La palabra pareja
Hay una resistencia bruta a poner nombres a estos nuevos parentescos. No se sabe si es pudor, desidia o sumisión


Hubo tiempos en que la palabra pareja incluía a dos personas; ahora muy a menudo es una sola. La palabra pareja se ha topado, en la España de hoy, con un destino quizás inmerecido: es el eufemismo que más usamos para nombrar a ese señor o esa señora que se arrumacan, se fornican, cohabitan si acaso, procrean incluso, pasan lo más del tiempo con este otro señor o esta otra señora.
Somos víctimas de unos fantasmas léxicos. Sabemos: en un idioma como el nuestro, plástico, abierto, que inventa o importa palabras sin cesar, llevamos décadas sin crear las palabras necesarias para denominar las “nuevas” relaciones familiares. No hay palabra para decir qué es para mí el hombre que vive con mamá, qué son para mí las hijas de la señora que se acurruca con papá, qué es para mí el hijo de la mujer con la que vivo —y ni hablar de su novia. La Iglesia católica y sus adláteres y demás coronados supieron mantener durante dos milenios una regla de piedra: los matrimonios eran de hombre y mujer —hombre y niña, si acaso—, duraban para siempre porque un dios lo exigía, servían para reproducir la especie y conservar el orden y las propiedades. Así que no había muchas variantes, y si un dios decidía que un cónyuge muriera, el que quedaba se buscaba otro y los hijos, si había, lo llamaban astro —como en padrastro o en madrastra— y era un ser de segunda y todo en orden nuevamente.
En cambio ahora, cuando los rejuntes —y la reproducción— pueden ser de cualquier sexo y cualquier sexo y duran lo que duran y todo se combina, hay una resistencia bruta a poner nombres —a nombrar— a estos nuevos parentescos. No se sabe si es pudor, desidia o sumisión aún a las viejas maneras. La cosa es que no los tienen, y que urgen.
Un caso particular de esta anonimia es, entre nosotros, la persona con quien, digamos, “compartimos nuestra vida”. Antes estaba claro: esa persona era primero novia o novio, luego esposa o esposo, al final viuda o viudo, y a mamarla. A lo sumo se colaba, tanto en tanto, un amante o una. Ahora estas relaciones siempre transitorias —porque no se piensan como vitalicias— no logran nombres claros: señoras de 60 dicen “mi chico” para hablar de un pimpollo de 75, señores sin la menor intención de matrimonio dicen “mi novia” para hablar de una mujer que dejarán antes que nada, muchachos de 30 o 33 dicen “mi esposo” para hablar de otro parecido con quien comparten ciertos ocios. Ante tanta confusión, tal pudibundia, prospera ese eufemismo que nos salva. Es correcto, no califica nada, no define el sexo de la segunda persona, no parece ofensivo para nadie, así que lo usan los mentecatos y la prensa y los diplomáticos amateurs que, en ciertas circunstancias, somos casi todos. Esa palabra-maravilla es, por supuesto, la palabra pareja.
Que, para más inri, ya triunfó en los papeles. En España, últimamente, la palabra pareja sale casi todos los días en casi todos los medios en una acepción particular: “la pareja de Ayuso —o Díaz Ayuso—”, dicen, para hablar de un señor, González Amador, 48, “divorciado, padre de tres hijos”, de cuya vida no sabemos casi nada porque la prensa ibera no ha tenido las ganas o el coraje de contarnos quién es este señor que se ha puesto y se mantiene en la luz pública —en la sombra púbica— desde hace muchos meses. (Este señor, aparentemente, convive con la presidenta madrileña en un piso o dúplex —no se sabe— que quizá compró con el producto de su defraudación a Hacienda, o sea: que tal vez la presidenta madrileña habite —e incluso se duche y acicale, coma y se descoma, se duerma y se despierte— en un piso o dúplex —no se sabe— comprado con dinero defraudado).
En cualquier caso, a falta de mayores precisiones, este señor aparece cada vez como “la pareja de Ayuso —o Díaz Ayuso—” y pone en evidencia nuestra incapacidad para nombrar los roles con nombres más precisos. ¿Será el novio, el concubino, el esposo secreto, el galán ambicioso, el amante bandido, el primo tonto? Vaya a saber; es la pareja. Hay un problema, sin embargo, que acaso sus propagandistas no han tenido en cuenta: la palabra pareja nos llega del latín par, paris, que significa, sin más rodeos, “dos que son iguales o similares”. Si eso es lo que querían decir, ya está todo dicho.
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