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Columna
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La palabra mujer

Llegará, supongo, un momento en que nacer femenino o masculino sea tan decisivo como nacer rubio o moreno

Docenas de estudiantes se manifiestan durante el Día Internacional de la Mujer de 2024, de camino al Ministerio de Justicia en Madrid.
Martín Caparrós

Las palabras, por supuesto, engañan. Para eso las inventaron y eso es lo que hacen; a veces, pocas, se resisten y dicen. Décadas atrás el machismo ambiente habría dicho que así son las mujeres; si alguien lo dice ahora no hará más que cubrirse de vergüenza.

Las palabras, mientras, siguen engañando. En el principio la palabra mujer fue latina, claro: mulier, sin embargo, tiene un origen poco claro. Durante siglos se aceptó que venía del adjetivo molleris, que significa blando, aguado —de donde se derivan muelle, mullido, mojado. Era puro prejuicio: no hay fuentes para nutrir esa etimología. Y la venganza de la historia fue que las demás lenguas cercanas desecharon el vocablo: sólo los iberos decimos mujer o mulher; los italianos lo dicen para esposa, moglie; los franceses ni eso —por no hablar de ingleses, alemanes y demás bárbaros. Y los otros latinos usan palabras que vienen de femina —femina, femei, femme—, que no remite a ningún tipo de debilidad, y nosotros convertimos en hembra. Y que por eso dio lugar, en Francia y hace siglo y medio, a la palabra feminismo.

Pero hoy en castellano es el Día Internacional de la Mujer —propuesto, como muchas sabemos, por un Encuentro Internacional de Mujeres Socialistas en Copenhague, 1910. Eran mujeres públicas que pedían el derecho a votar, a ganar salarios iguales, a sacudirse las tutelas y, quizá, que mujer pública quisiera decir lo mismo que hombre público —o viceversa.

Lo fueron consiguiendo. Seguramente lo más notable que sucedió en el tiempo de mi vida —retahíla de fracasos varios— fue ese cambio en la condición de la mitad del mundo. Cuando yo era chico ya votaban en muchos países, pero no habían logrado tantas cosas que ahora damos por sentadas. Recuerdo, cuando llegué a Francia en el 76, la fuerza del Movimiento por el Derecho al Aborto y aquel color violeta que le daba el tono a las nuevas conductas. Recuerdo que poníamos una mesa a la entrada de la facultad y varios jovencitos —mujeres y varones jovencitos— informábamos sobre los métodos anticonceptivos. Recuerdo las reuniones de jovencitos —varones jovencitos— los sábados en la misma facultad, cuando nos preguntábamos y pensábamos cómo ser hombres frente a —al lado de— estas mujeres nuevas: sabíamos que ellas estaban cambiando de una manera que nos llevaba a intentar lo mismo, medio perdidos, encantados.

Porque en esos días aquellas mujeres no querían —­como pretende el lugar más común y deseaban algunas de sus predecesoras— ser iguales a los hombres, sino poder ser diferentes: ser ellas sin reprimirse, sin pedir permiso. Esa época del movimiento buscaba sobre todo aquellas distinciones, la marca femenina —y que nosotros, si acaso, aprendiéramos a vivir con eso. Lo intentamos, lo intentamos. Y ellas a menudo lo lograron —y nosotros, incluso, más y más.

Pero eso sucedió sobre todo en nuestros países, las zonas ricas del planeta. En las más pobres, en cambio, las mujeres siguen siendo las más pobres. Dos de cada tres analfabetos en el mundo son analfabetas, sólo dos de cada cien propietarios de tierra son propietarias, en un país de cada cinco no hay herederas sino sólo herederos, unos 200 millones de mujeres tienen su sexo mutilado y cada dos segundos casan a una nena con un señor mayor; las mujeres, en general, pasan más hambre que los hombres: lo llamamos, hace unos años, “hambre de género”.

Esas mujeres deben pelear contra viejas costumbres, religiones, la hombría de sus hombres, y su avance es más lento, más trabado. Sin embargo, en general, el lugar de las mujeres ha cambiado tanto que es de esperar que pronto dejen de tener uno. No solo porque incluso la definición de mujer está en conflicto y, para algunas, el hecho de serlo ya no es fatalidad genética sino una decisión consciente y meditada, una elección. Sobre todo porque, en unas décadas, ser hombre o mujer supondrá, supongo, diferencias menores. Si las relaciones amorosas no están definidas por el género, si la procreación y la crianza llegan realmente a compartirse, si no hay trabajo o actividades reservados a unas u otros, si se disuelven los papeles específicos, si mayorías dejan de creer en esos dioses que dicen que la mujer es caca, llegará, supongo, un momento en que nacer femenino o masculino sea tan decisivo como nacer rubio o moreno. Será, digamos, un paso más en el camino de la naturaleza a la cultura. Y los 8 de marzo serán el Día del Recuerdo de Aquellos Tiempos Raros: el ejemplo de que, si realmente lo queremos, todo cambia.

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Sobre la firma

Martín Caparrós
Escritor, periodista. Premios Ortega y Gasset, Moors Cabot, Roger Caillois, Terzani, Herralde, entre otros. Más de 50 años de profesión, más de 40 libros publicados en más de 30 países. Nació en Buenos Aires, que lo nombró "Ciudadano ilustre", en 1957; vive en Madrid. Su último libro es 'Antes que nada'.
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