Una generación de escritores se rebela contra el lenguaje estándar y recupera la oralidad en su literatura
Autores nacidos en los noventa han optado por los localismos de sus orígenes, ajenos a veces a la corrección gramatical estandarizada


La literatura es un territorio común y más aún el español, el idioma que une a más de 500 millones de personas, pero también la autopista en la que caben cabriolas y localismos hasta el infinito. Autores nacidos en los noventa como Luis Mario (Suances, Cantabria, 33 años), David Uclés (Úbeda, Jaén, 35 años) o Greta García (Sevilla, 33 años) han avanzado en la estela de Andrea Abreu, la joven de 30 años de Icod de los Vinos, Tenerife, que rompió los esquemas en 2020 con Panza de burro (Barrett), una fiesta verbal del lenguaje que no está en los diccionarios y que se ríe de lo normativo.
¿Estamos hartos de lo global, de lo común, de todo lo que nos unifica, de una especie de literatura de Zara y Starbucks que busca la homogeneidad? Acaso hay algo de esto en la confluencia de estos autores que han optado por recuperar la oralidad de sus mayores y el habla local que mamaron en sus pueblos y barrios. “Hoy sabemos desinstalar una app o montar un vídeo, pero no plantar patatas o calcular las cabañuelas”, confiesa David Uclés, catapultado a los mejores puestos de la literatura de 2024 con La península de las casas vacías (Siruela). “Yo intento que mi lenguaje literario sea lírico, pero no lo recargo en exceso para no ponerme de espaldas al lenguaje que usa mi sociedad. La lengua es un instrumento de comunicación, no la concibo como herramienta para obstaculizar el ritmo de una lectura. Los diálogos de La península... sí son costumbristas, rurales y, buena parte de ellos, andaluces, aunque también manchegos, gallegos, catalanes, vascos…. Intenté reflejar los distintos lenguajes peninsulares para crear una mayor sensación de viaje íbero”.
Inés Fernández-Ordóñez, filóloga y académica de la RAE, constata que el acceso a la educación y a los modelos difundidos por los medios y las redes está detrás de la tendencia global a perder los rasgos dialectales. “Sin embargo, los dialectos persisten. Esos rasgos son marcadores identitarios grupales que cumplen una función en sus comunidades”.
Convertir lo local en alta literatura
Andrea Abreu, que vivió el huracán de la fama tras su Panza de burro, no quiere hablar por estar inmersa en la escritura de su siguiente novela, pero sí lo hace Sabina Urraca, su editora, que niega que su lenguaje sea canarismo, es otra cosa. “Llamarlo así es trazo grueso, simplificar demasiado. En cada isla canaria o en cada barrio germina una jerga. El lenguaje de Panza de Burro ni siquiera es el de Andrea. Es la voz narradora, una construcción apoyada en el habla de su zona”, asegura Urraca. “Las palabras se construyen en función de la vida y todo lo que sea acotar o etiquetar no me interesa absolutamente nada”.
La editora, ella misma autora de libros como Las niñas prodigio o El celo, suma otros nombres a este nuevo escenario de autoras y autores de los noventa capaces de convertir lo local en alta literatura: desde Aida González Rossi (Tenerife, 1995) con Leche condensada y “un lenguaje absolutamente particular, una mezcla del habla de una zona, época y un grupo muy concreto de niñas con la voz poética de Aida y el lenguaje de videojuego, muy importante en un libro”; hasta Claudia Muñiz y su Romcom, una cubana que mezcla su lenguaje de origen y “lo mixtura alegremente con el inglés y el madrileño”, dice Urraca, o Andrea Genovart (Barcelona, 32 años), Alberto Cortés y la ya citada Greta García.
En su caso, Sabina Urraca, con etapas en su San Sebastián natal, Canarias y Madrid, “las variaciones lingüísticas siempre me ha fascinado”. “Como escritora o editora, no hay más reglas que las propias del juego que establece cada libro. Y cada vez hay más gente que ha comprendido esto y, que se lanza al juego”.
Así es como la mejor literatura reciente se ha llenado de “estregarse, esperruñar o macaneo” de Andrea Abreu; de “si habría… la dije o cagonsos” del cántabro Luis Mario; de supersticiones pueblerinas y cosechas de garbanzos a base de pimpirinetes, bambolá, metijón y “ni pa ti ni pa mí”; o el “metérmelo to” de Greta García en Solo quería bailar (Tránsito).
Las convenciones y lo vulgar
¿Peligro de vulgaridad a la vista? “Lo vulgar depende de las convenciones sociales y lo que otrora fue vulgar o poco prestigioso con el tiempo puede ser valorado y alcanzar la escritura”, afirma Fernández-Ordóñez. “En el caso de esta novela [Panza de burro] no creo que pueda considerarse vulgar lo que responde a una voluntad literaria de reflejar la oralidad canaria”. Y es esa voluntad de oralidad la que diferencia estas novelas de las que se escriben en dialectos de América Latina o España sin romper las normas.
Y esa también, la intencionalidad, es la diferencia entre el uso vulgar del lenguaje o el uso literario de lo que puede entenderse por vulgaridad. Uclés reconoce que concibió La península de las casas vacías como lo hizo para rescatar precisamente el lenguaje, la cultura y la intrahistoria de la generación rural de los años treinta, en especial de su familia. “Fui una esponja durante casi quince años e intenté capturar historias, costumbres y supersticiones —es decir, la tradición oral— para luego plasmarlas”. Sabina Urraca cree que la literatura en España ha sido “absurdamente normativa hasta hace muy poco”. Y que el resultado es “un lenguaje homogéneo y la pérdida de una riqueza lingüística que en Latinoamérica han tenido clara y han tomado de forma natural desde el principio. En general, en libertad literaria, en Latinoamérica nos dan millones de vueltas”. La corrección, asegura, “no aporta nada, mientras los y las escritoras de América Latina hacen acrobacias fascinantes”.
Luis Mario cree que todo idioma necesita unas normas para entendernos. “Pero se trata de jugar con ellas mientras puedas comunicarte. Si cambias las normas; pero te haces entender, la comunicación sigue siendo tan efectiva o incluso más que un texto técnico”. Y defiende mantener el conocimiento de las raíces. “No para hacer un uso político de ellas, sino para comunicar lo bello. Si algo tradicional tiene atisbo de belleza, es necesario mantener esos nichos, conservarlo siempre que sea un bien común digno de rescatar”.
Sabina Urraca quiere pensar que las mentes se abren y empiezan a sentir curiosidad por cómo hablan otras personas más allá de la preponderancia del inglés. “Hay días que creo que sí, que es posible. Pero una cosa es una moda editorial y otra la visión que tiene el individuo medio de los acentos y los idiolectos de las personas que le rodean. La triste realidad es que estamos traspasados por el inglés, pero nos interesa bien poco la forma de hablar de nuestros vecinos bolivianos, por ejemplo”. En plena huida de lo global, concluye Uclés, “parece que la hiperconectividad que nos ofrecen las redes sociales nos genera un vacío, ¡y resulta tan paradójico! Ya lo dijo Bauman: somos individuos permanentemente conectados pero tremendamente solitarios. Rodeados de ruido y de torrentes de estímulos instantáneos, quizás apreciamos mejor la calma de lo local y lo próximo, del pueblo y del campo”. Los libros de esos autores hacen precisamente este esfuerzo.
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