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Un año con Leiva en el viaje de su vida

Acompañamos al músico en la gestación de su nuevo disco, ‘Gigante’. De un estudio de grabación en EE UU a su casa de campo perdida en la montaña. Un periplo lleno de momentos íntimos y secretos nunca contados sobre su infancia, la música y la ansiedad que vino con el éxito

Leiva
Leiva, en Sonic Ranch, Texas.James Rajotte
Fernando Navarro

Con una copa de vino tinto en una mano y un revólver Smith & Wesson modelo 29 en la otra, Leiva (Madrid, 44 años) decide contar el día que un perdigón le atravesó el ojo derecho hasta quedarse incrustado en su cabeza. Quizá movido por coger la misma arma que hizo famosa Harry el Sucio o quizá porque ese día se ha producido un eclipse solar histórico en este lado del globo que, según los más supersticiosos, puede causar fenómenos extraordinarios, o puede que, sencillamente, porque, como sucede siempre que Leiva está entre amigos, le gusta hablar sin filtros, el músico explica cómo su primo Vikxie, “más que un primo, un hermano” y una de las personas a las que más debe su “amor a la música”, le voló sin querer un ojo cuando apretó el gatillo de un arma que ambos pensaban que estaba descargada. Le habían robado la pistola a su tío y se llevó el perdigonazo a los 12 años. Corría 1992. De camino al Hospital Ramón y Cajal, con la cara ensangrentada y su tío y su primo acompañándole en el coche a toda pastilla por Madrid, Leiva recuerda que empezó a sonar en la radio ‘Knockin’ on Heaven’s Door’, en la versión de Guns N’ Roses, y que esa canción le dio paz, tanto como la conversación con el celador que empujó su camilla de urgencia al quirófano donde sería operado durante siete horas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el celador dentro del ascensor.

—Miguel —contestó el niño.

—¿Sabes que eres un tío con mucha suerte? De todas las cosas que uno puede perder en el cuerpo, perder un ojo es una de las pocas que no cambia nada. Tienes dos ojos y vas a poder hacer tu vida exactamente igual que hasta ahora.

Aquel mensaje de aquel celador “flaco y calvo con pocos pelos pelirrojos asomando por los laterales” se quedó “rebotando” en su cabeza hasta hoy. Porque Leiva sigue pensando que es un tío con suerte.

Leiva en el estudio de grabación. Foto: James Rajotte | Vídeo: EPV

La palabra suerte retumbó con fuerza en el WiZink Center el 26 de diciembre de 2023 cuando Leiva puso fin a la gira Cuando te muerdes el labio después de tres noches llenando el pabellón madrileño. En total, acumuló más de 45.000 espectadores. Una gira que, además, comenzó con el Goya a la mejor canción original por ‘Sintiéndolo mucho’, junto a Joaquín Sabina, y que supuso el segundo Goya tras el conseguido en 2018 con ‘La llamada’. Sobre el escenario, el músico dijo: “Tengo mucha suerte de tener este público y esta banda”. Cuando entrada la noche en la fiesta fin de gira en el Club Malasaña, Leiva, con su característico look de dandi de traje fino y sombrero, saludaba a todos los invitados que no le dejaban ni un respiro, nadie se preguntaba ni remotamente que fuera un tipo con suerte. Porque, ante los focos, todas las estrellas parecen siempre destinadas al lugar privilegiado al que han llegado. Pero, de repente, se quedó unos segundos solo, buscó con la mirada a su hermano “Juanchito” en la sala y, de entre la decena de cosas que le dio tiempo a pensar, una le vino de muy dentro: con suerte o sin ella, él seguía su viaje. Porque el viaje no acababa esa noche. Continuaba y había un próximo destino que le hacía una ilusión tremenda: Sonic Ranch, Texas. Ya estaba todo listo y muy pocos lo sabían en aquella fiesta.

La noche es profunda en Tornillo, un rincón de El Paso, en la frontera de Texas con México. A la hora en la que los coyotes recorren el desierto en busca de comida y los gatos se pasean por los jardines de los estudios Sonic Ranch, Leiva cuenta delante de su hermano Juancho, cantante de Sidecars, y su amigo argentino Mateo Sujatovich, el hombre detrás de Conociendo Rusia, la situación “ultragrave” que le dejó sin un ojo. Falta César Pop, “otro hermano” y organista de la banda, porque descansa en su habitación. La pistola ha llegado a la mesa por Tony Rancich, dueño de Sonic Ranch, un “viejo hippy” afable y alto, que bien podría estar en el reparto de la próxima película de los hermanos Coen. Tony le ha dicho a Leiva que, si sale a correr como acostumbra todas las mañanas, debe tener cuidado con los perros salvajes que merodean en manada por esta zona árida y dura. “¿Qué hago si los veo?”, pregunta el músico. El dueño de este rancho inmenso, en el que hay seis grandes estudios de grabación por los que han pasado Arcade Fire, Bon Iver, Fiona Apple, Waxahatchee o Natalia Lafourcade, se ha levantado de la mesa, ha ido a su despacho, ha vuelto y ha dicho, mostrando su pistola y cediéndosela a los comensales para que sepan cómo pesa: “O corres más que esos animales o mejor que los pares con esto”. Es en ese momento, en el que el músico ha cogido el arma por indicación de Tony, cuando Leiva ha reconocido que a él las pistolas no le gustan nada y que, con una tan cerca, no puede dejar de pensar en el día que una le estalló a dos palmos de la cara. Al contar con todo lujo de detalles aquel día, su hermano Juancho, con la boca abierta, ha dicho: “Joder, bro, nunca me habías dado tanta información”.

Nada parece casual en lo más profundo de Texas. Para llegar hasta esta antigua hacienda del siglo XIX, el jeep tuvo que atravesar decenas de kilómetros por el desierto hasta alcanzar Tornillo, una pequeña población dividida por un interminable látigo metálico por el que pasan trenes de carga donde el tiempo se detiene como en un plano a cámara lenta de Sam Peckinpah. Al otro lado de las vías, como un fuerte con sus propias normas, solo está Sonic Ranch, el rancho de decenas de hectáreas que acaba en el muro de la frontera, con Ciudad Juárez al fondo.

Es 8 de abril de 2024 y Leiva se encuentra en Sonic Ranch grabando las últimas canciones de su nuevo disco, Gigante (Sony), que se publicará el próximo 4 de abril. Viene de estar en Las Vegas, donde ha acompañado al campeón del mundo de boxeo en la modalidad de superligeros, Isaac Pitbull Cruz. Le escoltó en el conocido paseo (walkout) hasta el ring. Antes de la cena en la que contará el suceso que marcó su vida desde niño, ha estado jugando al billar en el jardín principal, un espacio como salido del viejo Oeste donde lucecitas de colores cuelgan por los soportales para decorar la piscina, la zona de barbacoas y las habitaciones. En el salón más grande, vinilos de Pink Floyd, Jimi Hendrix y otros artistas actuales como Buck Meek, integrante de Big Thief, descansan junto a lámparas art-decó y un entorno comunitario con rollo hippy donde los músicos se sirven la comida por sí mismos en la cocina. “Menuda setentada es todo esto”, dice Leiva. “Mi vida consiste en conseguir que el potenciómetro de ilusión no baje. Y esto me mata de ilusión. Vengo hasta aquí para estar con mis amigos. Aquí hay una artesanía vintage que usaba la gente con la que llevaba forrada mi carpeta”. A lo que Mateo añade: “Ahí está la magia. A vos te hace feliz”.

Un detalle de los botines de Leiva.
Un detalle de los botines de Leiva.James Rajotte

Ese día, por la mañana, ha sucedido algo si no mágico sí muy especial y que los medios de comunicación de medio planeta han calificado como el gran eclipse total de América, un acontecimiento que ocurre cada muchísimos años y oscureció el mediodía norteamericano hasta dejar el cielo de gris ceniza. En mitad del desierto, un silencio casi legendario se apoderó del horizonte. Previamente, la cadena CNN había informado de que muchos colegios habían cerrado en Estados Unidos y grupos de adolescentes por todo el país habían organizado quedadas con drogas para dejarse llevar durante la histórica noche ficticia de aire distópico. Según la antigua cultura mexicana, este tipo de eclipse sucedía porque un gigantesco dragón intentaba devorar el sol y, con ello, traer malos augurios. Por eso, para ahuyentar al devorador de soles, los mexicanos se ponían a golpear tambores con mucha fuerza. En el corazón mismo de una frontera llena de mitos y calaveras, donde se diluyen EE UU y México, Leiva y los suyos hicieron algo parecido: entraron al Big Blue Studio y se consagraron a la música. Era como si quisieran que el monstruo no se pudiese salir con la suya.

El Big Blue Studio es una gran nave en mitad del desierto. Los bungalós de los músicos quedan a unos metros, al igual que la cabaña convertida en un estudio de grabación de voces en la que Bon Iver registró las suyas para su último álbum. Orgulloso, Leiva la visita. Por los ventanales de Big Blue Studio, una luz tenue concede a este espacio de madera de nogal repleto de instrumentos un toque de ensoñación artesanal. Los micros están guardados en una caja fuerte, como si hubiese temor a que pudieran ser robados por bandidos del salvaje Oeste, y las lamparitas tienen una base en forma de bota de cowboy. Cuando César Pop entra, exclama: “¡Joder, qué felicidad de sitio! Es un sueño”. Y se sienta rápidamente en un órgano B-3 y dice con sorna: “Ya si lo supiese tocar bien sería increíble”. Son las 10:00 de la mañana y todos están con una escucha matinal de la toma del día anterior. Como reconoce Leiva, siempre le gusta hacer una escucha de la última toma a primera hora del día siguiente. “¡Ahí está! ¡La voz tiene que salir a morder!”, dice el músico, que queda contento con la última toma de ‘Barrio’, una de las canciones que se incluyen en Gigante. La tarde anterior, buscaba más intensidad a su timbre después de un comienzo de piano a lo Elton John. “Tengo la patata al dente”, asegura Mateo. Ambos están sentados junto al productor Jerry Ordoñez, natural de Chihuahua, aunque se define de “todas partes” y se crio dentro de Sonic Ranch.

‘Barrio’ es una canción en la que Leiva homenajea a su barrio madrileño, Alameda de Osuna. “Soy un chaval de mi barrio. Pertenezco a esas calles desde hace 44 años y siempre he sido feliz”, confiesa. De esas calles salió Miguel Conejo Torres, más conocido como Leiva, aunque sus amigos le llaman simplemente Lei. En los noventa, las pandillas de la Alameda se referían al barrio como “el Seattle madrileño” porque era más fácil coger una guitarra que un balón en un territorio abundante en locales de ensayo y bares con música en directo. Despuntaron Buenas Noches Rose y Le Punk, grupos con los que creció Leiva, que empezó a tocar la batería en Malahierba. Todo cambió cuando en 1998 formó Pereza, una banda que acabó en dúo junto a su amigo Rubén Pozo. “Con Pereza, Rubén y yo entendimos rápidamente que nuestro camino se parecía más al de Los Rodríguez que al de Los Enemigos”, indica. Por ese camino, Pereza saltó a la primera división del pop-rock español en 2005 con Animales. Cuando estaban en lo más alto, en 2009, decidieron dejarlo. “Recuerdo que Carlos López, presidente de Sony, me dijo: ‘Leiva, te estás pegando un tiro en la rodilla’. Y le dije: ‘Lo sé”, cuenta el músico, que también explica las razones de la separación: “Después del disco Aviones, Rubén quería más presencia de sus canciones en el próximo trabajo y me propuso hacer dos: uno con mis canciones y otro con las suyas. Nos dimos cuenta de que realmente estábamos hablando de dos discos en solitario. Entendimos que estábamos poniendo en riesgo nuestra amistad y nos separamos. No tardamos ni un mes en hacerlo”. Tuvo que empezar de cero en solitario y no pudo contar con banda. Como confiesa: “Jamás osé pensar que mi carrera podría tomar la dimensión de Pereza”. No solo eso: su carrera se hizo más grande. Y, encima, por el camino, se alió con Joaquín Sabina, al que le alzó de nuevo con el disco Lo niego todo, en colaboración con el escritor Benjamín Prado.

Hoy, Leiva está en Sonic Ranch grabando su séptimo álbum. Todos los pasos dados en este viaje le han llevado hasta este momento en el que intenta meter un solo de guitarra para otra de sus nuevas canciones, ‘Cuarenta mil’. “Un momento, lánzame la mezcla”, indica con una guitarra blanca que tocó la leyenda del country-rock Stevie Ray Vaughan. “Quiero que sea muy California”, añade. Mateo le pide que se ponga a tocar las salidas de los estribillos para apreciar mejor la parte de guitarra. “¿Te echo una mano a los pedales, brother?”, pregunta Juancho. “Ok, para mí, esto tiene que ser piano y no guitarra”, concluye Leiva. César Pop se mete en el estudio. Leiva habla: “Haría un Hammond americano aquí, Pop”. “¿De planchar?”, pregunta el organista. “¡Eso es! Si no queda muy happy y no lo queremos tanto”. César Pop se concentra para dar con el punto: “Me estoy buscando. Tengo que ver cómo pongo los dedos”. Las notas se desprenden con un gusto dulzón mientras Leiva mete un riff. Los minutos de música entre ambos se van empastando hasta que Leiva exclama: “¡Ya he agarrado el tren! Quiero esos grains de Norah Jones, Pop”.

Grains es una palabra inventada por Leiva para referirse al tono que busca en una canción, como el sabor de un ingrediente que marca el guiso. Todos en el estudio usan referencias musicales para entenderse: “dame un toque de guitarra Tom Petty”, “mete un piano Randy Newman”, “unos coros Beach Boys”… Es un verdadero trabajo de orfebrería: componer en directo una canción, a la vieja usanza, tanto que la mesa de mezclas de Big Blue Studio puede grabar en analógico. Fue la mesa de sonido de Prince y Madonna y ahora preside este estudio. Si Jerry dice rolling, es la señal con la que indica que comienza a grabar. Las bobinas corren y las cintas giran con alegría. Seis de las 14 canciones de Gigante están grabadas en Sonic Ranch con cinta analógica. En este tipo grabación se convive “con los errores”. “De esta forma, tienes muy pocas oportunidades con las pistas. Desde mi punto de vista, es más conmovedor y se parece más a mis referencias. Tienes que apostar por la toma más emocionante”. Mientras el resto del mundo apuesta por lo digital y el viraje hacia la electrónica, Leiva invierte dinero en poder registrar con “artillería antigua” de una forma más orgánica y natural. “Grabar aquí no es un manifiesto, aunque lo parezca. Pero tampoco tengo la ambición de conquistar a las generaciones nuevas. Sólo quiero regar lo que tengo y, con suerte, que se sume alguien”.

Los mocasines blancos de Leiva golpean la alfombra. Todos están a su alrededor escuchando la toma de ‘Cuarenta mil’. “Podría escuchar esta parte 28 veces en bucle”, señala Juancho. Esta parte es la que llevó a todos toda la tarde anterior para dar con el grain exacto. “Me gusta este pirulete”, afirma Mateo. “¡Estamos dentro!”, grita Leiva. Todos se abrazan.

El nuevo disco ya estaría terminado.

Es julio y el calor pega en Malasaña. A veces, el verano de Madrid puede ser peor que Texas. Leiva espera en un bar. Guarda una sorpresa: el nuevo disco tendrá una canción más. Cuenta que, tras regresar de EE UU, un amigo íntimo cayó en una depresión y necesitó componerle una canción. Se titula ‘Caída libre’. A medida que la escribía, pensaba que le iría “maravillosamente bien” la voz de uno de sus ídolos: Robe Iniesta. Nunca creyó que pudiese aceptar. Como un niño con un trofeo recién ganado, Leiva saca el móvil y muestra las conversaciones con Robe. Va a grabarla. “Me dijo: ‘Si te animas a escribir una estrofa más recia, estaré encantado”.

Como su amigo, Leiva también sabe lo que es “caer a la lona”. Cuenta que desde hace mucho tiempo convive con “un bicho” llamado ansiedad, que deriva muchas veces en ataques de pánico. De hecho, todo el nuevo disco está plagado de referencias a ese bicho en sus distintas formas y caras, aunque, asegura, que las cuela sin darse cuenta: “Siempre me pasa lo mismo: escucho el disco terminado y me doy cuenta de que incluyo más pensamientos de los que soy consciente cuando compongo”.

Todo empezó en 2013, “el peor año” de su vida, cuando todavía andaba intentando consolidar su carrera en solitario. Las malas noticias se le juntaron de golpe. Le dejó tras cuatro años de relación su por entonces novia, la actriz Michelle Jenner. Además, supo que uno de sus mejores amigos le estaba robando dinero de una manera muy sucia y salió mal un proyecto en el que se había dejado “el cuerpo y el alma” con su ídolo, Johnny Cifuentes, líder de Burning, quien le puso “unas condiciones finales inaceptables” tras componer todo el disco de arriba abajo y tocar todos los instrumentos para él. Se sintió traicionado por todos los frentes. Fue la primera vez que le dio un ataque de pánico. El primero de muchos cada vez más “atroces”. “Los médicos lo llaman despersonalización o desrealización. Es como si me saliera de mí y me quedo con la sensación de que me voy a desmayar todo el tiempo. Pasa de cero a cien y no puedes hacer nada”, cuenta. “Imagínate que estás en ayunas, te fumas un porro de marihuana y te tiran a la Gran Vía en el momento de más tránsito. Esa locura es lo que sientes. Te sales de ti, las cosas suceden en off y piensas que en ese agobio te vas a desplomar”. Durante años, trató el problema en terapia y con medicación. Tanto fue así que surgió otra complicación: se enganchó al orfidal. “Fue muy duro. No conseguía dormir ni dos horas al día y necesitaba ese tranquilizante demasiado”.

Leiva prueba su guitarra en el Big Blue, el estudio más grande de Sonic Ranch.
Leiva prueba su guitarra en el Big Blue, el estudio más grande de Sonic Ranch.James Rajotte

Hoy ya no va a terapia ni se medica, y agradece de corazón el papel que desempeñó su antigua pareja, la actriz Macarena García, para sacarlo del pozo. “Me ayudó de verdad. Me curó durante muchos años. Ni la medicación ni la terapia hicieron tanto como Maca. Es una de las personas más importantes de mi vida y en las que más creo. Estoy eternamente agradecido por el amor que tuvimos”. Con todo, el bicho sigue ahí. “Convivo con él. Todavía se me sale la cadena de la ansiedad, pero ya no es igual de preocupante”. Dice que sus ansiedades tienen que ver con sus “inseguridades” y que aún no es capaz de “gobernar lo de estar en el foco”. Y, por extraño que parezca en un músico de éxito, una de sus inseguridades es su voz: “Siempre he tenido un enorme complejo con mi manera de cantar”, explica. “Tengo buenos compas que tienen unos vozarrones que ya quisiera yo. Yo nunca conté con esa voz y entendí que mi oportunidad eran las canciones. Carlos Tarque puede cantar una zarzuela o un blues y te los comes con patatas. Yo tengo que contar cosas porque mi voz no aguanta”.

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El otoño asoma por la sierra de Guadarrama. La casa de campo de Leiva está perdida en unos verdes parajes. Es una preciosa estancia rodeada de tranquilidad, donde le gusta componer muchas canciones, como en la que está trabajando estos días para el nuevo disco de Sabina. En este rincón del mundo, Fernando León de Aranoa es su vecino. Otro vecino, Félix, “el vaquero del pueblo”, le regala huevos de corral a cambio de que le deje meter sus vacas en el prado de su casa. “Buen trueque. Porque además me dejan esto como el césped del Bernabéu”, dice con una sonrisa mientras trabaja en su huerto, al que no le falta de nada: tomates, calabazas, chiles, zanahorias, acelgas, judías, fresas… Hoy, toca coger unos calabacines para cocinar la receta de tortilla de su madre. “En esta casa, bajo la dopamina”, afirma.

El tema de la voz vuelve a salir. En esta casa también se refugia cuando necesita pasar los momentos más duros relacionados con la que es su arma más importante. Porque Leiva sufre unos problemas en una cuerda vocal que le hacen perder voz. Decide contarlo sin cortapisas, aunque sea un verdadero estrés mental para alguien que vive de cantar. “Tengo una cuerda vocal casi parada que se va atrofiando y haciendo más fina. Ahora mismo es un hilito”, explica mientras busca calabacines. La primera vez que lo confesó fue en Sonic Ranch durante la comida de un asado hecho por Fede, su mano derecha y asistente en gira. Ese día, reconoció que era “una movida muy chunga” verse sin voz. Las afonías le preocupan de verdad porque le obligan a cantar en un tono más bajo e incluso al final de la gira Cuando te muerdes el labio tuvo que respaldarle la voz de su hermano Juancho, muy parecida, en los peores momentos. “Pero tiene cura: me inyectan un líquido y es como la pócima de Astérix”. A diferencia de los galos, a él le tarda en hacer efecto cuatro meses, tiempo en el que está sin apenas hablar y aprovecha para recluirse en esta casa de campo. De esta forma, hará un esfuerzo por cantar el pasado enero en el concierto 40 aniversario de su amigo Coque Malla, donde se disculpará por su voz en fase de recuperación.

Leiva muestra el cuaderno con canciones para el nuevo disco de Sabina.
Leiva muestra el cuaderno con canciones para el nuevo disco de Sabina.James Rajotte

Mientras el sol cae limpio sobre la ladera de la montaña, el músico se sigue haciendo más de carne y hueso y reconoce otra preocupación: el alcohol. La médica acaba de informarle que la última analítica ha salido “fea” y tiene “valores alterados”. “Puede haber un daño físico en el estómago”, señala. Debe dejar de beber o, al menos, controlarlo mucho. Mientras cocina, cuenta que nunca toma bebidas fuertes, pero que lleva 20 años bebiendo al menos una botella de vino diaria. “Me encanta el vino. Mi cabeza funciona a todo gas y esas copitas me ayudan a bajar un cambio”. Por primera vez en su vida, tiene que “gobernar” el consumo. De hecho, comerá la estupenda tortilla de calabacín sin vino. Está intentando cumplir con lo que le pide la médica, aunque apunta: “Me niego a llevar una vida monacal. Las giras son algo lúdico y tendré que ver cómo lo hago”.

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Es fácil ver a Leiva en conciertos. Quizá sea uno de los músicos españoles que más conciertos asiste -y que más le gusta hablar de los bolos de otros-, más allá de las citas donde tocan sus amigos. Igual está en la actuación de la banda de melómanos The Lemon Twigs como en la de Paul McCartney, en la que aguarda en la penumbra y sin abrir la boca por su tratamiento de la voz. Siempre intenta pasar desapercibido, pero el foco le persigue. El mismo foco que igual ilumina como ciega y que supone estar expuesto a las críticas. “Cuando no gustas a alguien y te critica, lo asumo con deportividad. Porque, para la vida que tengo, el peaje es justo. Incluso ahora lo asumo con humor”, explica sobre su posición de estrella. No siempre fue así: cuando comenzaba con Pereza, las críticas no se llevaban igual de bien. “Al principio, Rubén y yo sufríamos mucho con algunas reseñas. Vivimos en un país muy borrico. Nos denostaban diciendo que nuestros conciertos estaban llenos de chicas. Fíjate qué estupidez de argumento. El integrismo rock nos cuestionaba por eso”.

Sobre el escenario, con el foco, a veces también se achaca a músicos tan importantes como él que pequen de no entrar en temas más sociales y políticos, pegados a los problemas de la calle. “Nadie puede decir a nadie que tiene que hacer con el altavoz artístico. Uno tiene que utilizar su altavoz para hacer lo que le dé la puta gana. Los héroes que utilizan su altavoz para concienciar tienen toda mi admiración. Yo no he tenido esa pulsión o ese talento. Tampoco he venido a educar a nadie. Soy el peor ejemplo para mí mismo. No quiero ir dando lecciones de nada. Bastante tengo con lo mío como para señalar. Es que para señalar debería antes tener el dedo limpio. Si un día se me inflan los cojones y necesito escupir fuego con la política, lo haré, pero que nadie me obligue o me diga lo que tengo que hacer”. Y, después de asegurar que como ciudadano lo que más le preocupa es “el auge de la ultraderecha en todas partes”, concluye: “La política también es limpiar tu calle, preservar tu vecindario e ir a votar, no sólo las canciones”.

Es noviembre, los árboles están vestidos de melancolía con sus hojas marrones y amarillas y, desde hace unos días, ya circula el primer sencillo del disco, ‘Gigante’, mismo título que llevará el álbum. “Ahí di uno de mis primeros conciertos”, dice Leiva en el camping de la Alameda de Osuna. “Yo siempre he querido hacer como Bruce Springsteen cuando le veía en 1975 en un vídeo de un club de Londres. Estaba con su gorro de mendigo, con su banda y esos metales en el escenario. Eran amigos tocando juntos. Yo siempre he querido eso: una banda de amigos sobre un escenario”. Ese deseo enlaza con lo que dijo otra noche en lo profundo de Texas, bajo las estrellas de un cielo ancho y silencioso: “Yo nunca he tenido la sensación de comer mierda con la música. Siempre he tenido el ritual de la música como algo mágico. Fuera para tocar ante dos personas o ante miles. Mi combustible siempre ha sido la ilusión. Haría música hasta debajo de un puente”.

Mientras camina hacia casa, en esta tarde en retirada, también recuerda el primer concierto que dio en su vida. Corría 1993. Tenía 13 años. Su primo Vikxie había conseguido que les dejasen tocar en el salón de actos del colegio, “como en la película de Regreso al futuro”. Se prepararon tres canciones: ‘You Really Got Me’, de The Kinks; ‘Wild Thing’, de The Troggs; y ‘Light Me Fire’, de The Doors. Leiva se puso a la batería y la tocó con ayuda de guías de teléfono. No solo eso: también tenía el brazo roto tras haberse caído con el monopatín. Era la segunda vez que se lo rompía.

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Apenas un año antes, también tenía el brazo escayolado por saltar con la bici nueve escalones. Así iba el día que recibió el disparo que le voló un ojo y por lo que llevó una chapita al cuello en la que indicaba que no podía acercarse a rayos X por culpa del perdigón, que no pudieron sacarle hasta 1999. Y, como si la música fuera el mejor artilugio para evitar todo eclipse y todo mal, sucedió un detalle no menor. Mientras su tío conducía angustiado hacia el hospital, aquel niño de 12 años, lleno de sangre, con un ojo destrozado y un brazo escayolado, soltó el trapo que le cubría la mitad de la cara para hacer el redoble de batería de ‘Knockin’ on Heaven’s Door’ que sonaba por la radio. Al recordar Leiva ese momento tan trascendental, concluye, sin darse cuenta de que está concluyendo toda su existencia: “¡Es que estaba muy flipado con ese redoble de batería de Guns N’ Roses versionando a Bob Dylan!”.

Aquel niño acababa de comenzar su viaje con la fuerza de un gigante.

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Sobre la firma

Fernando Navarro
Redactor cultural especializado en música. Pertenece a El País Semanal y es autor de La Ruta Norteamericana. Crítico musical en Cadena Ser. Pasó por Efe, Abc, Ruta 66, Efe Eme y Rolling Stone. Ha escrito los libros 'Acordes Rotos', 'Martha', 'Maneras de vivir', 'Todo lo que importa sucede en las canciones' y 'Algo que sirva como luz'. Es de Madrid.
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