquiera diría que Big Tuba esté poseído por Louis Armstrong.

Hace un siglo se celebraba una efeméride importante en el mundo de la música: Satchmo, apodo con el que se conocía a Louis Armstrong, registraba su primera grabación oficial, Froggie Moore, y daba a conocer el estilo de Nueva Orleans, vigente hasta nuestros días en la inmensa narrativa del jazz. La grabación no fue en esta ciudad -tuvo lugar en Richmond, Indiana, el 6 de abril de 1923-, pero sí bajo el empuje impresionante de un lugar que no ha parado de dar músicos de enorme calidad desde que se convirtió a principios del siglo XX en la gran meca musical de Estados Unidos. Big Tuba es uno de ellos. Uno de un ejército anónimo, sin fama y que disfruta de la experiencia de la música en comunidad. Así empezó Armstrong, a la postre la primera gran estrella del jazz y uno de los artistas más trascendentales de la música popular de todos los tiempos. Y, como él, empezaron miles en Nueva Orleans. “Si amas la música, entonces, amas Nueva Orleans. Es una lógica que nadie discute”, asegura Aurora Nealand, una clarinetista y saxofonista de 42 años que es uno de los nombres más solicitados en el circuito de salas. Cien años después de aquella mítica grabación que impulsó a Armstrong y al jazz, la ciudad a orillas del Misisipi sigue sonando con fuerza. Si bien ha cambiado con el paso de las décadas y su casco histórico está lejos de aquel legendario Storyville, espacio de juego, perdición, crimen y vicio donde se crio el trompetista más famoso de la historia, no lo ha hecho tanto su esencia, ese perfume exótico y extraordinario que atrae cada año a cientos de músicos a tocar en sus bares y que la mantiene, más allá de los turistas invasivos, las despedidas de soltero, la dejadez administrativa y la violencia en las calles, como un verdadero crisol musical.

Louis Armstrong rodeado de niños, en una imagen de archivo.
Louis Armstrong rodeado de niños, en una imagen de archivo.

La fiesta se mantiene en la Avenida Claiborne, rodeada de barbacoas móviles y puestos de bebida fría, mientras Big Tuba sigue soplando con ganas. Su brass band avanza por la calle e impulsa un desfile en el que los niños, elegantes con sus trajes, bailan delante de la sección de vientos, como empapándose de la euforia sonora. Los hombres y las mujeres animan más el cotarro tras la orquesta. Es lo que se conoce como secondline, el cortejo improvisado y festivo que acompaña a la brass band, siempre en primera línea. La tradición, de origen afroamericano, marca que esta segunda línea se hace en los funerales, cuando la banda interpreta música triste mientras se lleva al fallecido hasta el cementerio y, justo después, a la vuelta, se vuelve con música alegre. Sin embargo, esta actividad ha sido asimilada por toda la ciudad y, sin importar el color de piel, se realiza para apoyar a barrios y clubes y fortalecer de esta forma el sentido de comunidad entre los participantes. “Es un signo cultural distintivo de los afrodescendientes, pero ahora también lo es de todo Nueva Orleans”, explica Aurora Nealand, quien forma parte de más de una orquesta y conoce bien el sentimiento de desfiles de la ciudad.

La serie Treme, dirigida por David Simon para HBO, homenajeó a Nueva Orleans tras el desastre del Katrina y puso en órbita más que ninguna otra ficción las señas de esta ciudad. Su primer episodio comienza con una secondline porque es como comenzar una serie de Nueva York sacando su skyline. Son estampas imbatibles. A medida que pasan los capítulos, aparte de mostrar del abandono estatal que sufre la ciudad, Treme rinde un auténtico tributo al alma musical de sus gentes. Nealand sale en un par de episodios haciendo el papel que mejor sabe hacer: el de música todoterreno que toca allí donde la llamen mientras intenta mantener vivo el legado sonoro de la ciudad, ese estilo dixieland que nació mezclando elementos de las bandas negras y blancas a principios de siglo XX y que tanto difundió Louis Armstrong.

Hoy, víspera del día de San José y del también conocido como Súper Domingo, una festividad en la que las tribus afroamericanas toman las calles para reivindicar su pasado cultural y que es la segunda celebración más importante de la ciudad tras el Mardi Gras, esta talentosa y amable clarinetista de mirada encendida tiene hasta seis actuaciones. “Lo mejor de aquí es que hay un compromiso social con la música”, cuenta en el camerino del d.b.a., un local enclavado en la calle Frenchmen, auténtico avispero musical de Nueva Orleans, con garitos con música en directo a ambos lados de la calle. “La mezcla de culturas y tradiciones es una realidad constante”, añade. En ese mismo garito, como en otros cercanos como The Spotted Cat, Blue Nile o The Maison o en otros más lejanos y legendarios como Tipitina’s, toca asiduamente John Papa Gros, uno de los teclistas actuales fundamentales de Nueva Orleans y que mejor defiende el repertorio clásico en relación a la ciudad y la tradición del Mardi Gras. “El secreto de Nueva Orleans es que es una criatura viva que respira”, explica este músico de 56 años. “La música está viva en sus residentes y vecindarios y es un componente activo y vital de la existencia de la ciudad. A medida que el río Misisipi atraviesa la ciudad, la música es la sangre que fluye por sus venas”.

El jazz es un patrimonio inmaterial de Nueva Orleans. De sus calles se formuló buena parte de lo que se dio en llamar hot jazz (jazz caliente), actualmente entendido como jazz tradicional, y que en su día se refería a esa forma de tocar con pasión e improvisación, rompiendo los esquemas rígidos de la herencia occidental venida de la música clásica. Cuando en 1923 Louis Armstrong grabó Froggie Moore, registraba su primera canción que, en el fondo, era ya una composición tradicional de la ciudad. Años antes ya la tocaba con asiduidad Jerry Roll Morton, pianista original de Nueva Orleans y conocido como el “padrino del jazz”. Nueva Orleans estaba en todo porque, de hecho, Armstrong se había sumado a la Creole Jazz Band, la orquesta de King Oliver, otro músico salido de la metrópoli. El trompetista aportó su talento a la corneta, pero se permitió una libertad rítmica en los últimos compases.

De esta forma, quedaba para la historia la primera prueba sonora de Armstrong y además se daba a conocer el estilo de Nueva Orleans, un modo único de encarar la música que tiene que ver con la improvisación colectiva, es decir, con una manera en la que la gente se une y muestra fuerza con algo compartido que, llevado por la espontaneidad y el sentimiento de libertad, es más poderoso que el individuo. “La música es comunicación, es una conversación. La improvisación es el lenguaje de nuestra música. Se puede expresar verbal o musicalmente. Comenzó con los tambores en Congo Square, pasó a las bandas en las calles de Nueva Orleans y se convirtió en el dialecto del jazz. Aquí, podemos improvisar armónica y rítmicamente, lo que lleva a conversaciones muy interesantes y convincentes”, cuenta John Papa Gros. A lo que Aurora Nealand añade: “Es un verdadero sentimiento de comunidad”.

A día de hoy, la improvisación colectiva es lo que se defiende en el Preservation Hall, una sala de conciertos que busca preservar el jazz tradicional, y sobre todo habita las calles de Nueva Orleans como el olor a marihuana se respira en cada esquina del Barrio Francés: está presente, aunque nadie hable de ello. Las brass bands son el mejor ejemplo, pero también las distintas orquestas en las que toca Aurora Needland, las formaciones de garitos a las que John Papa Gros suma su órgano incendiario o las bandas callejeras como Tuba Skinny, que se inspira en los sonidos de los años treinta y cuarenta. A este grupo se les puede ver por distintas localizaciones del centro histórico. “Más que cualquier otra ciudad importante de los Estados Unidos, Nueva Orleans tiene una verdadera tradición de música folclórica que se transmite de generación en generación. Esto se ve especialmente en las bandas de música de Nueva Orleans y en el jazz tradicional”, explica Max Bien Kahn, miembro de Tuba Skinny. Este espíritu de improvisación en pandilla que se transmite como una herencia genética acaba por crear una idiosincrasia inimitable para la ciudad, donde existe un dicho: “Un músico no se levanta para ir a un concierto de jazz, pero sí para tocar con otros músicos”.

Aurora Nealand, Pete Olynciw y Michael Ward-Bergeman, músicos de jazz afincados en la ciudad, tocan en el club d.b.a.
Aurora Nealand, Pete Olynciw y Michael Ward-Bergeman, músicos de jazz afincados en la ciudad, tocan en el club d.b.a.Camille Farrah Lenain

Max Bien Kahn, de 37 años, sabe de este dicho. Aparte de formar parte de Tuba Skinny, suele juntarse con otros colegas de otros estilos para tocar y experimentar. Es una filosofía que mueve a la mayoría de los músicos de la ciudad. Actualmente, existe una escena poco conocida más allá de los límites del río Misisipi y que está en plena ebullición: jóvenes que reivindican la música de raíces blanca con los valores de Nueva Orleans. Uno de los más destacados es Duff Thompson, quien, procedente de Canadá, puso en marcha junto con su pareja Steph Green el sello discográfico Mashed Potato Records con el fin de capturar a esta comunidad de artistas que trabajan exclusivamente con equipos e instrumentos antiguos y bajo ese espíritu de improvisación colectiva llevado al folk. Como aquellos primeros hípsters a los que puso nombre y definió el escritor Norman Mailer, es decir, esos blancos universitarios que se enamoraron del jazz de Nueva York en los años cincuenta, ahora esta efervescente comunidad de músicos blancos está enamorada del pasado sonoro de Nueva Orleans. Un pasado que parte de su jazz, pero que se despliega en más de una dirección hasta alcanzar varios estilos como el folk, el country o el cajun, un género propio de un estado tan rico sonoramente como Lousiana.

Gina Leslie tiene 31 años, viene de Colorado y forma parte de esta comunidad de fascinados. Ha grabado para Mashed Potato Records, como Max Bien Kahn. Pasó la mayor parte de sus años formativos descalza en festivales de bluegrass con sus padres y llegó a Nueva Orleans con una tradición musical muy diferente al jazz: country con violines y mandolinas. No fue problema. Dice que la ciudad está abierta a todo lo que tenga respeto por el pasado: “La filosofía de aquí es extraordinaria: preservar el pasado para hacer algo nuevo. Hay libertad de creación en el presente”. Leslie toca actualmente en siete bandas y afirma que muchos amigos están como ella: “Hay un espíritu de compartir y colaborar. Hay mucha gente tocando en varias bandas a la vez. Nos apoyamos unos a otros. A esta ciudad no se viene a estudiar un master ni a meterse en aulas. Se viene a conocer gente e ir a bares”.

De izquierda a derecha, Howe Pearson, Gina Leslie y Max Bien Kahn, músicos de folk, en el estudio de grabación del sello Mashed Potato, en la calle Deslonde.
De izquierda a derecha, Howe Pearson, Gina Leslie y Max Bien Kahn, músicos de folk, en el estudio de grabación del sello Mashed Potato, en la calle Deslonde. Camille Farrah Lenain

Con este propósito, Duff Thompson y Sam Doores montaron un estudio de grabación casero en una de las partes pobres de la ciudad, que recuerda al legendario estudio de grabación de Cosimo Matassa en el centro de la ciudad y que definió lo que se llamó “el rock’n’roll de Nueva Orleans” con grabaciones de Fats Domino, Little Richard, Lloyd Price o Huey Piano Smith, entre otros. El estudio-cabaña está en la calle Deslonde, que da nombre a la banda de Sam Doores, The Deslondes. Está en la parte baja de Nueva Orleans, en la desembocadura del río Misisipi, un área conocida como Lower Ninth Ward, que se hizo bastante conocida por ser la más afectada por el huracán Katrina en 2005. Allí vivía Fats Domino, uno de los grandes pianistas de la ciudad y al que se le dio por desaparecido durante días cuando sucedió la tragedia. Hoy, esta zona refleja muchas de las carencias actuales de Nueva Orleans con carreteras repletas de socavones, casas con los tejados aún sin reparar, jardines sin cuidar y alumbrado deficiente en las calles. Sin embargo, es el lugar donde descansa el estudio de esta comunidad de músicos entusiastas por su tradición sonora. Y la música, pese a un panorama social triste, no deja de sonar. “La comunidad lo es todo aquí. La música es lo que más hace porque todos nos cuidemos unos a otros”, remarca Max Bien Kahn.


La pobreza y la desigualdad son dos de los males más evidentes de Nueva Orleans. En semáforos, esquinas, puertas de los comercios y debajo de los puentes, no cuesta ver a vagabundos víctimas del alcohol y las drogas. Esta ciudad, que no alcanza los 390.000 habitantes, tiene una de las tasas más altas de asesinatos de Estados Unidos y de toda la región norteamericana, con cifras similares a las que se contemplan en México. Los mismos músicos que hacen felices a los turistas y los curiosos en los bares son los primeros en avisar de que, por la noche, mejor no andar por según que barrios. “Hay zonas en las que conviene ir con cuidado. Incluso Treme, un barrio que ahora ya es más seguro y atrae a turistas, puede ser peligroso por las noches”, explica Jebney Lewis, músico vecino de Treme y que habla un perfecto español gracias a que vivió muchos años en Honduras. Este multiinstrumentista siempre está a disposición de las bandas que le llaman y siempre tiene trabajo, pero ahora también lidera un proyecto llamado Canoa, una asociación que busca convertirse en una alternativa a los problemas de las calles y destinada especialmente a “todas las comunidades en diáspora del Caribe”, las más frágiles en relación a la pobreza.

Esta especie de laboratorio cultural tiene un local en el barrio de ByWater, donde se busca impulsar el intercambio de experiencias, ideas y conocimientos con charlas, talleres, obras de teatro, conciertos, programas de podcast y salones de baile. “La idea de la pista de baile encierra varias cosas importantes: la gente se divierte y tiene contacto físico y espiritual. Tiene, por tanto, un factor simbólico. Conoce otro tipo de cultura a la estadounidense y que tiene que ver con el Caribe y con Nueva Orleans”, cuenta el cubano Tomás Montoya, que fundó el festival de cine documental de Santiago de Cuba y es socio de Jebney Lewis en Canoa. Cuando Montoya llegó a Nueva Orleans hace casi dos décadas, se sintió “en casa”. “Me recordaba a Santiago de Cuba y eso no me pasaba en Miami. Porque en Estados Unidos la gente no se mira a los ojos. En cambio, en Nueva Orleans sí. Hay una cultura fuera de las casas y de los centros comerciales, pero, a decir verdad, la gente de Nueva Orleans no entiende qué es lo caribeño”. Lewis incide sobre esto: “Realmente, Nueva Orleans es la ciudad más al norte del Caribe. Por eso, siempre ha sido el centro cultural de la diáspora del Caribe. Nuestro objetivo con Canoa es elevar la conciencia de la ciudad con respecto a este legado caribeño, que se refleja mucho en la música”.

Pedro Guity, percusionista de la comunidad garífuna.
Pedro Guity, percusionista de la comunidad garífuna.Camille Farrah Lenain

Desde Canoa se está impulsando mucho dar a conocer parte de este rico legado como el que representa la cultura garífuna. Poca gente sabe que la comunidad de inmigrantes más grande de Nueva Orleans actualmente es la procedente de Honduras, país al que pertenece la etnia garífuna, descendiente de africanos y aborígenes caribeños y arahuacos. Al oeste de Nueva Orleans, en otras de las zonas más pobres de la ciudad, se concentra la mayoría de la población garífuna. Allí, en una casa donde abundan los trastos, reside Pedro Guity, un hondureño que ejerce de pintor y a sus 37 años ya es abuelo, pero que se le conoce entre los suyos como un increíble percusionista al frente de Grupo Yurumeina, un combo de sonidos raíces hondureños como la parranda, el fetu y el máscaro. “Empecé a tocar con seis años con latas de leche porque me enseñaba mi papá en Honduras. La cultura garífuna se transmite de padres a hijos y está basada en el tambor”, explica. Grupo Yurumeina es un grupo de 12 músicos con tambores, congas, timbales y maracas. “Cuando llegué a Nueva Orleans, pensé que estaba en mi pueblo. Nuestra comunidad tiene mucho ambiente parecido al de esta ciudad, aunque nosotros le damos punta, que es como le llamamos a nuestro ritmo y que viene de las antiguas danzas tradicionales indígenas”. En la cultura garífuna, decir que una canción tiene punta es como decir que tiene hot en el jazz. O, como se fue diciendo más adelante entre jazzmen más modernos, tiene swing o groove. Es decir, tiene sabor, toque, algo especial que agita los esqueletos. “Sin baile, la música no tiene mucha lógica”, sentencia Guity.

El latido caribeño se guarda en Nueva Orleans a la vista de todos con sus casas coloridas, pintadas con orgullo y originalidad por sus dueños. También en su música variada y vibrante en la que el factor festivo conecta lo físico y lo espiritual. La ciudad es como una inmensa orquesta comunitaria donde todo el mundo puede participar en el ritmo callejero. Una de las raíces del gran árbol del jazz de Nueva Orleans viene de la cultura refinada francesa haitiana y su conexión actual existe, pero apenas se conoce y difunde. “La música de Haití y Nueva Orleans son como dos primas que crecen paralelamente, pero deberían jugar juntas más. Hay mucho que compartir entre ambas músicas. Al igual que ha pasado con Nueva Orleans y el folk de Luisiana, debería haber más intercambios y mezclas”, comenta la cantante y compositora Sabine McCalla, quien, después de vivir en Nueva York, eligió residir en Nueva Orleans por “toda su apasionante historia musical”. Sabine McCalla, de 33 años, es la hermana pequeña de Leyla McCalla, una chelista de creciente prestigio internacional que también está asentada en la ciudad y combina música clásica con jazz de reminiscencias haitianas.

La cantante Sabine McCalla, de origen haitiano.
La cantante Sabine McCalla, de origen haitiano.Camille Farrah Lenain

Ambas tratan de dar a conocer el legado de Haití en el jazz e incluso el pop y representan otra posibilidad actual en la que el pasado y el presente conviven con talento. “Una sabe que Nueva Orleans es la ciudad de la música, pero no se imagina qué clase de música se respira”, confiesa la pequeña de las hermanas McCalla. “Nueva Orleans no es negocio. Es sensibilidad. Aquí no se viene a vender como en Nashville o Los Ángeles. El aspecto comercial se olvida porque todo el mundo está pensando más en tocar, aprender más cosas o enseñárselas a los demás”. Gente de este estilo es la que forma el grupo R.A.M., una impresionante formación en la que los antiguos tambores folclóricos se entrelazan con melodías caribeñas y riffs de guitarra punk. R.A.M. se ha convertido en la última sensación en la ciudad y Sabine McCalla califica a la banda como “los Beatles de Haití”.

Sea de Haití, Honduras o cualquier otra parte del Caribe, el pasado resuena en cada rincón de Nueva Orleans. Sus herencias africana, francesa, portuguesa y española se dejan ver en la interesantísima gastronomía local, que fusiona la criolla y la cajun en platos como jambalaya, gumbo, po’boy, muffuletta o etouffee de cangrejo, pero también se percibe en sus calles. Y un pasado brilla con fuerza propia: el español. Nueva Orleans perteneció a España entre 1763 y 1803. El centro de la ciudad desprende un particularísimo aire andaluz en su arquitectura. Jackson Square, quizá la plaza más importante, remite a las colonias españolas con la majestuosidad del Cabildo y el Presbístero mientras muchas cerámicas de azulejos se recogen por las calles del Barrio Francés para dar cuenta del pasado español bajo el reinado de los Borbones. Y hay otro pasado que no se ve y está presente. Al igual que la ciudad marca conexiones emocionales con la herencia española, el jazz neoorleanés esconde un impulso español en el flamenco. Como bien explicó el músico Santiago Auserón en su ensayo El ritmo perdido, el flamenco guarda una herencia norteafricana y su compás viajó hasta el Caribe en tiempos del Imperio español para fusionarse con los ritmos de los esclavos africanos. La fusión, como un plato perfecto y sabrosísimo, se ha cocinado durante siglos hasta el punto de que jazzmen y flamencos comparten un mismo lenguaje de las esencias. Cuando unos y otros se encuentran, quedan impresionados por las conexiones y las posibilidades de desarrollo artístico.

Esta simbiosis es bien conocida por María José Salmerón, presidenta de la Peña La Pepa, una asociación flamenca con un tablao en la zona alta de la ciudad donde se hacen presentaciones, bailes y eventos. La Pepa se abrió inspirada en el antiguo Chateau Flamenco, el tablao que en 1966 inauguraron los bailaores Ciro y Rosa Montoya y que cerró en 1974. “Ni el jazz ni el flamenco fueron cosas que empezaron a pasar en el siglo XIX. No. Es un viaje de ida y vuelta durante siglos. Jazz y flamenco son artes de transmisión. Nueva Orleans tiene mucho que ver con esta transmisión, pero nadie lo ha escarbado y siempre se ha querido borrar todo lo que tiene que ver con los indígenas y los gitanos”, asegura María José Salmerón, quien ve similitudes en la forma de sentir la música entre Nueva Orleans y su “querida Jerez de la Frontera”. “Todo tiene que ver con el sentimiento. Se comunica desde ahí”.

María José Salmerón, directora de Peña La Pepa, dedicada al flamenco.
María José Salmerón, directora de Peña La Pepa, dedicada al flamenco.Camille Farrah Lenain

La música lo cubre todo. Nueva Orleans se siente como una canción que no se acaba. Sus fantasmas musicales habitan sus calles como en un conjuro vudú. “Allí donde pongas el oído hay música, pero lo mejor es que hubo antes mucha más de la que se pueda imaginar y eso la convierte en mágica”, dice John Papa Gros. Muchos de estos fantasmas vuelan entre un garito y otro, entre un concierto y otro: Fats Domino, Louis Prima, Professor Longhair, Allen Toussaint, Lee Dorsey, Ernie K-Doe, Dr. John… Los fantasmas vuelan mientras todavía resisten figuras emblemáticas que son parte del lugar como Irma Thomas, Kermit Ruffins o Trombone Shorty. El conjuro es tan grande que envuelve a toda la ciudad y tan poderoso que ni la pobreza ni la violencia callejera pueden detener la música. “Esta ciudad es una celebración de la vida a través de la música”, afirma Sabine McCalla.

Los murales de Claiborne que recuerdan el pasado de la ciudad.
Los murales de Claiborne que recuerdan el pasado de la ciudad.Camille Farrah Lenain

Una celebración que, hace un siglo, tuvo su primer registro sonoro cuando Louis Armstrong sopló su trompeta y quedó grabada para la eternidad. Hoy, le toca el turno a Big Tuba, que sigue desfilando por la Avenida Claiborne, o a los cientos de músicos que habitan sus calles como auténticos perseguidores del momento, del gran momento, ese instante en el que todo es perfecto. Y lo es porque se hace en comunidad y, como por arte de un hechizo, los fantasmas del pasado danzan con aquellos que los invocan. Entonces, solo entonces cuando te atraviesa el sonido, se llega a la única conclusión posible: como la mejor música, Nueva Orleans solo se entiende en presente.


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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural, especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Ejerce de crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros Acordes Rotos, Martha, Maneras de vivir y Todo lo que importa sucede en las canciones. Es de Madrid.

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