Ayer la Luna, mañana Marte
Entramos en Cabo Cañaveral, el lugar desde el que la NASA despegó hacia el espacio. Hoy, convertida en atracción turística, aguarda al futuro. El planeta rojo es el objetivo.
Kayla Jordan, de 22 años, es camarera en el Shuttles Restaurant and Bar, un chiringuito de hamburguesas con nombres de naves espaciales. Está situado en la carretera que conduce al Kennedy Space Center, en Cabo Cañaveral. Desde ahí despegaron, entre 1961 y 2011, más de 160 cohetes tripulados en dirección al espacio. De aquella época dorada queda la nostalgia: una pared del restaurante está decorada con las fotografías que un día firmaron los astronautas que pasaron por allí. Hace tiempo que ninguna imagen se añade al mosaico, porque ya no hay astronautas en Cabo Cañaveral.
Jordan no vivió la era gloriosa de la carrera espacial, cuando esta región fue el trampolín desde el que la humanidad dio el salto a la Luna y soñó con conquistar las estrellas. Tampoco había nacido cuando, el 28 de enero de 1986, el transbordador espacial Challenger estalló en el aire, 73 segundos después de despegar, con siete astronautas dentro. Pero entre sus recuerdos infantiles figura el lanzamiento del resto de shuttles (los transbordadores espaciales creados por Estados Unidos en 1981): Columbia, Discovery, Atlantis y Endeavour. Verlos era rutina. Para ella y para la mayoría en la Space Coast, la Costa del Espacio, el litoral atlántico en la Florida central.
Desde el 8 de julio de 2011, el día que despegó el último transbordador, el Atlantis, Estados Unidos carece de medios para transportar a un astronauta al espacio. Son otros tiempos. La Guerra Fría quedó atrás y la colaboración con otros países como Rusia es estrecha, como lo muestra la Estación Espacial Internacional. Pero para llegar hasta ella, los estadounidenses deben hacerlo con el cohete Soyuz ruso, al precio de 71 millones de dólares por un billete de ida y vuelta.
Cabo Cañaveral vive el año cuatro después de la era espacial. El cierre del programa de los transbordadores supuso el adiós no solo a los astronautas, sino a los puestos de trabajo de 8.000 personas. Un hecho que coincidió con la crisis inmobiliaria y la gran recesión, siendo Florida uno de los Estados más afectados.
Cocoa Beach era un microcosmos de Florida –una costa, como el Estado, azotada en la década pasada por la burbuja inmobiliaria, el pinchazo y la crisis– que al mismo tiempo era el microcosmos de Estados Unidos. Los precios de la vivienda se desplomaron. El tirón turístico disminuyó. El Shuttles Restaurant and Bar, como otros locales de la región, se vació. “Era más divertido antes”, dice Darron Jobson, propietario del local. “Ahora es aburrido”, asiente Kayla Jordan, la camarera.
Si Cocoa Beach tuvo ‘glamour’, se ha esfumado. Los signos de la era espacial han desaparecido"
El shuttle es una reliquia, un objeto de museo. Y Cabo Cañaveral sin astronautas es como el Capitolio de Washington sin políticos, como la Torre Eiffel sin turistas, como el Camp Nou sin estrellas.
Hoy los cruceros traen más turistas a Cabo Cañaveral que los cohetes. El ídolo local no es John Glenn, Alan Shepard, Neil Armstrong ni Buzz Aldrin, sino Kelly Slater, considerado el mejor surfista de la historia (11 veces campeón mundial), y nacido y afincado aquí. Slater tiene una estatua en la A1A, la carretera paralela a la costa que cruza Cocoa Beach, literalmente, playa Cacao. Esta, conocida como la capital del surf de la Costa Este de EE UU, es también la capital oficiosa de la Costa del Espacio.
Toda hazaña cuenta con sus cronistas. En 1865, Julio Verne anticipó en De la Tierra a la Luna que el vuelo hacia el satélite terrestre partiría de Florida. En The Right Stuff (Lo que hay que tener, o Elegidos para la gloria en su versión cinematográfica), Tom Wolfe describió Cocoa Beach como un pueblo de vacaciones perdido, el sitio de los veraneantes que no podían permitirse destinos más confortables o más de moda. “No, Cabo Cañaveral no era Miami Beach, ni Palm Beach, ni siquiera Key West. Cabo Cañaveral era Cocoa Beach”, escribe el periodista y autor estadounidense. En otras palabras, era un lugar poco sofisticado, un lugar de mala muerte.
Al sur de Cocoa Beach se encontraba la Patrick Air Force Base, una base aérea que el Pentágono usaba para probar misiles. La fuerza aérea tenía otra base al norte de Cocoa Beach, en Cabo Cañaveral, la zona de marismas, mosquitos y caimanes junto al Atlántico que la NASA, la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio, eligió para lanzar sus cohetes. Cabo Cañaveral era un pedazo de tierra inhóspita, tanto que cuando el explorador español Juan Ponce de León llegó aquí, o cerca de aquí, en 1513, volvió a marcharse. No había nada que ver ni hacer.
A principios de los sesenta, con la llegada de los astronautas, Cabo Cañaveral se transformó en lo que los estadounidenses llaman una boomtown, una ciudad o un pueblo que crece en poco tiempo. El término se usaba en el contexto de la fiebre del oro en el siglo XIX, cuando aquellas localidades desaparecían con la misma velocidad con la que se habían levantado.
La instalación del programa espacial en Cabo Cañaveral situó a Cocoa Beach en primera línea del frente de la Guerra Fría. El programa espacial nació como réplica a la puesta en órbita del satélite soviético Sputnik en 1957. Para los estadounidenses, el Sputnik fue una humillación y un incentivo.
Con los astronautas desembarcaron los ingenieros de la NASA, los contratistas y un enjambre de hombres y mujeres que creían poder hacer fortuna. La diferencia respecto a las boomtowns tradicionales era que en Cabo Cañaveral la causa era más noble: la derrota del imperio soviético. La competición entre Estados Unidos y la URSS se disputaba en tierra: en la Alemania dividida, o en las guerras por delegación en el sureste asiático o en África. Pero también se peleaba por alcanzar el cosmos: era una cuestión de orgullo. Quien llegase antes reafirmaría su estatus de superpotencia; quien controlase el firmamento controlaría el mundo.
De día los astronautas se preparaban para los primeros vuelos. Después corrían arriba y abajo por la A1A con sus bólidos. El concesionario de Chevrolet se los alquiló a precio de saldo a los siete astronautas del Mercury, el proyecto que a partir de 1961, menos de un mes después del vuelo del soviético Yuri Gagarin, llevaría a los primeros estadounidenses al espacio.
“Conducen como locos”, le dijo Wernher von Braun –cerebro del programa de misiles y cohetes de la Alemania nazi, primero, y más tarde del programa de Estados Unidos– a Oriana Fallaci, otra cronista de Cabo Cañaveral. El ingeniero alemán creía que las posibilidades para un astronauta de morir en un accidente en la A1A eran tantas como las de morir en una cápsula situada en la punta de un misil intercontinental en dirección al espacio. Von Braun fue un personaje clave en la carrera espacial, desde su prehistoria. Al servicio de Hitler diseñó el V-2, el misil alemán que debía derrotar a Inglaterra y que fue el primer cohete en rozar los límites del espacio, 15 años antes que el Sputnik empezara a orbitar alrededor de la Tierra.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se adelantó a los soviéticos y reclutó a Von Braun, miembro del partido nazi y de las SS. Le acompañaron un puñado de científicos alemanes. Tom Wolfe cuenta –y hay que tomarlo con pinzas, porque con él nunca se sabe del todo si lo que cuenta es verídico o si fabula– que, en las noches de verano en Cocoa Beach, cuando el glühwein, el vino caliente alemán, corría a raudales, “se podía escuchar a alemanes borrachos aporreando el piano en el bar del hotel cantando la Horst-Wessel-Lied”. El himno nazi.
Las noches de Cocoa Beach, las fiestas en las piscinas de los moteles, las carreras de coches: aquel balneario dejado de la mano de Dios –un pie en la Tierra y otro en la Luna– se convirtió pronto en una especie de Hollywood-sur-l’Atlantique. La A1A era Sunset Strip. La NASA era una fábrica de sueños. Los siete astronautas del proyecto Mercury (Alan Shepard, Gus Grissom, John Glenn, Scott Carpenter, Walter Schirra, Gordon Cooper y Deke Slayton) llegaron a comprar un motel.
“Hace un tiempo decías California y pensabas en Hollywood. Ahora dices Florida y piensas en la cápsula Apolo. ¡Claro! ¿Qué es una película frente al lanzamiento de un cohete? ¿Quién es [el productor] Darryl Zanuck frente a Von Braun? ¿Quién es [la actriz] Doris Day frente a John Glenn?”, le dijo, a mediados de los años sesenta, un actor italiano afincado en Los Ángeles a Oriana Fallaci. Fallaci reprodujo el diálogo en Se il sole muore (Si el sol muere), su crónica de la fiebre espacial. Productores y actrices no podían medirse con los astronautas.
De día los astronautas se preparaban para los vuelos. Después corrían con sus bólidos"
Cocoa Beach, 2015: si alguna vez este pueblo desprendió glamour, se ha esfumado. Supermercados baratos, moteles, bungalós y restaurantes de comida basura flanquean la A1A. Los signos de la era espacial –las reproducciones de cohetes en las fachadas de los moteles, nombres como Astrocraft Motel o Sea Missile Motel– han desaparecido. Quedan, en la recepción de algunos establecimientos, reproducciones en yeso de astronautas del shuttle. Pero todo tiene el aire destartalado de la América provincial, de los pueblos y ciudades sin centro urbano, indistinguibles unos de otros si no fuese porque aquí hay mar y turistas de playa.
El fin del shuttle, en 2011, no fue el primer golpe. En 1972, el fin del programa Apolo, el que llevó al hombre a la Luna, dejó a miles de personas sin trabajo. Aquello marcó el final de lo que los historiadores llaman la era heroica. Estados Unidos tardó nueve años en volver a enviar astronautas al espacio. Cuando lo hizo, en 1981 con el transbordador Columbia, no era lo mismo. Los shuttles, más toscos que los estilizados cohetes de los años sesenta, no ascendían más allá de la órbita terrestre; nunca más los astronautas, ni de Estados Unidos ni de ningún otro país, viajarían tan lejos como a la Luna. La humanidad –los estadounidenses– la pisó seis veces, entre 1969 y 1972. Nunca más.
El segundo golpe para el programa espacial y para Cocoa Beach fue el accidente del Challenger en 1986. El shuttle quedó en suspenso durante dos años. El accidente del Columbia en 2003 fue el tercer gran revés y la sentencia de muerte para los transbordadores espaciales, ahora jubilados y expuestos en museos de todo el país como si fuesen ruinas arqueológicas de otra era.
Estados Unidos no volverá a enviar astronautas al espacio hasta 2017, según el plan del presidente Barack Obama. Lo hará, si se cumple el calendario, no con cohetes de la NASA, sino de empresas privadas como SpaceX. Mientras, la NASA se concentra en el diseño de un cohete y una nave para explorar el espacio más allá de la órbita terrestre. La idea es volar a asteroides a partir de la próxima década y, hacia 2035, enviar un vehículo tripulado a la órbita de Marte. Este sería el paso previo a aterrizar en el planeta rojo.
“El problema no es tanto si podemos [ir a Marte] como si queremos”, dijo en mayo, en un coloquio en Washington, Wes Bush, presidente de la empresa aeroespacial Northrop Grumman. “En el pasado lo que más nos ha dañado ha sido la volatilidad de las visiones”. Cada presidente tenía sus planes que el siguiente modificaba. Y el presupuesto de la NASA depende del Congreso.
Está en juego la imagen que Estados Unidos tiene de sí mismo. ¿Seguirá siendo, como desde los años sesenta, pionero en la exploración espacial? Si no se encarga Estados Unidos de alcanzar Marte o de descubrir nuevos planetas, ¿quién lo hará? La pausa de la NASA ¿significa que está tomando carrerilla para empresas mayores? ¿O el espacio ha dejado de ser la prioridad de la superpotencia? ¿Es posible mantener el estatus hegemónico en la Tierra si China o Rusia mandan en el espacio?
En la Costa Este de Florida no se formulan estas preguntas, pero, cuando piensan en el futuro, lo tienen claro: se han resignado a que el espacio no sea, como fue durante medio siglo, el motor de la economía. “Las olas nunca se marcharán. El espacio ya se ha marchado dos veces”, dice Melissa Byron, responsable de marketing y desarrollo económico en el Ayuntamiento de Cocoa Beach. Byron se refiere al fin del Apolo y de los transbordadores y a la idea de que a Cocoa Beach le conviene diversificar los ingresos. La playa siempre estará allí. Los cruceros traerán turistas y llenarán los moteles.
Cuenta Tom Wolfe que, a principios de los sesenta, había chicas que iban proclamando por Cocoa Beach: “Ya tengo a cuatro, me faltan tres”. Se referían a los siete astronautas del proyecto Mercury. “El Cabo era coto vedado para las esposas [de los astronautas]”, escribe Wolfe.
En Lido, uno de los dos clubes de A1A, no hace falta el cartel de “vedado a las esposas”, como en la Cocoa Beach de Tom Wolfe. El olor a perfume barato es intenso. “Fotografías, no”, avisa un hombre en la entrada. Entre los clientes solo hay hombres. Ninguno con aspecto de astronauta. Los pocos astronautas que viven aquí o son jubilados o trabajan en el museo del espacio de Cabo Cañaveral, donde dan charlas a los turistas e intentan reavivar en los niños la ilusión por ir a las estrellas. Uno de estos astronautas es Bob Springer. Tiene 73 años y voló en los transbordadores Discovery y Atlantis.
“Seguimos seleccionando astronautas”, dice Springer, vestido de astronauta, en una sala medio vacía. Los turistas se hacen fotos con él. El museo, con salas de cine con pantallas tridimensionales y viejos cohetes en el exterior, tiene algo de parque de atracciones. Después de atender a los turistas, Springer dice que cada vez ve más interés en los jóvenes por el espacio, que sí, que la decisión de Obama de liquidar el programa del transbordador espacial fue un error, pero que no es la primera vez que la carrera espacial sufre un contratiempo y después resucita.
Si un día los sueños espaciales de Estados Unidos reviven será gracias a personas como el cliente que hace unos meses entró en el Shuttles Restaurant and Bar y pagó su consumición con una American Express negra, una tarjeta de crédito para los clientes más ricos. Darron Jobson, el propietario del local, miró el nombre en la tarjeta. “Era Elon Musk”, dice.
Musk es cofundador de PayPal, el sistema de pago por Internet; creador de Tesla, el fabricante de automóviles eléctricos; y accionista mayoritario de SpaceX, la razón por la que aquel día estaba en Cabo Cañaveral. Musk fundó SpaceX con una obsesión: colonizar Marte. “Siempre he dicho que me gustaría morir en Marte”, dijo en 2013. “Pero no por el impacto del aterrizaje”.
Ya no es la NASA la que lanza cohetes, sino una compañía privada trabajando para un país extranjero"
A Musk, de 43 años, le llaman el nuevo Steve Jobs. Mientras no llega a Marte, lanza cohetes no tripulados desde la base aérea de Cabo Cañaveral con suministros para la Estación Espacial Internacional o con satélites. No es un camino fácil. El 28 de junio, uno de sus cohetes, un Falcon 9 no tripulado con cargamento para la Estación Espacial Internacional, se desintegró unos minutos después de despegar de Cabo Cañaveral. “Es un recordatorio de que los vuelos espaciales son un desafío increíble, pero aprendemos de cada éxito y de cada revés”, dijo después del accidente el administrador de la NASA, Charles Bolden.
Dos meses antes, el 27 de abril, otro Falcon 9 de SpaceX despegaba del mismo lugar cargado con el primer satélite de telecomunicaciones de la antigua república soviética de Turkmenistán, un satélite fabricado por la empresa francesa Thales. El Falcon 9 tiene nueve motores, 68,4 metros de altura y 3,7 de diámetro. El nombre del cohete se inspira en La guerra de las galaxias, referente para la generación de Musk.
Desde las gradas que esta tarde ha instalado la NASA a orillas del Banana Creek, uno de los cursos de agua de Cabo Cañaveral, el Falcon 9 parece un palillo, difícilmente distinguible de las estructuras de metal del lugar de lanzamiento. Está a 10,1 kilómetros. Faltan dos horas para el despegue y las gradas están medio vacías. “Cabo Cañaveral es uno de los lugares más antiguos de Estados Unidos”, dice un empleado de la NASA que ejerce de maestro de ceremonias del despegue del Falcon 9. Su misión consiste en entretener al público con información técnica, anécdotas y chascarrillos.
La historia no se repite pero rima, según el aforismo atribuido a Mark Twain, y una de las rimas más evocadoras de la historia de la humanidad es Cabo Cañaveral. Uno de los primeros lugares donde los europeos pusieron un pie en América es el mismo lugar del que la humanidad partió hacia las estrellas. El sitio donde el ser humano ha puesto en marcha su tecnología más avanzada es uno de los espacios naturales mejor preservados de Estados Unidos, casi intacto desde que Ponce de León llegó a Florida a principios del siglo XVI.
Otra paradoja: el proyecto más ambicioso de Estados Unidos –patria del libre mercado– en el siglo XX es público: el Estado con todo su peso. Los murales de astronautas en los edificios de la NASA tienen un aire estatalista –o soviético–, como lo tiene el edificio de ensamblaje de vehículos (VAB, en sus iniciales en inglés), construido en los años sesenta para unir las piezas de los cohetes del programa Apolo. El VAB –160 metros de altura, 218 de largo y 158 de ancho– es una de las construcciones más grandes del mundo, un hangar gigantesco, una catedral del poder tecnológico de Estados Unidos.
Es un edificio tan alto que, a veces, cuando las puertas están abiertas –y las puertas son tan altas como para dejar salir un cohete–, entran nubes y llueve. Lo explica la escritora Margaret Lazarus Dean en el libro, recién publicado, Leaving Orbit (saliendo de la órbita), una crónica nostálgica sobre los últimos días del shuttle. “Los técnicos notan las gotas de lluvia, y entonces levantan la mirada desde su puesto de trabajo, donde ensamblan la nave, y se dan cuenta de que llueve levemente y de que las lejanas ventanas del tejado están oscurecidas por nubes lluviosas de interior”, escribe Dean.
Esta tarde no llueve en Cabo Cañaveral, pero una nube baja retrasa el lanzamiento del Falcon 9, previsto para las 18.14. Los turistas aguardan. “Os recomiendo que dejéis la cámara y el móvil y viváis la experiencia con vuestros ojos”, dice el maestro de ceremonias. Antes ha explicado qué es el Falcon 9 y quién es Musk. El héroe del espacio no es el astronauta. Ahora es un empresario de Silicon Valley. Ya no es la NASA, el gigante pagado con los impuestos del contribuyente, la que lanza cohetes, sino una compañía privada. Y el lanzamiento ya no es un proyecto made in USA, sino de una empresa privada norteamericana trabajando para un Gobierno centroasiático con un producto, el satélite, francés.
Son casi las siete de la tarde y el viento ha barrido la nube que sobrevolaba el lugar del lanzamiento y se oye un rugido lejano. Después todo va rápido. En los altavoces suena la cuenta atrás de la web de la NASA, pero el sonido llega con retraso. El Falcon 9 es un cohete sin tripulación, solo con un satélite. No importa. El momento en que la humanidad desafía la gravedad y asciende al espacio –hoy y en los años de Gagarin y Glenn– siempre es mágico. El Falcon 9 se eleva despacio, majestuoso. Después todo se acelera: la estela se hace más larga que el cohete y el temblor parece un terremoto. Las aguas del Banana Creek se agitan, saltan peces, el público aplaude, y el cohete sube y sube.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.