Plasticidad de las sardinas


Me acuerdo del plexiglás, que era un plástico transparente muy utilizado en los impermeables de la época. Cristal flexible, no se lo pierdan, algo así como círculo cuadrado, luz oscura o caos ordenado. Venimos al mundo a ordenar el caos, pero no nos sale muy bien. Decíamos, en fin, que amábamos el plástico y, claro, el plexiglás, que era una de sus variantes más hermosas, como amábamos el nailon, otra de sus expresiones, con el que se fabricaban las medias de cristal.
Del cerebro, destacamos sobre todo su “plasticidad”, que es la capacidad de ser moldeado, de adaptarse a diversas formas, de modo que uno puede ser un día del Real Madrid y otro del Atlético. Es una broma, pero lo cierto es que sucede. Y eso era lo que nos seducía del plástico: que con él se podían hacer insignias de equipos rivales o escudos de instituciones antagónicas. El plástico invadió nuestros cuartos de baño y nuestras cocinas y, en un momento dado, se manifestó en forma de bolsa para el pan y la carne y los garbanzos. Era tan práctica que había quien las guardaba en el baúl del pasillo de su casa. Tuve un amigo que llegó a almacenar miles de bolsas de todos los establecimientos imaginables (farmacias, supermercados, ferreterías…), y no solo de España, sino del extranjero.
Y de repente, el plástico se transformó en los microplásticos de la imagen. En un veneno. Aquellos impermeables de cristal flexible, tan sugerentes bajo la lluvia del otoño, fueron a dar a los océanos, donde tardan 500 años en descomponerse. Ahora forman parte de nuestra dieta: nos los comemos a través de las sardinas.
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