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Qué luna la de aquel día...

El periodista que transmitió por TVE la llegada del hombre a la Luna recuerda ahora las vibraciones de aquella noche, cuando el mundo, quizá, se puso a soñar...

El astronauta Buzz Aldrin pisa La Luna, junto al módulo lunar en la misión Apolo 11
El astronauta Buzz Aldrin pisa La Luna, junto al módulo lunar en la misión Apolo 11NASA

Estas cosas uno no las puede remediar: cada vez que ahora me acuerdo de la noche de la Luna (¿dónde estabas tú la noche de la Luna?) siem­pre me sale un estribillo, hasta lánguido, de los Beatles: Oh, I believe in yesterday... Sí, claro: creer en el pasado es una consolación de los que aún no sabemos si creer en el mañana. Luego, en noches de tedio solitario, también me acuerdo del poema que escribió McLeish —por encargo, supongo, a tanto el verso y la finura a tanto- para la primera página de The New York Times ese día vigésimo del mes séptimo del año sexagesimonono, cuando, por decirlo con titular periodístico muy sobado por aquellas fechas, «los hombres pisan la Luna». Cierto: todo era muy sobado por aquellas fechas, pero el poema de McLeish, entonces, quizá tuvo su miga, no lo sé: «Y en el cuarto día, por la noche, bajamos como un rayo y pusimos el pie sobre tus playas y sentimos pasar por nuestros dedos tu arena fina. Y nos levantamos, aquí en el crepúsculo, en el frío, en el silencio. Y aquí, como en el principio de los tiempos, levantamos nuestras cabezas. Y sobre nosotros, más bella que la Luna, una luna.»

Bueno, sí: seguramente no estuvo mal. Pero 18 yo, la verdad, lo que más recuerdo y lo que siempre sí quiero recordar de la noche de la Luna es que había un hombre y una mujer sobre el césped manicurado de la NASA, como en sueño o en dormición o en lo que fuera, mirando ellos hacia arriba tal cual e imaginando ellos que sí veían a Neil Armstrong y a Buzz Aldrin en la Luna que por allí, entre nubes, se apareció. Que sí los veían, que los estaban viendo por las are­nas, las que luego dijo McLeish, tan finas y tan grises y tan recién desvirgadas. Pero eso fue al final de todo. Primero, al principio, en el prin­cipio de aquella noche, fue que se nos hacían el culo y los labios y las almas agua por lo que allí iba a pasar. Y eso era, según nos dijeron, que en un cierto momento aparecerían por nuestros monitores las primeras imágenes y se oirían las primeras palabras de un hombre sobre la Luna: fe es creer aquello que verdaderamente quere­mos creer. Y yo me recuerdo con el corazón en la nuez de mi garganta: qué inocentes éramos, entonces, todavía. Y también revivo, ahora que me pongo a pensarlo después de diez años, una grandísima y nerviosa y hasta sensual algarada. Después de todo, 3.497 periodistas dan para mucho ruido. Periodistas registrados y con sus papeles en orden, quiero decir. Y no cuento a los periodistas emboscados, consorte, amantes, francotiradores, amigos, conocidos y de oca­sión.

Me recuerdo con el corazón en la nuez de mi garganta: qué inocentes éramos, entonces, todavía

Otra cosa: hacía calor aquella noche en Houston, por donde la marisma huele a petróleo y a boñiga de vaca. Ya lo había anun­ciado el periódico de la mañana: «Nubosidad considerable, con riesgos de chubascos y de tormentas. Temperatura en los treinta grados.» Pero hacía más calor de sangre en los recintos del centro espacial. Y un ansia de besos que las gentes se daban o se robaban, de paso, por las esquinas. «Esta noche todos somos hermanos.» Sí, eso sí... Y luego, por fin al fin, se hizo un silencio grandísimo, como de eclipse o de retre­ta. Y en mi monitor de televisión apareció una cosa blanca que yo no sabía lo que era. Y resultó ser Armstrong. Y de lo que dijo, pues yo no creo que nadie se enteró así de primera instancia hasta que vinieron las secretarias en un vuelo: «Ha dicho no sé qué de un pequeño paso y un gran salto.» Bueno, vale... Y de lo que yo dije sólo recuerdo una solemne, seguramente, estu­pidez: «Y miren cómo Armstrong tantea con sus pies el suelo de la Luna, como un niño extiende los brazos hacia su madre...» Absolutamente gilipollas. Pero yo lo sentía entonces, y ahora no me da ni vergüenza ni nada.

Y después, a las tres horas de función o así, todo ya terminó (esperemos que el espectáculo les haya gustado, como también cantaban los Beatles) y se hizo un pandemonio y triquitraca generales, con banderas americanas que salían de todas partes y puros con su vitola y abrazos y parabienes a discreción. Y yo recogí mis papeles y me salí al patio de la NASA, y allí fue donde se pasó lo del hombre y la mujer, que ahora mismo lo copio tal como lo puso en imprenta, por aquellos días, un cierto escribano:

“A la salida del edificio número 1 de la NA­SA, en Houston, hay una ladera de césped liviano, mínimo tobogán de hierba fresca. Y había un hombre y una mujer, allí echados, cara a la Luna, casi luna de Jueves Santo, que por entre unas nubes se estaba. Era la madrugada del lunes 21 de julio (hora española), y Arms­trong y Aldrin habían ya terminado, entonces, de caminar por la carátula empolvada. Y dijo la mujer: a partir de hoy ya no seremos los mismos, nunca más...»

Y eso, yo lo sé, resultó ser cierto después. Porque cuando el hombre y la mujer se vieron otra vez, en la cosa de Apolo XII, ya sí que no eran los mismos y ya sí que no se amaron nunca más. Pero entonces, aquella noche, en los mote­les de Houston, nadie quiso pensar sino en lo que dice Kris Kristoferson: que el diablo se lleve el mañana. Y ahora les copio otra vez:

Aquella noche fue una históri­ca, espléndida, magnífica grosería.

«Aquella noche hubo de todo: de lo bueno y de lo alto, de lo malo y de lo bajo. Todos lleva­mos en nosotros un gran señor de altivos pensa­mientos y, a su lado, el servidor humilde, de las ruines obras. Aquella noche hubo de todo y la Luna hacía eses por las carreteras de Texas. Y los hombres y las mujeres, ebrios de historia y de espacio, se echaron en las piscinas, y los vasos de plástico se echaron en las piscinas, y una sangre gloriosamente alcohólica se echó en las piscinas, y los huesos de pollo se echaron en las piscinas, y un manchurrón de labios y colorete se echó en las piscinas. Y por la mañana, ya, la Luna nos amaneció ahogada y beoda en las piscinas.» Bueno, tampoco hay que ponerse así. Ni tan carnles como los que estábamos en Houston, ni tan exquisitos como McLeish: «Desde el prin­cipio de los tiempos, antes del principio de los tiempos, antes de que los hombres supieran el sabor del tiempo por primera vez, ya pensába­mos en ti.»

Yo, la verdad, no pienso mucho en la Luna. Y si pienso, cuando pienso, tampoco me dan es­calofríos. Eso sí: aquella noche fue una históri­ca, espléndida, magnífica grosería.

El paso y el salto

La página 339/2 del libro de transcrip­ciones correspondientes al viaje del Apo­lo XI va marcada en su parte superior con los siguientes datos: fecha, 20 de julio de 1969; hora, 21.52 (tiempo de Houston, Texas); momento del vuelo, 109 horas y veinte minutos. La página está dedicada a sólo doce líneas en inglés. Se trata de un casi monólogo que, traducido, podría quedar así:

Armstrong. Voy a salir del módulo lu­nar, ahora...

Armstrong. Este es un pequeño paso para un hombre. Un salto gigantesco para la humanidad.

Armstrong. ... La superficie es fina y polvorienta. Puedo... Puedo esparcirla con la punta de mi pie. Se adhiere en ca­pas muy finas, como polvo de carbón, a las suelas y a los filos de mis botas. Sola­mente he salido una pequeña fracción de una pulgada, pero ya puedo ver la huella de mis botas y las pisadas en las finas partículas de arena.

Control. Neil... Aquí, Houston. Te oímos...

Esas líneas son el testimonio más pri­migenio y verdadero de lo que ocurrió y se dijo en el momento exacto en que un hombre pisaba, por primera vez, la Luna. Según el propio Armstrong, la frase, ya histórica, sobre el paso y el salto no había sido preparada de antemano.

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