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La nueva era de la carrera espacial: los millonarios quieren conquistar la Luna

Lanzamiento del cohete 'Falcon 9' de la compañía Space X desde Cabo cañaveral, el pasado 23 de mayo.
Lanzamiento del cohete 'Falcon 9' de la compañía Space X desde Cabo cañaveral, el pasado 23 de mayo.John Kraus
Pablo Guimón

Olvidada ya la vieja era de lucha sin cuartel entre la URSS y Estados Unidos, la irrupción de ambiciosos magnates como Elon Musk, Jeff Bezos o Richard Branson marca un nuevo tiempo en el devenir de la carrera espacial

SON CASI las tres de la madrugada en la Costa del Espacio. La furgoneta circula solitaria por el bulevar de los Astronautas en dirección al que un día fue el corazón del orgullo americano. Pasa un control militar y se detiene junto a un prado al borde del agua. El fuerte viento sacude los letreros que avisan de la presencia de caimanes. Pero el teniente Walker, de la división encargada de la seguridad de los lanzamientos del 45º batallón espacial de la Fuerza Aérea, que esta noche ejerce de mera contratista, explica que el aire en la superficie terrestre no es un problema. El joven oficial mira en su móvil la información en directo del lanzamiento. Lo ha visto ya muchas veces, pero apenas puede disimular la emoción.

—En 5 o 10 años, esta comunidad va a volver a explotar. Es un gran momento para estar aquí.

Al otro lado del río, las únicas luces de la noche cerrada iluminan la nube de vapor que rodea al cohete mientras se carga el combustible. Queda media hora para la cuenta atrás. El Falcon 9, bautizado en honor del Halcón Milenario de Han Solo, se yergue fantasmagórico amarrado a la lanzadera. Desde aquí despegó también el Apollo 11 que llevó al hombre a la Luna hace ahora 50 años.

Secuencia del lanzamiento del Apollo XI en Cabo Cañaveral (antiguo Cabo Kennedy), Florida, el 16 de julio de 1969.
Secuencia del lanzamiento del Apollo XI en Cabo Cañaveral (antiguo Cabo Kennedy), Florida, el 16 de julio de 1969.Ralph Morse / LIFE Picture Collection (Getty Images)

Todo parece igual, pero todo es distinto. El Falcon 9 que se prepara para volar no ha sido desarrollado por la NASA, sino por una compañía privada, SpaceX, propiedad de un joven multimillonario llamado Elon Musk, que ni siquiera había nacido cuando, aquel 20 de julio de 1969, Neil Armstrong dio “un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad”. Aquel día, este pedazo de la costa de Florida ocupó el centro de la Tierra. Encarnó el símbolo de la superioridad del mundo libre en la Guerra Fría. Hasta que, de pronto, la conquista del espacio se convirtió en historia.

Después de la era Apollo, aquí el sueño futurista por antonomasia se empezó a conjugar en pasado. La carrera espacial era un decadente patrimonio de hangares en desuso, pistas desiertas y enigmáticas estructuras de hormigón corroídas por el calor húmedo, la lluvia y la vegetación tropical. Ruinas de una civilización que ardió en las llamas del transbordador Challenger el 28 de enero de 1986, al explotar en el cielo ante los ojos del mundo con siete astronautas dentro a los 73 segundos de despegar. Volvió a arder en el Columbia —con otros siete tripulantes a bordo—, que se desintegró al reingresar en la atmósfera terrestre el 1 de febrero de 2003. Y se extinguió oficialmente cuando, con el lanzamiento del último transbordador Atlantis, el 8 de julio de 2011, se puso fin oficialmente al programa Shuttle y se renunció a enviar más seres humanos a la Luna desde suelo estadounidense. Desde entonces, los astronautas americanos viajan a la Estación Espacial Internacional con escala en Rusia a bordo del Soyuz, el programa espacial del que fuera el archienemigo galáctico a batir.

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La Costa del Espacio, que Gay Talese describió en 1965 como un lugar “de garitos glamurosos con chicas jóvenes bailando el twist en las barras, jugadores apostando al póquer en el piso de arriba y ruido por todos lados”, se transformó entonces en símbolo de los sueños abandonados. Perdió más de 20.000 puestos de trabajo y, de paso, su identidad. Porque aquí los adolescentes estudian en el instituto Astronauta, las familias comen en el restaurante Apolo, los coches circulan por Venus, Saturno o Plutón, y los números de teléfono empiezan por 321, en honor a la cuenta atrás con que despegan los cohetes. En este lugar de la Tierra, el espacio no se borra tan fácilmente.

La zona intentó reinventarse. Se agasajó a nuevas empresas con ventajas fiscales. Se apostó por los cruceros, por el surf. Sobre las ruinas del espacio se levantó un reclamo para turistas aficionados a la historia.

Y, de repente, el espacio volvió a su costa.

“Después de 50 años, esto no ha hecho más que empezar”, dice hoy la publicidad de los autobuses del Kennedy Space Center, que llevan a los turistas a visitar las modernas lanzaderas y los impresionantes hangares, hoy llenos de nueva vida, donde los logos de la NASA compiten con los de las compañías privadas que han resucitado la carrera espacial. Entre ellas, SpaceX y Blue Origin, las empresas de Elon Musk y Jeff Bezos, dos soñadores que crecieron consumiendo ciencia-ficción y comprendieron que la misma tecnología que les hizo inmensamente ricos permitía cumplir sus sueños infantiles alimentados por las hazañas de la NASA. La competencia entre estos dos nuevos amos del universo, como en su día la de las dos potencias de la Guerra Fría, va camino de ser el impulso que lleve de nuevo al ser humano a la Luna.

Lanzamiento final del cohete Delta II desde la base aérea de Vandenberg, California, el 15 de septiembre de 2018.
Lanzamiento final del cohete Delta II desde la base aérea de Vandenberg, California, el 15 de septiembre de 2018.John Kraus

“Nunca vamos a repetir el patrón de la era Apollo”, advierte Dale Ketcham, vicepresidente de Space Florida, agencia de desarrollo económico aeroespacial del Estado. “De hecho, uno de los problemas que ha habido desde entonces es que todos los programas posteriores se han juzgado frente al Apollo. Y eso es injusto porque aquello fue un cheque en blanco del Gobierno: ‘No importa lo que hagáis, pero venced a los rusos’. Por eso nosotros hablamos ahora de un renacimiento. El modelo se está renovando, con nuevas ideas y nueva gente en la ecuación. Es el sector privado el que está aportando el negocio y la innovación”.

El proyecto espacial de Jeff Bezos, hoy el hombre más rico del mundo, empezó con augurios no aptos para supersticiosos. El 6 de marzo de 2003, según recuerda Christian Davenport en su libro The Space Barons, el fundador de Amazon sobrevolaba la árida geografía del Texas occidental en un helicóptero, acompañado de un excéntrico cowboy, una abogada y un piloto apodado Tramposo.

“¡Mierda!”, gritó Tramposo, poco antes de que la hélice se hiciera añicos contra un arroyo premonitoriamente llamado Calamidad. Sobrevivieron todos. Bezos, cuya apretada agenda le había llevado a exigir realizar la visita en helicóptero y no a lomos de caballos como era costumbre, apenas sufrió unos rasguños. “Pensé que habría sido una forma muy tonta de morir”, admitiría después en la CNN.

Los médicos de emergencias no tardaron en llegar al lugar en una ranchera. Y uno de ellos reconoció a Bezos de una portada del número de la persona del año de la revista Time de 1999.

El cohete Falcon de SpaceX, el más potente del mundo, es lanzado desde el Centro Espacial Kennedy, el 6 de febrero de 2018.
El cohete Falcon de SpaceX, el más potente del mundo, es lanzado desde el Centro Espacial Kennedy, el 6 de febrero de 2018.John Kraus

Los rumores empezaron a circular. Se ataron cabos y se dedujo que podría ser Bezos el misterioso comprador que llevaba meses adquiriendo ranchos colindantes por la zona, oculto detrás de empresas bautizadas con nombres de míticos exploradores, todas vincu­ladas con una desconocida corporación con domicilio en Seattle y un nombre que, descubrirían después, ofrecía ya pistas sobre sus intenciones: Zefram Sociedad Limitada, como Zefram Cochrane, el personaje de Star Trek que creó el primer motor capaz de superar la velocidad de la luz.

Un lunes de enero de 2005, Jeff Bezos se presentó en la redacción de The Van Horn Advocate, un diario del condado de Culberson con una circulación de mil ejemplares, para proporcionarle a su director la exclusiva de su vida. Estaba comprando todos esos terrenos para instalar ahí su compañía de viajes galácticos, Blue Origin, fundada cinco años antes y cuyas andanzas Bezos había mantenido en el más absoluto secreto.

Elon Musk, muy al contrario, nunca ocultó sus sueños futuristas. La NASA no se tomaba en serio a aquel arrogante niño rico. Pero el fundador de PayPal y Tesla, cuya infancia transcurrió entre abusos de sus compañeros de clase en una dura escuela de Sudáfrica, no se iba a dejar amedrentar por los abusadores ahora que se había convertido en un joven empresario de culto y había demostrado de lo que era capaz. Si la NASA no iba a Musk, Musk iría a la NASA.

El 4 de diciembre de 2003 Elon Musk se presentó en Washington con su cohete de 21 metros de largo, escoltado por la policía, que había atravesado el país en un tráiler desde la fábrica de SpaceX en el sur de California, y lo aparcó en la avenida de la Independencia. Justo enfrente del Museo Nacional del Aire y el Espacio, donde se preparaba un acto para conmemorar el centenario del primer vuelo de los hermanos Wright.

En diciembre de 2003 Elon Musk, de 32 años, se presentó en Washington con un cohete construido en 18 meses y capaz de volar al espacio

Musk, entonces un joven de apenas 32 años, tenía un mensaje para Washington y la NASA. Eso que había aparcado delante de sus narices era un cohete capaz de volar al espacio. Su compañía lo había construido en menos de 18 meses desde su creación. La calculada puesta en escena, al más puro estilo Silicon Valley, subrayaba el contraste entre el pasado (las reliquias exhibidas en el interior del museo) y el futuro (el cohete barato y fiable de una nueva era). “La historia del desarrollo de los vehícu­los de lanzamiento no ha sido muy exitosa. Realmente no ha habido un éxito, si defines éxito como marcar una diferencia significativa, en coste o fiabilidad”, les dijo. “Tenemos un intento con SpaceX, yo creo, por primera vez en mucho tiempo”.

El teniente Walker explica que la ventana para el lanzamiento del Falcon 9 esta noche en Florida es de cinco minutos. El tiempo preciso en que la órbita de la Estación Espacial Internacional la colocará a la distancia justa de este punto de la Tierra para que se acople con éxito la cápsula Dragon no tripulada que el cohete soltará en el espacio, cargada de experimentos científicos y víveres.

Cuesta creer que hace 50 años estos cálculos se hacían, básicamente, emborronando de ecuaciones una pizarra. En el museo del espacio de Cabo Cañaveral, el jubilado John Hilliard, que ejerce de guía voluntario, muestra una vieja computadora que pesa siete toneladas y ocupa toda una pared de una habitación que reproduce una antigua sala de control. Tiene 578 bytes. Cabrían 886 millones de ellas en un solo iPhone X.

Para un emprendedor de Silicon Valley como Elon Musk resultaba difícil aceptar que la tecnología de los cohetes que Estados Unidos y Rusia lanzaban al espacio en los primeros años del siglo XXI fuera tan parecida a la de la era del Apollo. “Casi cada sector de la tecnología ha mejorado. ¿Por qué este no? Así que empecé a estudiarlo”, explicó durante un discurso en la Universidad de Stanford en 2003.

La base del negocio espacial de Elon Musk y Jeff Bezos es la misma: la construcción y lanzamiento de cohetes reutilizables

Elon Musk y Jeff Bezos, el primero exhibiendo sus hallazgos y el segundo casi en la clandestinidad, llegaron a la misma solución técnica: cohetes reutilizables. Artefactos que después de colocar su carga en órbita, en vez de caer al océano, regresaban y aterrizaban de pie en un lugar predeterminado. “El mayor desarrollo en transporte espacial en más de una generación es la reusabilidad de los cohetes, que permite lanzamientos más baratos y frecuentes”, explica Ketcham, de Space Florida. “Musk y Bezos lo han perfeccionado y han construido sobre eso su plan de negocio”.

El hallazgo prendía de nuevo la mecha de la fiebre por mandar humanos al espacio. Entre noviembre y diciembre de 2015, un cohete de Blue Origin y otro de SpaceX caían del espacio y se posaban con precisión en Cabo Cañaveral, listos para el siguiente viaje. Bezos se adelantaba por 28 días a Musk.

Rivalidad, dinero y voluntad. Los tres motores de la carrera espacial. Las tres carencias que lastraban al programa espacial de la NASA después del Apollo. Pero Musk y Bezos tienen dinero a espuertas, voluntad forjada en colosales aventuras empresariales que les han enseñado que todo es posible y una rivalidad que, desde una mítica cena en 2004 en la que ambos magnates pusieron en común sus planes galácticos, ha desembocado en tensas disputas comerciales y hasta pleitos de propiedad intelectual.

Parte del atractivo de la rivalidad entre los dos millonarios, seguida a nivel fenómeno de fans por las legiones de nuevos aficionados al espacio, es que reproduce la esópica fábula de la liebre y la tortuga. Esta última es la mascota de la compañía de Bezos. Un hombre que el año pasado empezó a construir en el interior de una montaña de Texas el Reloj de los 10.000 Años, prodigio mecánico en el que ha invertido 42 millones de dólares, con una manecilla que cuenta los siglos y un cuco que canta los milenios.

Hasta la fecha, es innegable que Musk ha tenido más éxito. Blue Origin ha lanzado una docena de cohetes. SpaceX, mientras tanto, ha lanzado más de 70 y una quincena de ellos han llevado cargas a la Estación Espacial Internacional, dentro de un contrato que tiene con la NASA para hacerlo. La de Musk es además una de las dos compañías, junto con la United Launch Alliance (ULA), conglomerado de Lockheed Martin y Boeing, que firmaron en 2014 contratos con la agencia para llevar astronautas a la estación en el futuro. Blue Origin, por su parte, firmó un contrato con la ULA, contra la que Musk había pleiteado, para proporcionar motores a la alianza de dos compañías que juntas suman 100 años de experiencia espacial.

Huella lunar de Edwin Aldrin, el 20 de julio de 1969.
Huella lunar de Edwin Aldrin, el 20 de julio de 1969.Ullstein Bild

Bezos y Musk no son los únicos emprendedores privados del espacio. Ni siquiera los primeros. De hecho, el honor del primer viaje espacial privado corresponde al Conestoga 1, un misil Minuteman modificado con el que la empresa Space Services realizó su primer vuelo suborbital en 1982, allanando el camino para que EE UU aprobara dos años más tarde la primera ley que regula la actividad espacial privada. El primer civil que viajó al espacio lo hizo en 2001 a bordo de un Soyuz. Y en 2018, Virgin Galactic, del también multimillonario Richard Branson, se convirtió en la única compañía que ha mandado a una persona al espacio en un cohete privado (aunque existe cierto debate sobre si la altura alcanzada es o no el límite de la atmósfera terrestre).

La interacción entre la experiencia de los actores tradicionales y la osadía de los recién llegados de Silicon Valley genera optimismo en el sector. “Siempre es bueno hablar con gente diferente y conocer distintas maneras de pensar, eso ayuda a la innovación”, opina el general Douglas Schiess, del 45º batallón espacial de la Fuerza Aérea, en Cabo Cañaveral. “Pasamos un periodo de tiempo en que todo lo que había en este negocio era gente mayor de la primera etapa. Ahora ha entrado gente joven muy interesante, y la relación es buena. Este es un gran momento para estar en el negocio del espacio. Hay un resurgimiento y estoy emocionado por dónde estamos, por lo que estamos viviendo y por ser parte de ello”.

Pronto, los carteles que anuncian “lanzamientos cada mes” en las carreteras de la Costa del Espacio se quedarán cortos. “El año pasado lanzamos 24 cohetes y este año vamos camino de los 28. Tenemos una visión de llegar a los 48 al año, lo que significaría lanzar un cohete cada semana”, explica el general Schiess. No llega a los 206 que se lanzaron en 1960, año que ostenta el récord, pero recuerden: no vale comparar con la era Apollo.

El optimismo ha llegado a la Casa Blanca. Trump ha solicitado 1.600 millones de dólares al congreso para volver al espacio “a lo grande”

El optimismo ha llegado a la Casa Blanca, que ha acortado en cuatro años, hasta 2024, su objetivo de mandar de nuevo astronautas a la Luna, quizá para dotar de un glorioso colofón a un eventual segundo mandato del presidente Trump. El republicano ha solicitado 1.600 millones de dólares más al Congreso este año para volver al espacio “a lo grande”.

La NASA ha bautizado el proyecto con el brillante nombre de Artemisa, hermana gemela de Apolo y diosa de la Luna en la mitología griega. Para desarrollarlo cuenta con las compañías privadas. Bezos se adelantó en una semana al anuncio de la NASA en mayo y presentó una maqueta de nave que asegura estará en condiciones de colocar astronautas en la Luna para 2024.

—Oh, deja de vacilar, Jeff —le respondió Elon Musk desde su cuenta de Twitter.

Quedan apenas 15 minutos para el lanzamiento del Falcon 9 en Cabo Cañaveral. SpaceX retransmite en streaming para sus miles de seguidores en todo el mundo. De pronto, el teniente Walker anuncia que el lanzamiento ha sido abortado. Esta noche no podrá ser. La misión se aplaza 24 horas. Es el tercer retraso que sufre. El motivo, se sabría después, es un problema eléctrico en el barco no tripulado, bautizado como Por Supuesto que te Sigo Queriendo en un guiño al autor de ciencia-ficción Iain Banks, sobre el que el cohete de más de 540 toneladas debía aterrizar de pie una vez colocada en órbita la cápsula Dragon Cargo.

Nada grave. El Falcon 9 saldría a la noche siguiente y cumpliría con éxito su misión. Más preocupante fue la destrucción, unas semanas antes, de una cápsula Dragon Crew, en la que SpaceX planea enviar a los astronautas. Ardió en la pista durante una prueba. El percance frustró el plan de Musk de enviar astronautas a la Estación Espacial Internacional antes del final de este año. Hay quien dice que se vieron sonrisas en los despachos de la ULA, la otra contratista de la NASA para alcanzar el mismo objetivo, cuando se conoció la noticia. Jeff Bezos, por su parte, se mantuvo callado. Todo indica que será a mediados de la próxima década cuando se sepa si ha ganado la liebre o la tortuga.

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Sobre la firma

Pablo Guimón
Es el redactor jefe de la sección de Sociedad. Ha sido corresponsal en Washington y en Londres, plazas en las que cubrió los últimos años de la presidencia de Trump, así como el referéndum y la sacudida del Brexit. Antes estuvo al frente de la sección de Madrid, de El País Semanal, y fue jefe de sección de Cultura y del suplemento Tentaciones.

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