El grifo del hambre


El hambre, como los incendios devastadores, va de dentro afuera, del tuétano a la piel, de ahí que sus primeras manifestaciones sean de carácter fisiológico: sensación de vacío, por ejemplo, en el estómago, que se convierte en un agujero activo, en una especie de rata inversa que roe cruelmente sus paredes. Significa que el aparato digestivo ha comenzado a devorarse a sí mismo. Y se devora a bocados para digerirse con los jugos que recibe del hígado, que tampoco tardará mucho en caer. De inmediato, se produce un descenso de glucosa en la sangre. A lo mejor, los críos de la imagen no tienen ni idea de lo que es la glucosa ni de la cantidad de azúcar que deben recibir las células a través del torrente sanguíneo. No importa: el desconocimiento de la realidad no impide el cumplimiento de sus leyes. Ese descenso podría traducirse, y se traducirá, en mareos, debilidad, fatiga o dolores de cabeza. Ocurre a la vez un aumento exagerado de la salivación, sobre todo si el hambriento se halla cerca de una fuente de alimento. No es raro que el hambre sea también una eficaz productora de frío. Tales trastornos físicos producen cambios emocionales: irritabilidad, dificultades para concentrarse, sensación de pesadez y un profundo malestar semejante al cabreo. Se prioriza, en fin, a cualquier precio, la satisfacción de esa necesidad primaria. De ahí la desesperación de esos críos que el pasado mes de enero, en Rafah, se mataban entre sí por llenar su cuenco o su barreño. Quienes manejan el grifo del hambre para la obtención de réditos políticos son criminales de la peor especie.
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