El emperador de Nueva York
Olviden a los Lannister y los Stark. Ninguno podría aguantar una batalla política contra Robert Moses
Cierto sentido de la lealtad me engancha a la temporada final de Juego de tronos hasta su penoso desenlace. Soy consciente del achatamiento de personajes, de los ritmos desquiciados en las últimas entregas: la epopeya ha degenerado en un blockbuster, una superproducción convencional. Para compensar, me sumerjo en una historia sobre el poder: su consecución, su uso, su pérdida. Una historia real: The power broker, primera obra maestra de uno de los grandes biógrafos de nuestro tiempo, Robert A. Caro. Con 1.300 páginas y dos kilos de peso, funciona como penitencia por ceder al “placer culpable” de la serie. Es, según confesión propia, el señuelo que atrajo a un veinteañero Barack Obama hacia la política.
El protagonista de The power broker está hoy olvidado. Sin embargo, el mundo entero conoce el fruto de sus afanes: la ciudad de Nueva York, en su perfil actual, es una creación de Robert Moses. Entre 1924 y 1968, construyó puentes, túneles, autopistas, jardines, vivienda social, edificios emblemáticos (la ONU, el Lincoln Center, el Shea Stadium). Fuera de la metrópolis, concibió y realizó parques, presas, playas. Como un dios, unió islas y ganó terreno al mar.
Lo extraordinario: la autoridad de Robert Moses no derivaba de procesos democráticos (la única vez que se presentó a las urnas, fue derrotado de forma contundente). Dominaba el método legislativo: entre la hojarasca de leyes aparentemente inocuas, introducía párrafos que le otorgaban prerrogativas únicas. Funcionaba igualmente con alcaldes y gobernadores demócratas o republicanos; sólo Franklin D. Roosevelt, desde la Casa Blanca, se atrevió a parar alguna de sus ocurrencias. Si algún político o funcionario rechistaba, se le callaba con la amenaza de revelaciones comprometedoras o con la contundencia de los hechos consumados. Mucho antes de Joe McCarthy, esparcía alegremente la acusación de “comunista” entre sus contrincantes.
Hoy, Moses parece un estadista extremadamente moderno; intenten imaginar a un Donald Trump discreto y educado. Desarrolló un personaje indestructible: el burócrata que lograba “hacer cosas”; rico de familia, se suponía que no necesitaba corromperse (error, gran error). Según la leyenda, se enfrentaba con los millonarios; en verdad, pactaba con los grandes potentados y aplastaba a cualquiera, pudiente o indigente, que desafiara su voluntad. Durante 40 años, la prensa neoyorquina -¡13 periódicos!- se tragó esa imagen angelical. En realidad, era un conservador disfrazado de reformista. Su obsesión: potenciar el uso de los coches privados, que pagaban peajes, y torpedear el transporte público. Sus carreteras y pasos elevados destrozaban barrios históricos, sin contemplaciones. Estuvo a punto de borrar el Greenwich Village, justo cuando allí florecía el folk revival.
Despreciaba a los pobres pero odiaba particularmente a negros y puertorriqueños. The power broker ayuda a entender cómo se agostó el famoso “renacimiento de Harlem”, sin llegar a mejorar la calidad de vida del barrio. Sencillamente, Moses negó equipamiento social: colegios, hospitales, bibliotecas, gimnasios, parques infantiles. Su antipatía alcanzaba niveles ridículos: gran nadador en su etapa universitaria, estaba convencido de que los afroamericanos no soportaban el agua fría. Y ordenó bajar la temperatura en una piscina pública cercana a Harlem. Efectivamente, los negros no acudían allí pero el verdadero motivo era la hostilidad de los empleados.
Este monstruo mandó en Nueva York hasta los años sesenta. Se le atragantó la Feria Mundial de 1964, que fue un (comparativo) fracaso de público. A diferencia de sus otros proyectos, protegidos por el secretismo y generosos repartos de chanchullos, debió revelar que había números rojos. Perdió la confianza de los bancos, incluyendo el Chase Manhattan, presidido por David Rockefeller. Su hermano, Nelson, era gobernador del Estado. Cuando decidieron acabar con el dominio de Moses, este tenía 79 años y pocos amigos.
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