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Columna
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La palabra plutócrata

Plutócratas en todo su esplendor: señores que ejercen el poder político de sus fortunas y no lo disimulan

Fotograma de la película de 1983 'Cuento de navidad de Mickey' en el que aparece el famoso 'Tío Gilito'
Fotograma de la película de 1983 'Cuento de navidad de Mickey' en el que aparece el famoso 'Tío Gilito'Buena Vista Pictures / Everett C (©Buena Vista Pictures/courtesy )
Martín Caparrós

Hay palabras vampiro. Palabras que creíamos muertas y enterradas y que de pronto reaparecen en las tinieblas de la noche. La palabra plutócrata es una. Hace años, con mi tío Nicolás, para reírnos, le gritábamos atrás plutócratas atrás a cualquier amigo que dijera tonterías. La referencia era evidente: aquellas caricaturas anarquistas o socialistas de fines del siglo XIX, principios del XX, donde los ricos eran señores gordos —ventripotentes, dirían los franceses— con galera y polainas y la cadena gruesa de un reloj de oro cruzándoles la panza. La palabra, entonces, ya era milenaria.

La palabra πλουτοκρατία, plutocracia —de ploutos “riqueza” y kratos “poder”—, apareció en el principio de Atenas para describir a esos ricos que usaban su plata —sus minas de plata y olivares y esclavos y comercios— para mandar en la ciudad; para frenarlos se sentaron las bases de aquella democracia. Y la palabra se siguió usando 2.500 años hasta que se perdió.

Hace unas décadas aquella encarnación/ostentación de la riqueza parecía superada. Por un lado las fortunas se habían hecho corporativas, disimuladas, propiedad de empresas sin una cara con monóculo. Y su poder funcionaba a través de las dádivas de campaña y las presiones y lobbies y obsequios de colores pero era oculto, reticente. Les daba vergüencita, y ponerles un rostro parecía de mal gusto en un mundo que, a regañadientes, se revolvía contra la desigualdad —hasta que llegó el contraataque: en los ochenta dos cabecillas sajones dieron vuelta la historia. Mrs. ­Thatcher y Mr. Reagan sentaron las bases para rearmar sociedades donde los superricos dejaran de pagar impuestos reales y acumularan más y más, y donde, sobre todo, ser brutalmente millonario fuera una aspiración legítima, no una agresión a los demás.

Tras la revolución neoliberal el mundo desarrollado se hizo más desigual, los ricos cada vez más ricos, los pobres igualmente pobres y, al mismo tiempo, por esas bromas de la historia, una forma de desarrollo técnico permitió la acumulación de fortunas enormes. Ya sabemos: los Gates, Jobs, Bezos, Zuckerbergs y últimamente, por encima de todos, el inverecundo señor Elon Musk. Esos hombres —son todos hombres, viudas, exesposas— han recuperado, por un lado, la narrativa del self-made-man, que ya no se llevaba. Son el ejemplo que —amplificado por youtubers y demás reinas de belleza— deslumbra a millones de chicos y chicas: tú también puedes, alcanza con que encuentres la forma de ser más algo que todos los demás y quedarte con su plata.

Esa es una de las formas decisivas en que los superricos cambiaron la ideología de nuestras sociedades: ya no buscamos soluciones comunes, ahora creemos que nos salvamos solos —si tenemos una buena idea y la energía y el egoísmo necesarios para seguirla hasta el final. Funciona. Sucede con los sueldos: en 1965 el director de una compañía americana ganaba, en promedio, 20 veces el salario medio que pagaba; ahora, 220 veces más. Sucede sobre todo con los bienes: el 1% más rico de la población mundial tiene más que el 95% restante. O, más brutal: hay 26 personas que poseen tanto como las 4.000.000.000 que forman la mitad más pobre de la humanidad.

Esos cambios consiguieron devolver la figura del rico a un pedestal. Pero no habían, todavía, recuperado la figura del plutócrata. Parecía que los más ricos querían ser más ricos por un interés casi deportivo: para ser el campeón, por no ser el segundo, cositas del orgullo. Y seguían ejerciendo su poder con sordina, decidiendo caminos y conductas a través de sus instrumentos empresariales —llámense Facebook o XX o NN o lo que sea. Pero de pronto reaparecieron en la arena política: un supuesto benefactor liberal como Jeff Bezos prohibió que su supuesto diario liberal, The Washington Post, se manifestara contra Trump y sobre todo el más visible, otra vez Musk, será ministro del Gobierno del gritón mayor.

Plutócratas en todo su esplendor: señores que ejercen el poder político de sus fortunas y no lo disimulan, al contrario: esas fortunas demostrarían que ellos sí saben lo que hacen. El clima de época los sostiene, pero es probable que eso cambie. Por ahora consiguieron convencer a muchos incautos de que la culpa de sus males la tienen los Estados, los políticos. Cuando pasen unos años y esos males sigan, será inevitable que esos incautos vuelvan la vista a los plutócratas y empiecen a detectarlos y a detestarlos como lo hacían aquellos socialistas, aquellos anarquistas de 1890. Predecir es barato —pero a veces, gracias a Dios, las cosas pasan.

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