El momento de Nueva York, la hora de Mamdani
En 2026 los ojos del mundo se posarán sobre su capital oficiosa. Mientras el autoritarismo de Trump avanza, un socialista musulmán, Zohran Mamdani, asumirá la Alcaldía de Nueva York el 1 de enero. De Manhattan a Brooklyn y del Bronx a Queens y Staten Island, recorremos sus cinco distritos para entender cómo respiran los habitantes de esta ciudad orgullosa que se enfrenta a una oportunidad, tal vez la última, de preservar lo que la hace única


El viernes anterior a su sorprendente triunfo en las primarias demócratas a la Alcaldía de Nueva York, Zohran Mamdani echó a andar.
El candidato partió una sofocante noche de junio del punto más al norte de Manhattan y terminó, unas siete horas y casi 26 kilómetros después, en el extremo sur de la isla. Con el paseo, que convirtió en uno de esos vídeos virales que pavimentaron el meteórico ascenso de un político desconocido, nacido en Uganda y miembro del Partido Socialista Democrático de América, Mamdani se propuso probar, además de su talento para la puesta en escena, que estaba dispuesto a escuchar a los neoyorquinos. Decenas, tal vez centenares de ellos, lo pararon durante el camino.



El primer sábado de diciembre, cuando faltaban 26 días para el 1 de enero, jornada en la que Mamdani tomará posesión como el primer alcalde musulmán de la ciudad del 11-S, nosotros también echamos a andar.
La mañana en la que decidimos emular aquel paseo amaneció bajo cero. Fueron en total unos 50.000 pasos sin apenas abandonar Broadway, que ya servía a los indios lenapes como ruta comercial mucho antes de la llegada de los europeos y de las apps de salud. El escritor Nik Cohn la describió siglos después como “el corazón del mundo”. Y aún lo es: la calle corta de oeste a este las grandes avenidas de la isla como un cuchillo que deja al descubierto los estratos del pasado y el presente de Manhattan.

La caminata nos llevó del bullicio en español de Washington Heights, donde un concesionario de coches con amplias miras ofrece también servicios funerarios, al latido negro de Harlem. Y de la tranquilidad del Upper West Side −donde unos repartidores indocumentados de Amazon esperaban instrucciones cerca del apartamento de los padres del alcalde electo, la cineasta india Sami Nair y el académico ugandés Mahmoud Mamdani− al pandemonio turístico y el apocalipsis de imágenes publicitarias de Times Square.
Broadway nos condujo después hasta Wall Street a través del confortable anonimato de Midtown (“A quien desee semejantes premios, Nueva York le ofrecerá el don de la soledad y el don de la privacidad”, escribió el gran ensayista E. B. White), y de lo que queda del Bajo Manhattan después de que lo arrasaran las marcas y los hoteles de lujo, esos estudiantes extranjeros que tiran sin límite de la tarjeta de crédito de sus padres ricos y todas las secuelas posibles de Sexo en Nueva York.





Pasamos por delante del hotel de Donald Trump en una de las esquinas de Central Park y por el número 26 de Federal Plaza, lugar en el que solían cumplirse los sueños de quienes aspiran a la ciudadanía estadounidense, convertido últimamente en escenario de pesadilla para inmigrantes que acuden a cumplir con la ley y son detenidos y desaparecidos por el ICE (el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas de Estados Unidos) como parte del plan de deportaciones masivas del Gobierno.
Perdimos la cuenta de las sucursales bancarias —muchas, casi una en cada esquina, como un recordatorio de quién manda aquí—, de las pizzerías que hace tiempo que, por la inflación, ya no venden porciones por un dólar y de las franquicias que expulsan los negocios con carácter y que desmienten cada día un poco más ese tópico, que tanto gusta a los europeos, de que Nueva York no es Estados Unidos. Si algo pone de acuerdo hoy a este país dividido es la certeza de que uno nunca anda lejos de un café de Starbucks o de un burrito en Chipotle.
Ese paseo fue el comienzo de un viaje de una semana por los cinco distritos que forman Nueva York. Del Manhattan en el que la vida se impone, pese a los ultrarricos y a los turistas, a Brooklyn, el borough más poblado; Queens, de moda porque allí vivía el nuevo alcalde; el Bronx, el hermano pobre, y Staten Island, el único bastión republicano, un trozo de Trump Country en mitad de un vasto territorio demócrata.
El objetivo era entender en qué momento se encuentra y qué preocupa a la ciudad que está a punto de gobernar a sus 34 años Mamdani, cuya sombra salió a nuestro paso por todas partes. Hasta en un concierto de LCD Soundsystem, cuyo líder, James Murphy, salpicó de referencias veladas a las promesas del político la letra de su himno “Nueva York, te quiero, pero me estás dando bajón”. O en Los maricones y sus amigas entre revoluciones, obra de teatro en cartel en la vieja armería de Park Avenue. En ella, la actriz trans que ejerce de maestra de ceremonias hizo reír a la audiencia diciendo: “Veis, esto es lo que os pasa por escoger a un regidor comunista”.


Gracias a un tipo al que pocos conocían hace un año, la atención estará en 2026 puesta en la ciudad más poblada de Estados Unidos, que despierta de una larga y pesada convalecencia de la pandemia. El virus la golpeó especialmente. Después, como lamentó el psicoanalista, escritor y activista antigentrificación Griffin Hansbury, que se hizo un nombre con un blog que firmaba como Jeremiah Moss, “se emprendió un ejercicio de borrado colectivo del trauma” y se perdió “la camaradería y la extraña belleza de esa época en la ciudad”. Tampoco ayudó la extravagante gestión del alcalde Eric Adams, que deja el cargo perdonado por Trump y salpicado por la corrupción.
Moss nos dio un paseo por los vestigios bohemios del East Village, de los que es su gran cronista, y en Ray’s Candy Store, Stella Slotowska, la mujer elegante que atendía el negocio, nos preparó un ponche de huevo igual que lleva haciendo desde los setenta. Como una triste prueba de la teoría de Moss, autor de un elegíaco ensayo titulado El Nueva York que desaparece, un par de semanas después, nos enteramos de la muerte en navidades de Slotowska. Fue un ataque al corazón.
El nuevo año también será el del Mundial de fútbol (del 11 de junio al 19 de julio), cuya final se jugará en el estadio de los Giants y los Jets. Y aunque esa parte no quite el sueño a muchos de sus vecinos, sí preocupa a su nuevo alcalde, que es seguramente el primero de la historia con una verdadera pasión por el soccer y el único, de eso no hay duda, que además es accionista del Oviedo.
Podría ser también ese trascendental momento en el que los neoyorquinos se vean obligados a probar su espíritu de resistencia ante Trump, uno de los suyos, si este, como ha hecho en otras ciudades, manda a la Guardia Nacional, eventualidad para la que todos estaban preparados aquí hasta que, tras meses de ataques cruzados, alcalde electo y presidente se reunieron al fin en noviembre. Fue el día en el que sorprendieron al mundo con la retransmisión en directo desde el Despacho Oval de una explosión de amor fraterno.
Aquella sorpresa puso de moda un nuevo deporte en Nueva York: el (sobre)análisis de lo que pasó entonces en la Casa Blanca. Fue, dice Moss, “como saber que tu papá te ha perdonado, que ya no está enfadado contigo”. “Con la salvedad”, añade, “de que papá Trump”, que amenazó a la ciudad con represalias si no votaba por su candidato, el exgobernador demócrata Andrew Cuomo, “se comporta como un alcohólico; puede ser amable y cariñoso en un momento, y terriblemente cruel al siguiente”.
La escritora mexicano-estadounidense Valeria Luiselli no descarta la vuelta de esa crueldad, ni que estén dejando la ciudad en la que vive desde hace 20 años para el final, porque quieren que esta sirva de “doctorado en la carrera autoritaria del presidente”. “Nueva York es una ciudad rebelde, y, teniendo en cuenta su mancha urbana y según quedó demostrado durante los disturbios que siguieron al asesinato de George Floyd [en plena pandemia], esta no será tan fácil tomarla como han sido otras”, nos advirtió en su estudio en Harlem la autora de un ensayo (Los niños perdidos) y de una brillante novela (Desierto sonoro) sobre la cruel política de migratoria de la primera presidencia de Trump.
La caminata de Mamdani por Manhattan acabó, como la nuestra, en la terminal de ferri a Staten Island. Aunque él no lo tomó, y eso que la vieja barcaza lleva gratis a sus pasajeros, una mezcla de turistas despistados y trabajadores somnolientos, a otro mundo.
El candidato acabó visitando la isla en agosto, “más por tacharla de la lista que por otra cosa”, según Richard Flanagan, profesor de política local en la universidad pública de Staten Island. El día de nuestra visita, una pareja de policías de Nueva York había puesto una mesa en uno de sus comedores para reclutar alumnos para el cuerpo, casi un ejército con más de 30.000 agentes. “A veces hay suerte”, dijo uno de ellos, mientras su compañera mataba el tiempo mirando el móvil.
Lo que distingue a este borough, el único donde no venció Mamdani, del resto se resume en su propia insularidad. No estuvo conectado por carretera con el continente hasta la construcción del puente Verrazano en los sesenta. A principios de los noventa, llegó a amagar con la secesión. Con medio millón de habitantes, es el trozo de la ciudad menos densamente poblado, debido al uso del suelo, “más suburbano”, que hace que muchos de los que se mudan aquí –tierra de propietarios y no tanto de alquileres– lo hagan buscando “más espacio por menos dinero y tal vez un poco de jardín”, advierte Flanagan.
El ambiente de la isla recuerda vagamente a Los Soprano. Hay muchos policías. Y bomberos como Frank Pelegrino, al que encontramos paseando a su perro Kevin. Compartió su “desprecio” por Trump y nos enseñó la foto plastificada que lleva en la cartera de su primo, también bombero, caído en el 11-S, día en el que a Pellegrino le tocaba librar.
A Staten Island lo suelen llamar el “condado olvidado”, aunque para Eddie Monahan representa más bien “el Nueva York auténtico”. Simpatizante del presidente estadounidense, nació en este rincón de la ciudad, que puede ser un gran desconocido para muchos de sus vecinos, pero es famoso entre los aficionados al rap (Mamdani incluido) por haberles dado a uno de sus grandes grupos, Wu-Tang Clan. Sus miembros son honrados al norte, en un mural que es una de las atracciones turísticas de su barrio negro. Allí acudimos guiados por un tipo llamado Daniel Speller, que, a bordo del ferri, nos instruyó sobre la “larga historia” afroamericana de la isla, que se remonta a tiempos en los que la abolicionista Harriet Tubman la convirtió en una parada del ferrocarril subterráneo que conducía a la libertad a los esclavos.


“Este es el único lugar en el que los niños juegan juntos en la calle. ¿Y el acento neoyorquino? Tampoco existe ya fuera de aquí”, nos dijo después Monahan, que se mostró “orgulloso de sonar como Al Pacino, Robert De Niro, Pedro Picapiedra y el Pájaro Loco” durante una conversación constantemente interrumpida para dar la bienvenida a los clientes del negocio que abrió hace un par de años en la parte sur de Staten Island.
Monahan vende comida italiana y bocadillos inspirados en la cultura pop entre carteles en recuerdo del activista trumpista asesinado Charlie Kirk y provocadores chistes antiwoke como “Black Olives Matter” (las aceitunas negras importan). Monahan, que tiene un pasado en Wall Street y en el negocio de las tiendas porno, cree que Mamdani será “un desastre para Nueva York desde el punto de vista económico” y que ahondará en “la pérdida de la verdadera identidad de la ciudad”.



El rabino Daniel Schonbuch había ido el día anterior mucho más allá durante un paseo por la parte judía ortodoxa de Crown Heights, en Brooklyn, que terminó en una sinagoga, cuartel general del movimiento jasídico transnacional Habad-Jelavich, donde decenas de muchachos estudiaban con ahínco la Torá. “Es alguien peligroso”, dijo Schonbuch de Mamdani. “En la universidad fundó una organización antiisraelí, antisemita y pro-Hamás, y sus políticas para desfinanciar la policía son muy graves en una ciudad con una violencia tremenda. Es un extremista de izquierda, un comunista”.
A Schonbuch no le convence que haya condenado repetidamente actos de antisemitismo, que haya moderado su discurso con respecto a la policía, o que vaya a mantener a su jefa, Jessica Tisch, que ha logrado mejorar los números de delincuencia (mucho más bajos, en cualquier caso, que los de hace décadas). Tampoco compra esos cambios de idea otro rabino, el conservador Pesach Wolicki, que recuerda que Mamdani es chií, “la rama más radical y antioccidental del islam”. Wolicki tiene robustos vínculos con el mundo MAGA.

Cuando Schonbuch se despidió prometiendo que seguirá en pie de guerra con el nuevo alcalde, uno de entre las decenas de jóvenes de la sinagoga se acercó moviendo la cabeza y dijo: “El rabino debería dejarse de esas cosas. ¿Sabe usted que es uno de los mayores expertos del mundo en [el psiquiatra, superviviente del Holocausto] Viktor Frankl? No sé por qué tiene que distraerse con la política. El antisemitismo siempre estará ahí, va y viene, no se puede hacer nada contra él”.
Lo cierto es que Mamdani, que ha prometido que detendrá al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, si pone un pie en Nueva York, cosechó en las urnas el 33% del voto judío, aunque Schonbuch lo achaca a que fueron los “judíos asimilados” los que lo apoyaron, “izquierdistas con estudios universitarios”. Lo que parece claro es que no es posible entender el triunfo del primer alcalde musulmán sin el cambio registrado en la opinión pública estadounidense sobre la brutal guerra en directo de Israel en Gaza, de la que el candidato es uno de sus más firmes críticos, ni sin el efecto movilizador que tuvo, sobre todo entre los más jóvenes, la represión de las acampadas propalestinas en la Universidad de Columbia.
La incursión judía en Crown Heights fue solo una prueba de que Brooklyn, con sus 2,7 millones de habitantes y sus vertiginosos cambios poblacionales, se comporta, más que como un distrito de Nueva York, como una representación a escala del mundo y como un gigantesco contenedor de universos paralelos. No tan lejos de los dominios del rabino Schonbuch aguardan los ultraortodoxos satmar de Williamsburg. Son antisionistas, y suelen atraer todas las miradas en las manifestaciones propalestinas.
Cerca de allí, en Bed-Stuy, está la mezquita Al Atqwa, cuyo imam, Siraj Wahhaj, se convirtió en uno de los protagonistas de la recta final de la campaña cuando Mamdani se reunió con él, y el New York Post, ariete del imperio conservador de Rupert Murdoch en la ciudad, publicó uno de esos titulares con la rara virtud de desmentirse a sí mismos: “Mamdani aparece sonriendo, del brazo de un coconspirador del atentado contra el World Trade Center de 1993, que nunca ha sido acusado por ese delito, y que además es un apologista del terrorismo”. En gestos como ese, basó Mamdani las acusaciones de islamofobia contra su campaña.
Mientras el fotógrafo retrataba en el interior de esa mezquita al profesor del Brooklyn College y referente intelectual de la comunidad musulmana en Nueva York Moustafa Bayoumi, uno de los voluntarios de Al Atqwa se rio al recordar el escándalo del imam. “El islam es una religión de paz”, dijo. Después, un paranoico se puso a gritar. No le gustó que nos hubieran permitido tomar fotos.

Los musulmanes ya suman un millón en Nueva York, más o menos la misma cantidad que los judíos. “Hace 25 años, fuimos los chivos expiatorios del 11-S; ahora tenemos a uno de los nuestros en la Alcaldía”, explicó Bayoumi. Eso hará que la gente “hable más libremente del genocidio palestino” y “facilitará la vida de los musulmanes y de quienes quieran apoyar nuestra causa, sin preocuparse por la vigilancia”, dijo bajo una torre de la policía de Nueva York, frente a la mezquita. “También ha cambiado la conversación sobre Gaza”, añadió Bayoumi, antes de celebrar que “esta vez fueron los jóvenes los que convencieron a sus padres de su voto, y no al revés”.
Más allá de la religión, Brooklyn es un punto de observación único de las transformaciones de Nueva York, en pocos lugares tan evidentes como a los pies del puente de Williamsburg, que conecta ese barrio del norte de Brooklyn con Manhattan.
Allí nos citó la periodista Paola Ramos, que entrevistó durante la campaña a Mamdani. Lo hizo junto a su padre, el locutor Jorge Ramos, para el nuevo podcast de ambos, un espacio con perspectiva latina. “Solía ser una zona puertorriqueña. Vivir aquí, entre grandes edificios y construcciones bajas aún no conquistadas, te convierte en testigo de la gentrificación en directo. Hasta a los jóvenes que ganan un buen dinero les cuesta mantenerse”, nos contó. El proceso empezó con el siglo y ha acabado poblando la ribera del East River de rascacielos de oficinas; las calles, de anuncios que se apropian del lenguaje del grafiti para vender bolsos de lujo; y la zona, de empleados de empresas tecnológicas para los que el dinero nunca es un problema a la hora de pagar el alquiler.
Como consecuencia de esos procesos de aburguesamiento, la ciudad expulsa a sus habitantes cada día, rendidos, como el productor de jazz Steven Joerg, ante la imposibilidad de vivir en la capital del mundo. Joerg fue vecino de Brooklyn durante 28 años, pero ya lleva seis en la vecina Nueva Jersey. “El ritmo de aumento de los alquileres era astronómico; el cambio del barrio fue igualmente vertiginoso”, cuenta.



Con McKenzie Wark aún no han podido. Cuando se mudó a Nueva York a principios del siglo XXI, la filósofa australiana aterrizó en Williamsburg. Ahora, tras una larga temporada en Queens, vive en Bushwick, “seis paradas más al sur en la línea L de metro”. “Como sigamos así, la ciudad me acabará expulsando al mar”, bromeó cuando nos vimos con ella en Hive Minds, la librería-cafetería queer de su pareja. “El problema es que no se construye lo suficiente, y que las regulaciones tampoco permiten cambiar eso. Los sueldos están estancados, así que… ¿quién puede costearse la ciudad?”.


Para Wark, la clave está en encontrar la fórmula con la que Nueva York pueda seguir siendo atractiva para los motores que tiran de su economía (“las finanzas, los seguros y la inmobiliaria”) y al mismo tiempo “continúe comportándose, por emplear la terminología neoliberal, como una ciudad generadora de estilo”. “Lo que hacemos aquellos a quienes nos quieren expulsar es generar cultura que copian en el resto del mundo. Si no podemos vivir aquí”, considera, “esa parte de la fórmula se perderá; ojalá el capital entienda que puede ser contraproducente”.
Durante la pandemia, la filósofa retomó, tras completar su transición, el hábito de ir a fiestas ilegales de tecno, que proliferaron en un Brooklyn en cuarentena. Después, escribió un librito titulado Raving, que ofrece una ventana a aquellos meses en los que ya existía la vacuna —“y te encontrabas con gente que llevabas dos años sin ver en la vida real”—, pero la ciudad, que se demoró en abrir mucho más que Europa, aún seguía cerrada. Ella también creyó que el coronavirus cambiaría Nueva York.
Tal vez por esa decepción, entre las diferentes tribus salidas de las urnas en noviembre —los que se oponen al cambio, los indiferentes, dado que el sistema no cuenta con ellos, los optimistas que participaron en el movimiento joven, multirracial y propalestino, que aupó al candidato en las urnas, y los escépticos, que puede que lo votaran pero están listos para algún tipo de decepción—, Wark se adscribe a ese último grupo.
Antes de en Bushwick, la filósofa, profesora en Manhattan, vivió en Jackson Heights, en el condado de Queens. Allí está Diversity Plaza. Si no es el lugar más diverso del mundo, al menos lo parece, con sus establecimientos de comida halal, sus agencias de viajes bengalíes, las joyerías egipcias, las coloridas tiendas de telas y Kabab King, un restaurante paquistaní cuyos camareros ya no ven tan a menudo al alcalde electo como solían.





La novelista india Kiran Desai compró hace años una casa en una de las zonas más tranquilas del barrio, en una parte que solía ser de mayoría colombiana. “Me gusta sentir que estoy lo suficientemente cerca de la acción como para saber que siempre puedo ir allí en busca de historias, como haría en la India”. Desai, que, como figura prominente de su comunidad en la ciudad, conoce a Mira Nair, la madre cineasta de Mamdani, se mudó a Estados Unidos por primera vez a finales de los años ochenta. En 2006 ganó el prestigioso Premio Booker de literatura. Después ha pasado 20 años “en la reclusión que solo te brinda Nueva York”, escribiendo su última novela, La soledad de Sonia y Sunny, que The New York Times ha escogido como uno de los 10 libros del año y que en febrero publicará Salamandra en español.
“Estas calles resisten como uno de los lugares más interesantes de la ciudad”, nos dijo durante un paseo por Jackson Heights, donde recientemente también han desembarcado las franquicias, aunque ella no acabe de entenderlo: “¿Quién querría comer en un Taco Bell con todos los lugares de comida mexicana que hay aquí?”.

Desai también tiene motivos para celebrar que uno de los suyos vaya a gobernar la ciudad en la que vive. No solo porque Mamdani tiene raíces indias (lo cual, advierte la escritora, no evitó que muchos de sus compatriotas en Nueva York, simpatizantes del presidente Narendra Modi, no lo votaran). Es también porque es vecino de Queens.
En realidad, está a punto de dejar de serlo. El político vive en un piso de renta controlada, de esos cuyos alquileres prometió en campaña que congelaría. Es un apartamento de una habitación en la zona de Astoria, frente a Manhattan. Según anunció a principios de mes, lo dejará en enero para mudarse al otro lado del río. Allí lo espera Gracie Mansion, la residencia oficial del alcalde, donde lo acompañará su esposa, la ilustradora Rama Duwaji; pertenece a la generación Z y no se la ve demasiado cómoda con su nuevo papel de primera dama.
Devin Garcia, barista en Little Flower, el café favorito de la pareja en Astoria, contó el día que lo visitamos que su decisión de mudarse ha puesto a algunos de sus vecinos en alerta. ¿Es la primera señal de que el éxito corromperá al hombre que logró seducirlos con su carisma y su mensaje de solidaridad con la clase obrera?
Después de todo, esta es la ciudad de Robert Moses, el joven idealista convertido en despótico funcionario que sobrevivió a alcaldes, gobernadores y presidentes para inventar el Nueva York moderno a base de construir puentes, miles de pequeños parques vecinales, las Naciones Unidas, el Lincoln Center, el recinto de la Exposición Mundial de 1964 o una espectacular maqueta de la ciudad que puede visitarse en Flushing Meadows (Queens). Por el camino, expulsó a medio millón de personas, y plantó la semilla de muchos de los problemas que aún aquejan a Nueva York. Moses es también protagonista de Power Broker, obra maestra de Robert Caro: con sus más de 1.200 páginas, son muchos más los que lo lucen en sus estanterías de los que lo han leído, y es tanto una fábula sobre la dificultad de gobernar esta ciudad como sobre su formidable poder para corromper voluntades.
La congelación de los pisos de renta controlada fue una de las medidas estrella de Mamdani para revertir el rumbo de una metrópoli siempre a punto de perder su esencia, en la que los problemas de Moses se han ido sumando otros. Cada alcalde trajo los suyos: de Rudy Giulianni (1994-2001), que desinfectó Nueva York a base de mano dura, a Michael Bloomberg (2002-2013), que alumbró la urbe neoliberalizada, lista para ser vendida como un producto de lujo.
Esos apartamentos fuera del mercado suman poco más de dos millones, y sus inquilinos son como los tréboles de cuatro hojas: oyes hablar de ellos, pero no es tan fácil encontrarlos. Jacob Gottlieb y Emma Cargill ingresaron en ese exclusivo club durante la pandemia, que provocó un éxodo que dejó tras de sí oportunidades para los que se quedaron. Viven en Williamsburg, donde pagan 2.000 dólares por dos habitaciones en un edificio gestionado por una empresa que siempre está tratando de cambiarles las reglas. “Somos afortunados: en esta zona, un piso como el nuestro cuesta fácilmente el doble”, dice él.
Durante la campaña, el candidato también prometió autobuses gratuitos y guarderías públicas para los niños de hasta cinco años. Y dijo que financiaría esas iniciativas con una subida de impuestos del 2% a aquellos con ingresos de más de un millón de dólares y de un 11,5% a las corporaciones. Eso puso al poder económico de la ciudad en su contra y dio cierta notoriedad a los disidentes de ese selecto grupo, como Keith McNally, “el restaurador que inventó el Downtown”, según The New York Times. “Solo está planteando gravar a los multimillonarios para ayudar a financiar viviendas asequibles para los pobres”, nos dijo McNally en Balthazar, su restaurante insignia. “Por más que suene a sentido común, eso ha aterrorizado a la mayoría de los neoyorquinos ricos”.
Tanto, se dijo en campaña, como para provocar un éxodo. El día antes de las elecciones, un estudio vaticinó que una victoria de Mamdani provocaría una pérdida de un 10% de población en la ciudad con más milmillonarios del mundo: 123, según Forbes. Fue una exageración. De momento, son muy pocos los que han tomado ese camino tras descubrir que no basta con pasar más de 183 días en otro Estado: hace falta cortar amarras completamente con la ciudad, y no tantos están dispuestos, después de escuchar a sus contables, a hacerlo.
“La amenaza de éxodo es un clásico, se agita contra cada alcalde, pero nunca se cumple”, nos advirtió Gianluca Galletto, veterano de la política local y asesor del regidor Bill de Blasio, en una animada charla al final del día en Ear’s Inn, un bullicioso bar que uno de sus habituales definió como “uno de los pocos sanatorios para almas perdidas que quedan en Manhattan”.
“La huida que más cabría temer es la de las clases medias, porque no puedan costearse el elevado coste de la vida o porque la delincuencia crezca”, dijo Galletto. Como media ciudad, escudriñó la lista de los 400 vecinos a los que Mamdani fichó para formar parte de su equipo de transición con el encargo de que se repartieran los problemas de la ciudad en función de sus especialidades, y está siguiendo los nombramientos de su equipo, como el de la jefa de la policía Tisch. “Es inteligente mantenerla; proviene de una de las mejores familias de la ciudad”, según Galletto.





El presupuesto de Nueva York asciende a unos 150.000 millones de dólares. La promesa de las guarderías para todos está valorada en unos 6.000 millones en una ciudad en la que la crianza cuesta unos 26.000 dólares anuales por niño. Jamal y Ashley Jamal, padres de Jace, de dos años, confían, mientras esperan su segundo hijo, que 2026 les traiga ese alivio. Pese a que ambos trabajan, tuvieron que renunciar al gasto de tener una niñera. Juan, conductor de autobús de la línea M-4, no tiene tan claro que el experimento de los autobuses gratuitos vaya a resultar, por más que, según él mismo calcula, “hasta un 80% de los usuarios no pague” en algunos de los trayectos.
La última parada de nuestro viaje fue en uno de esos lugares donde la gente no paga los autobuses. Era un regreso a la esquina del Bronx en la que empezó todo. Mamdani lanzó su campaña en un cruce de calles de Fordham Road, arteria comercial del condado más pobre de la ciudad, donde la vida se despliega con una intensidad que recuerda a una gran urbe latinoamericana, también en mitad de una ola de frío en pleno diciembre.
El entonces desconocido candidato, vestido ya con sus característicos traje y corbata, se paró con un micrófono pocos días después de la derrota de los demócratas en las presidenciales de 2024 para preguntar a los transeúntes del Bronx, especialmente a los hispanos, por qué se habían echado en brazos de Trump.
Un año después, convertido ya en una estrella planetaria, volvió a presentarse en el barrio para descubrir que, así sí, eran muchos más los que querían pararse a hablar con él. Esa predisposición a escuchar a sus vecinos continuó más allá del día de las elecciones, en las que conquistó el Bronx con un porcentaje similar al que le hizo ganar la ciudad entera: al final de nuestra semana en Nueva York, Mamdani se apostó, en un homenaje a una famosa performance de Marina Abramovic en un museo de Queens, mientras centenares de personas se turnaban para sentarse frente a él y contarle durante tres minutos sus cosas. Mamdani aguantó 12 horas.



En el Bronx, nosotros nos plantamos frente al Gyro King, que sigue vendiendo kebabs, perritos calientes y pizzas desde que lo abrió a mediados de los setenta un inmigrante griego llamado Chris Menexas. El hombre aún trabaja cada día a sus 83 años porque, dice, teme que, si se retira, morirá.
Allí estaban Rosa y Julio, dos vendedores de fruta sin papeles que rezaban porque las autoridades no les levantaran el puesto, como vienen haciendo “una o dos veces por semana últimamente”. El guineano Yaloh Sowo ofrecía en un puesto callejero bajo el metro elevado gorros de invierno embutido en un abrigo de piel sintética que le daba un toque de dandi. Y un poco más allá, Luis y Jessica Sánchez atendían su camioneta de comida mexicana, mientras los transeúntes se refugiaban en una de esas cafeterías que les ha dado por abrir a los bancos.



En medio del ajetreo, Gustavo Rivera, senador estatal demócrata en Albany, donde representa al Bronx desde hace 15 años, repartía entre los vecinos folletos en cuatro idiomas para informar de los derechos que asisten a cualquiera en Nueva York independientemente de su estatus migratorio. Ofrecía además silbatos, e instrucciones para usarlos: tres pitidos cortos sirven para alertar que los agentes del ICE están en las inmediaciones; uno prolongado, que están deteniendo a alguien. “También les decimos”, contó el político, “que a partir del 1 de enero contarán con alguien en el Ayuntamiento que está dispuesto a defenderlos”.
Rivera, que explica que no quiso sumarse al equipo de Mamdnani porque cree que le podrá ayudarle mejor en Albany −“más allá de las buenas ideas, el éxito de muchas de sus políticas dependerá de la Asamblea estatal”−, no duda de que Donald Trump acabará desplegando la Guardia Nacional en las calles llenas de vida aquella mañana gélida de diciembre.
Si está en lo cierto, habrá que ver hasta dónde está dispuesto a llegar el nuevo alcalde, quien, el día de su victoria le dijo al presidente que esta ciudad “seguirá siendo una ciudad de inmigrantes, construida por inmigrantes e impulsada por inmigrantes”. También, si el nuevo año será recordado como aquel en que la ciudad se vio obligada a resistir. Y 2026, como el momento de Nueva York; la hora de Mamdani.

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